Aunque su nombre remita mentalmente al cine británico, lo cierto es que Joseph Walton Losey III (14/01/1909-22/06/1984) era estadounidense, de un pueblo de Wisconsin llamado La Crosse. Su padre procedía de una familia acomodada venida muy a menos, y se puede decir que era el típico chico norteamericano de película boba: bien plantado, obsesionado por la cerveza, las chicas y el deporte y dotado de una cabeza quizá brillante, pero muy mal labrada. Su madre, por el contrario, fue una mujer virginiana de suculenta dote a la que sólo le debía de faltar el apellido francés para representar el paradigma de la perfecta dama sureña. La relación de Losey con ellos nunca fue demasiado fluida: un niño enfermizo, tímido y al que, a pesar de ser disléxico, sólo le gustaba leer no debía de tener demasiado en común con un padre como el que le tocó en gracia. Seguramente habría podido encajar mejor con su madre, que al menos poseía la cultura suficiente como para prohibirle leer a determinados autores; sin embargo, jamás demostró por ella ni siquiera la simpatía condescendiente que parecía sentir por su padre ―en varias entrevistas incluso la acusó de haber destrozado su hogar y de haber convertido su infancia en un infierno: llegó a calificarla de personaje de Ibsen, por la habilidad con la que manejaba a su marido racionando las relaciones sexuales a modo de premio y castigo―.
El aislamiento al que le condenaron sus frecuentes ataques de asma ―apenas salía de casa para ir a la biblioteca o al cine, que había descubierto con 10 años― lo convirtió también en un estudiante extraordinario, capaz de concluir sus estudios por libre y con dos años de adelanto sobre el plan establecido. En cuanto pudo, y en contra del criterio de sus padres, que deseaban tenerlo más cerca ―justo lo que él no quería―, se matriculó en la Universidad de Dartmouth, New Hampshire. Dada su rebeldía filial, tuvo que pagarse él mismo los estudios trabajando en el campus y aceptando la ayuda secreta de una tía materna ―que por nada del mundo deseaba que en el futuro hubiese otro ser como su cuñado dando vueltas por ahí―. Su desvinculación del hogar familiar llegó a tal extremo que cuando leyó en los periódicos que un tipo de Wisconsin se había muerto después de que le reventaran sus dos apéndices ―uno de los únicos noventa y dos casos verificados en los anales de la medicina―, tardó bastante tiempo en percatarse de que el artículo trataba sobre su padre. Parece que la noticia le sumió en un periodo de profunda depresión al que, no obstante, acabó sobreponiéndose antes de que pasara un año. En cualquier caso, su cine evidencia que aquel suceso le dejó una profunda cicatriz, que se manifiesta en la tendencia de varios de sus personajes a proyectar la figura paterna en los individuos equivocados ―sin duda, “El sirviente” representa uno de los ejemplos más claros en este sentido―.
En un principio se había matriculado en Medicina, pero muy pronto su estómago le dejó bien claro que no estaba hecho para moverse entre enfermos y cadáveres diseccionados, de modo que abandonó esos estudios e inició los de Arte, especializándose en literatura, cine y arte dramático. Precisamente el teatro fue su primera gran pasión, y en poco tiempo logró convertirla también en un medio para ganarse la vida. Como tantos otros tímidos patológicos, comenzó apuntándose a un grupo de aficionados como terapia de choque para sus complejos y, casi sin saber cómo y tras muchas mudanzas y vicisitudes, en 1930 se encontraba en Londres dirigiendo en escena a Charles Laughton en la adaptación de la novela policiaca “Payment Deferred” (C. S. Forester, 1926).
El éxito de la obra en los escenarios ingleses llevó a la compañía a Broadway, por lo que Losey regresaba a su país después de casi dos años dando vueltas por el Viejo Mundo. El futuro cineasta había dejado los Estados Unidos justo después del crack del 29 ―cuyas primeras consecuencias le habían hecho implicarse activamente en grupos de extrema izquierda―, y el panorama que se encontró a su vuelta le hizo añorar los primeros días de la crisis como se añora la Edad de Oro. No obstante, F. D. Roosevelt no tardaría en poner en marcha el New Deal, entre cuyas medidas se encontraba el Federal Theatre Project: un plan para subvencionar las producciones teatrales que, sólo en Nueva York, logró emplear a más de 5.000 actores y tramoyistas. Para que un proyecto fuese aprobado, tan sólo necesitaba cumplir tres requisitos: que todos sus participantes estuviesen en paro, que las entradas fuesen gratuitas o a un precio simbólico y que la mayor parte de los empleados residiese en la localidad donde se iba a representar la función. Losey fue el elegido para dirigir la más ambiciosa de todas las obras que se llevaron a cabo: una adaptación del “Jayhawker” de Sinclair Lewis (1934), que entonces gozaba de una popularidad sin precedentes al acabar de convertirse en el primer estadounidense en ganar el Premio Nobel de Literatura. La producción, sin embargo, fue un completo desastre desde el principio, en gran parte porque Lewis, como buen literato de su generación, se pasaba la vida borracho, durmiendo la mona o con resaca. Fue finalmente estrenada en 1935, y a pesar del precio ridículo de las entradas, apenas consiguió mantenerse tres semanas en cartel ―una completa ruina pública, vamos―.
