Hoepker vivió en carne propia todo el rigor del muro de indiferencia que actualmente suele levantarse entre una obra de arte y el nombre de su creador. Cuando esta fotografía fue publicada en periódicos de todo el mundo, millones de personas pudieron escandalizarse, dudar de su autenticidad, emitir reflexiones baratas acerca de la ola de frivolidad que nos invade o incluso aprovecharla para negar la realidad sobre el ataque a las Torres Gemelas. Sin embargo, muy pocas llegaron a fijarse en el nombre del fotógrafo, y seguramente menos repararon en que la imagen presenta una composición de una maestría difícil de igualar. Lejos de servir para alabar la pericia del artista, elementos como la pose perfecta de los cinco protagonistas, los árboles enmarcando al grupo, los restos de un muelle abandonado apuntando directamente hacia el desastre o la columna de humo cerrando un triángulo imaginario fueron en su día tomados como indicios de que la instantánea era en realidad un montaje. Para mucha gente tenía que serlo por fuerza, porque resultaba monstruoso hasta lo inconcebible que una panda de jóvenes blancos de aspecto acomodado pudiesen mostrarse tan ociosos y despreocupados mientras miles de seres humanos morían abrasados o sepultados tan cerca de ellos. La foto está sacada pocos minutos después de que se derrumbara la segunda torre, y recordemos que en aquel momento se especulaba con una cifra de alrededor de 20.000 víctimas potenciales.
Es obvio que la fotografía está procesada con minuciosidad; pero no es ningún montaje. Fue tomada en la orilla de Brooklyn del East River, mientras Hoepker trataba de encontrar una vía para llegar al World Trade Center. La agencia Magnum, que tampoco suele andarse con demasiados remilgos ―o al menos no lo hacía―, decidió no publicarla en su momento por considerar que podía herir muchas más sensibilidades que las imágenes explícitas. No se trataba de mantener a salvo la “sensibilidad pública” como algo abstracto, sino de no torturar aún más a las personas que habían perdido parte de su vida entre los escombros humeantes, e incluso de proteger la integridad física de los personajes que aparecen retratados: no parecía que los familiares de los muertos fuesen a comprender demasiado bien sus risas. Aunque sabía que era muy buena, el propio Hoepker también era plenamente consciente de que se trataba de una imagen ambigua que podía prestarse a muchos malentendidos. Él mismo siempre ha reconocido que sólo se paró allí lo imprescindible, y que no tiene ni idea de qué estaba ocurriendo un minuto antes ni de qué ocurrió un minuto después.
Cinco años más tarde comenzó a prepararse en Munich una exposición retrospectiva sobre su obra. El comisario de la misma le sugirió que revisara sus miles de descartes, y Hoepker dio por casualidad con la fotografía. Se dio cuenta de que era demasiado buena como para mantenerla oculta, y creyó que ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que no levantara demasiadas ampollas. Los organizadores, por su parte, se mostraron tan entusiasmados ante la posibilidad de mostrar material inédito que no sólo la exhibieron, sino que la eligieron como portada del catálogo de la muestra. Evidentemente, en seguida llamó la atención tanto del público como de la prensa, aunque en un principio sólo de la alemana. El 10 de septiembre de 2006, la víspera del quinto aniversario de la tragedia, un columnista del New York Times llamado Frank Rich publicó un artículo apocalíptico que, ilustrado con la imagen, concluía de la siguiente manera: “¿Son estos jóvenes unos desalmados? No, tan sólo son americanos”. El escándalo estaba servido.
Debido al barullo que motivó su difusión en los Estados Unidos, uno de los retratados salió a la palestra para explicar la escena en una carta enviada a Slate Magazine. Se trataba del chico de la camiseta azul marino, que resultó ser Walter Sipser, un artista multidisciplinar con cierta notoriedad local entre los galeristas de Brooklyn. Lo mismo hizo un día más tarde su novia de entonces, la fotógrafa Chris Schiavo ―parodiando las definiciones de Rich, se identificó como “la contorsionista indolente que toma el sol mientras el mundo se derrumba”―, que cuenta con dos obras depositadas en el MoMA. En dos misivas tan cortas como contundentes, ambos atacaron con dureza la utilización que Hoepker hizo de una imagen tomada no sólo sin su consentimiento, sino sin su conocimiento. Al parecer, habían visto caer las torres desde su apartamento de Brooklyn y, como muchos otros neoyorkinos, salieron a ver si podían hacer algo por alguien ―Schiavo recalca que ni se le pasó por la cabeza llevar su cámara consigo―. Sin embargo, se encontraron con que los puentes estaban colapsados o cerrados al tránsito, de modo que mucha gente que había acudido con las mismas intenciones tuvo que quedarse en esa orilla. Las otras tres personas que aparecen en la imagen eran completos extraños para ellos, y si estaban hablando entre sí era debido a la profunda conmoción que todos sentían y al sentimiento de fraternidad que surge en los momentos de congoja colectiva. Ninguno de los dos recuerda haberse reído en ningún momento, aunque Sipser reconoce que “una instantánea puede hacer que un funeral parezca una fiesta” ―así como hacer pasar por “jóvenes desalmados” a dos personas que en aquel momento ya habían cumplido 40 años―. Al día siguiente, Hoepker contestó públicamente a sus cartas, coincidiendo plenamente con ellos en que la imagen contenía todos los condicionantes para resultar engañosa, para después pasar a recordarles que su intención no era juzgarles ni condenarles y que, en su opinión, el único mensaje que transmitía la foto era que la vida sigue su curso incluso en medio de la peor de las tragedias. La polémica no dio para más.
Hoy en día, Hoepker considera que “Torres gemelas” es, de largo, la obra que más impacto ha tenido en su carrera ―“puede verse en museos y todo”―. Sin embargo, lo considera una mera casualidad, y no cree que la producción fotográfica deba basarse en la búsqueda desesperada de imágenes “geniales” aisladas, sino que aboga por la utilización del reportaje: “aunque a veces ocurra, la mayor parte de las historias implican demasiados aspectos como para poder resumirlos en una sola instantánea”. Lo irónico es que cuando esa fotografía se dio a conocer, Hoepker ya llevaba medio siglo dedicado al fotoperiodismo, e incluso había sido presidente de Magnum. Todavía hoy en activo, su legado resulta inabarcable, aunque él haya tratado de resumirlo recientemente en su libro “Wanderlust: 60 Years of Images” (2014).
Thomas Höpker nació en Munich el 10 de junio de 1936 ―no es que haya cambiado la grafía de su apellido, sino que, por motivos de comodidad, la prensa anglosajona ha preferido sustituir la diéresis por una e―. Nunca se ha preocupado por contar demasiado sobre su vida privada, aunque resulta obvio que su niñez transcurrió entre bombardeos y su adolescencia durante la más dura posguerra. Tomó su primera fotografía en 1950, cuando su abuelo le regaló una vieja cámara de placas de vidrio de 9×12. Afirma que aquel aparato desfasado le resultó tan fascinante que muy pronto supo que era aquello a lo que deseaba dedicarse profesionalmente. Su padre, no obstante, veía aquella vocación con gran escepticismo, por lo que le convenció para estudiar Arqueología e Historia del Arte en la universidad de su ciudad natal. A pesar de ello, Hoepker no se resignó y comenzó en secreto a buscar trabajos de fotógrafo. Su primer empleo de este tipo fue para el Münchner Illustrierte Presse, una publicación local que quebraría tan sólo un par de años más tarde ―se supone que su intervención no tuvo nada que ver en ello―. Fue el tiempo suficiente, sin embargo, para que la revista hamburguesa Kristall ―que no era una revista comestible, sino de Hamburgo― se fijase en él y, con la intención de emplearlos como enviados especiales por todo el mundo, lo contratase como compañero del redactor Rolf Winter. En 1963 les encargaron realizar una larga serie de reportajes a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Para documentarse e inspirarse, Hoepker compró el libro de Robert Frank “The Americans” (1958), en lo que considera el segundo gran escalón en su formación como fotógrafo, tras su primer contacto con la cámara del abuelo.