Al parecer, Losey se tomó su fracaso personal subvencionado como la prueba de que el capitalismo, por muy socialdemócrata que fuese, estaba condenado a la desaparición, por lo que decidió dirigirse a la Rusia de Stalin, a ver cómo iba aquello. Aunque sus primeras intenciones pasaban por empaparse de práctica marxista, al final no hizo nada más que presenciar teatro ―literalmente, quiero decir; no es ninguna ironía―. Lo cierto es que regresó a Nueva York sin saber casi nada del modo de vida soviético, pero prendado de la experimentación simbólica de Meyrhold ―“el Método” de Stanislavski, por el contrario, le decepcionó mucho―, cuyos principios trató de poner en práctica produciendo con su propio dinero una cosa a la que llamó “La extravagancia viviente”, en la que dirigía a más de cien actores sobre un escenario vacío; tan vacío como se quedaron sus bolsillos y su prestigio cuando la obra fue retirada tras siete representaciones con bastante más gente en escena que en el patio de butacas.
Realmente necesitado de trabajo tras su nuevo fiasco, en 1938 toma su primer contacto profesional con el cine al ser contratado como montador por la nada capitalista Fundación Rockefeller. Posteriormente pasaría a ser guionista de varios documentales científicos, y en 1944 se le permitió dirigir su primer corto de ficción, “Una pistola en su mano”, con el que ganó el Oscar de la categoría. Este galardón motivó que varios estudios quisieran contar con sus servicios, fichando finalmente por la RKO, que por aquel entonces había adoptado una línea progresista y comprometida con la defensa de los derechos sociales. Así, su primer largometraje para la productora fue “El muchacho de los cabellos verdes” (1948), un alegato antirracista en el que Losey, inesperadamente, renunció por completo a la propaganda política a cambio de ofrecer un retrato introspectivo del protagonista como individuo y no como alegoría de todo un colectivo. Esta preocupación por plasmar los conflictos internos de sus personajes se convertiría en la primera seña de identidad de su obra, detectable incluso en sus largometrajes de género policiaco, que fue el que más cultivó durante esos años ―suelen destacarse “La larga noche” y “M” (remake del clásico de Fritz Lang de 1931), ambas de 1951―.
Sin haber llegado a consagrarse como un gran director, y sin que se sepa muy bien por qué tomó una decisión tan desafortunada, Losey aceptó sustituir a Bernard Vorhaus al frente de “Imbarco a mezzanotte” (1952), una coproducción italo-norteamericana sin más pretensiones que tratar de aprovechar los últimos destellos de Paul Muni, si es que le quedaba alguno. Vorhaus había caído víctima de la caza de brujas, por lo que el movimiento de Losey fue tomado como una traición por el sector izquierdista de Hollywood y lo convirtió en un sujeto perfectamente delatable. Además, el rodaje en tierras italianas fue una completa pesadilla, debido principalmente a que Muni se enfrentaba constantemente a la torpe autoridad de quien no consideraba más que un niñato sabiondo. En una combinación diabólica de falta de experiencia y de dificultad para relacionarse con los demás, Losey no supo evitar ni una sola de las violentas discusiones a las que, con cualquier pretexto, le avocaba su estrella apagada. Lógicamente, las consiguientes pérdidas de tiempo y material acabaron disparando el coste de la producción hasta límites inasumibles, por lo que hubo que detener el trabajo en varias ocasiones a la espera de nuevos fondos. Por si fuera poco, y como era de esperar, el joven cineasta no tardó en ser denunciado ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses, que le citó a declarar de un día para otro. Al no poder acudir a tiempo, se le tuvo por no comparecido y fue directamente incluido en las listas negras junto con el guionista de la película, Benn Barzmann, lo que constituyó el motivó perfecto para proceder al inmediato despido de ambos.
Con las puertas de los Estados Unidos cerradas a cal y canto, sin trabajo, sin prácticamente recursos y sin hablar otra lengua que no fuese el inglés, Losey trató de iniciar una nueva carrera en Londres; pero muy pronto se encontró con que la industria cinematográfica británica de la época dependía de tal modo de los estudios norteamericanos que no había prácticamente ninguna diferencia entre uno y otro lado del océano. Así, durante varios años, tuvo que sobrevivir escribiendo guiones como negro y conformándose con dirigir algún que otro anuncio publicitario. Poco a poco, y después de haber llegado a pasar hambre, fue integrándose en su nuevo país de residencia y logró volver a rodar algún largometraje, sólo que atribuyéndoselo a otras personas o firmándolo con seudónimo. Finalmente, un grupo de jóvenes productores independientes le ofrecieron filmar con su propio nombre “Tiempo sin piedad” (1957), que sería calurosamente acogida por la crítica continental, especialmente por los redactores de Cahiers. A partir de entonces, su prestigio profesional no parará de crecer, convirtiéndose en poco menos que un personaje intocable para casi todos los directores de los nuevos cines europeos.
Aunque en su filmografía no pueda hablarse propiamente de obras maestras ―pero sí de un buen número de grandes películas―, quizá “El sirviente” sea la cinta en la que se expresó con más libertad y soltura. En 1956, Losey leyó por casualidad la novela corta del mismo título, escrita en 1948 por Robin Maugham ―sobrino de W. Somerset―. Inmediatamente, se imaginó al taimado protagonista con la apariencia de Dirk Bogarde, a quien había conocido un par de años antes durante el rodaje de “El tigre dormido” (1954, firmada como Victor Hanbury).
Medía más de metro ochenta y me sorprendió que un hombre tan alto se moviese tan delicadamente. Era estrecho de hombros y tenía las manos largas y huesudas. Uno esperaba que su boca correspondiese a sus rasgos. Pero en medio de su rostro cetrino había unos labios de capullo de rosa que le daban un aire de querubín disoluto. Tenía los párpados gruesos y recuerdo que parecían grasientos. El contraste entre la cabeza y el cuerpo resultaba desconcertante, como si hubiesen colocado un ángel barroco en un capitel gótico. Podría tener cualquier edad entre los treinta y los cincuenta. Me pareció repelente.