Ese trabajo hizo que el caché de la pareja se multiplicase, de modo que la revista Stern ―también hamburguesa, pero bastante más poderosa económicamente― los fichó a golpe de talonario. Para este medio realizaría algunos de sus trabajos más famosos, incluido un reportaje sobre Muhammad Ali cuando éste vivía su momento de mayor popularidad ―Hoepker lo destaca como lo mejor que ha hecho nunca―. Según él, la fotografía depende mucho de las casualidades y los imprevistos, que no siempre tienen por qué manifestarse en el preciso momento de apretar el disparador, y precisamente pone como ejemplo la originalidad y el desenfado que, a su juicio, desprenden los retratos del boxeador. En esa ocasión no era Winter el que acompañaba a Hoepker, sino una periodista llamada Eva Windmöller, que se acabaría convirtiendo en su segunda esposa y que no sólo era mujer, sino que encima tenía la desfachatez de ser blanca. Ali acababa de dejar de ser Cassius Clay y, como buen converso, era un fanático, por lo que se negó a hablar con ella e incluso a que le vieran en su compañía. Aunque no hubiese sido ni la primera ni la última vez que Hoepker tomara el papel de redactor o de entrevistador, en esa ocasión dejó bien claro que no pensaba colaborar en el desprecio a su compañera, de modo que le propuso al púgil que, descartando la entrevista, simplemente les permitiera acompañarle a una discreta distancia durante un par de días sin cruzar palabra con él, lo cual le pareció estupendo ―tendría sus cosillas, pero no cabe duda de que Ali siempre estaba abierto a alcanzar soluciones de consenso―.
En 1974, Eva y él se convirtieron en los primeros periodistas de Alemania Occidental en ser acreditados en la RDA, donde se trasladaron a vivir durante unos años. Hoepker recuerda con extrañeza la sensación que le provocaba ser extranjero entre compatriotas: la mayor parte de la gente parecía exactamente igual a la que había conocido durante toda su vida, pero el país que formaban entre todos ellos era completamente distinto al suyo. Por otra parte, la vigilancia constante a la que eran sometidos por la Stasi, que no les quitaba el ojo de encima, le hizo temer por su integridad física en varias ocasiones. Al parecer, cuando deseaban hablar con alguien por el motivo más nimio, se veían obligados a concertar citas clandestinas en parques y suburbios para que sus comunicaciones no fuesen intervenidas y, aún así, no era extraño que después fuesen sometidos a interrogatorios extraoficiales. Además, se encontró con que el material técnico disponible en Berlín oriental era muy anticuado y de muy mala calidad, hasta el punto de que cada vez que quería revelar una fotografía tenía que volver a la zona oeste; lo cual, a pesar de contar con una especie de salvoconducto al que llamaban “la tarjeta azul”, en muchas ocasiones suponía soportar minuciosos registros, tanto de entrada como de salida.
Si algo se ha esforzado por dejar claro Hoepker, es que para él una buena fotografía es una fotografía bien compuesta, y no cabe duda de que se aplica el cuento, porque ésa es su mayor virtud y también la más celebrada por la crítica. Defensor de la práctica diaria como la mejor escuela posible, no cree que pueda aprenderse a componer, o más bien que pueda hacerse conscientemente. El único secreto consiste en aceptar que no hay reglas y en ir desarrollando poco a poco la sensibilidad artística. Para ello, resulta imprescindible liberarse de cualquier cliché y acudir a los museos y salas de exposiciones tan frecuentemente como se pueda. Según Hoepker, ningún artista visual puede crear nada valioso si antes no se ha empapado de arte ―él siempre recalca “arte de verdad”― y, en este sentido, considera que no existen diferencias entre los fotógrafos y los artistas plásticos: su formación estética debe ser la misma.
A pesar de que la polémica siga viva en los bares de tapas, las redes sociales y en otros foros de peso académico similar, hace un siglo que se ha solucionado afirmativamente el debate acerca de si la fotografía es un arte o no. La que sigue plena de salud entre los practicantes de esta disciplina es la cuestión terminológica de si deben ser llamados artistas o fotógrafos. Aunque supongo que a la mayor parte le traerá sin cuidado cómo se les denomine, existen dos bandos radicales capaces de agarrarse mutuamente por los pelos con tal de defender su postura. Si bien siempre lo ha hecho invitado por los entrevistadores, Hoepker también ha entrado en la batalla, sentando en ocasiones una especie de tercera vía que, no obstante, parece más cercana a la opción “fotografista”: él no es un artista, sino un “fabricante de imágenes”. Lo cierto es que la proposición contiene más miga de la que parece sugerir su apariencia de simple declaración pomposa, pues lo que viene a decir es que si la realidad no le proporciona una imagen, él la fabrica. En cualquier caso, si Hoepker se ha definido alguna vez como algo concreto, no ha sido como artista ni como fotógrafo, sino como periodista; aunque su pertenencia a Magnum desde 1989 le ha ido haciendo modificar ese punto de vista:
Al principio yo era reacio a considerarme un artista, porque lo que yo pretendía era ser un buen periodista, no un artista. Pero, a lo largo de estos años, Magnum ha cambiado mi forma de ver las cosas. Los fotógrafos de Magnum Photos son a la vez periodistas y artistas. En principio, una imagen fotoperiodística con verdadera fuerza es una mera reproducción de la realidad: nada en ella puede ser falsificado. Sin emabrgo, hoy en día se le concede al fotógrafo un margen de interpretación mayor: el estilo personal, el encuadre y la estética cuentan mucho. Incluso en Magnum, cada uno tiene que tomar sus propias decisiones sobre cómo de lejos quiere llegar a la hora de presentar la realidad a través de sus propios ojos.
Es relativamente frecuente entre los aficionados a practicar cualquier forma de arte el sufrir periodos de frustración, en cuyo máximo fragor llegan a pensar que todo lo que han creado hasta el momento es una tremenda porquería. En la gran mayoría de los casos están en lo cierto; pero no lo es menos que tan sólo los que sufren ese tipo de ataques tienen alguna mínima posibilidad de llegar a ser algo en lo que hacen. He aquí un pequeño consuelo para ellos:
Sí, la mayor parte de las veces yo tampoco me siento feliz con lo que he hecho. Me asaltan preguntas como “¿por qué no esperé un poco más?” o “¿por qué diablos dispararía tanto sobre algo tan insulso?”. Pero también, de vez en cuando, hay destellos felices: algo que encaja con lo que busco y que tiene buena luz; a veces se dan las dos premisas por un mísero segundo. Después, también hay que tener en cuenta el test del tiempo: una foto que hoy me gusta puede parecerme plana al día siguiente, y viceversa.
Y también un pequeño consejo:
Un pequeño consejo muy simple es “piensa antes de disparar”. Primero mira el mundo con tus propios ojos, y no a través del objetivo. Tómate tu tiempo. Si ves algo que verdaderamente encuentras interesante, ya sea por el lugar, por la luz, por una persona o por una cara, sólo entonces puedes intentar capturarlo. Pero actúa con seriedad, implícate. Sigue a esa persona, o déjate llevar por ese estado de ánimo o por esa luz. Encuentra ese momento decisivo tan famoso, ese mísero segundo en el que todo se junta. La mayor parte de las veces saldrá mal, te lo aseguro. Puede que hagas más de cincuenta fotos y sólo puedas salvar una, o a veces ninguna; pero es parte del proceso. Si eres sincero contigo mismo, las descartarás todas o todas menos una. Es la gran belleza del botón de eliminar: ¡nadie sabrá que tuviste que usarlo!
Hoepker fue uno de los primeros profesionales en abrazar la tecnología digital; sin embargo, cuando se le pregunta si sigue siendo mejor la analógica, lo primero que responde es que se trata de una cuestión por completo irrelevante, porque lo único que importa es el resultado ―aunque afirma que él siempre utiliza cámaras digitales porque todas las de 35 mm, las únicas que emplea, que fabrican sus marcas favoritas lo son―. En general, alaba las ventajas de lo digital en cuanto a inmediatez y ahorro de tiempo y de esfuerzo; pero observa un tremendo problema: se fotografía demasiado, se malgastan disparos sin una mínima reflexión previa y la calidad media se desploma. Y no se trata sólo de una crítica al panorama actual del empleo fotográfico ―que, en general, considera mucho mejor que el de los inicios de su carrera―, sino que se refiere a su propio caso cuando clama “¡¿Puede alguien, por favor, inventar una tarjeta de memoria en la que sólo quepan 36 imágenes?!”.
Hoepker siempre ha sido un defensor de la objetividad: aunque sabe que se trata de un sueño imposible, aboga por acercarse a ella tanto como se pueda. No comparte en absoluto la idea de que un buen fotógrafo debe ser una especie de voyeur: para él, nunca hay que mostrar más de lo que cualquiera podría ver por sus propios medios. Aunque no dude en presentar pequeños dramas si lo considera necesario, sus fotografías rara vez abandonan esa calma y placidez que les caracteriza. Hoepker no pretende impresionar al espectador, no acostumbra a cargar las tintas ni a añadir dosis extra de tremendismo. Inconscientemente, nos hemos acostumbrado a la idea de que “mostrar las cosas como son” significa presenciar sangre, vísceras, tragedia, sufrimiento y suciedad; y no cabe duda de que en ocasiones es así. Pero, afortunadamente, la mayoría de las veces la vida es como nos la presenta él: no es la mejor imaginable, desde luego; pero tampoco es tan mala como la pintan algunos.
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