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John Currin, un metaclásico entre nosotros

«La casa del lago», 2012.

Cuando, en 1990, la canadiense Andrea Rosen abrió su galería de arte en el número 525 de West 24th Street, donde hoy continúa, nadie daba un duro por ella; y no sólo por lo complicado que resulta hacerse un hueco en un vecindario tan exigente y saturado, sino porque fió la mayor parte de su primera apuesta a exhibir la obra de su amigo Félix González-Torres, que hasta entonces estaba relegada al circuito amateur. Llenar de caramelos de colores todos los rincones de una galería recién abierta quizá resultase algo arriesgado, pero el hecho es que todos los diferentes formatos de “Sin título (Retrato de Ross en L. A.)” se vendieron a buen precio y la instalación ha llegado a consolidarse como una obra de referencia dentro de la historia del arte contemporáneo.

“Sin título (Retrato de Ross en L. A.)”, de Félix González-Torres (1990).

Rosen confiaba ciegamente en el talento de su amigo ―al que el sida se llevó en 1996―, se jugó por él su futuro profesional y acabó viendo recompensada su fuerza de voluntad convirtiéndose en una de las marchantes de arte más importantes de la actualidad. Sin embargo, y dado que en un principio relegó sus cuadros a los lugares menos visibles de su local, podemos presumir que el talento en el que no debía de confiar tanto era en el de su propio novio, un extraño pintor desconocido que parecía amalgamar en sus lienzos toda la historia de la pintura figurativa para ofrecer un resultado a caballo entre lo desazonador y lo caricaturesco:

Era evidente que a principios de la década de 1990 no estaba de moda ser pintor: la fotografía y las instalaciones, y un poco después el videoarte, prácticamente agotaban la oferta. Cuando uno selecciona obras para exhibir, es esencial plantearse ciertas preguntas, como: ¿el medio utilizado resulta indispensable para la naturaleza de la obra?, ¿para su contenido?, ¿y para su propósito? En el caso de John Currin, la pintura y la temática están indisolublemente entrelazadas, [por lo que parecía que iba a ser muy difícil encontrar compradores para sus cuadros].

«La vieja polémica», 1999.
«Mujer flaca», 1992.

Quizá llame la atención que en 2007, cuando se realizó la entrevista de la que se extrae el anterior fragmento, Rosen se refiera al pintor sin asomo de cariño y por su nombre y su apellido ―si bien tuvo la delicadeza de no antecederlo con un “Mr.”―; pero la verdad es que las cosas no acabaron demasiado bien entre ellos. Un buen día, tras una discusión pública muy acalorada, Currin decidió descolgar personalmente sus cuadros para transportarlos de dos en dos hasta Gagosian, apenas a unos 40 metros de distancia en la misma acera. Por aquel entonces, Currin ya era uno de los pintores más conocidos de Nueva York y Rosen una de las galeristas más prestigiosas del mundo, de modo que su separación, tanto sentimental como profesional, fue convenientemente masticada con la boca abierta en esa especie de cócteles postwarholianos en los que antes de la Crisis se decidía el porvenir de los artistas. Rosen perdió a su pareja y a uno de los pintores vivos más cotizados de la historia; pero siempre le quedará el consuelo de haber aportado al arte actual dos de sus nombres más perdurables: uno para cerrar el siglo XX, González-Torres, y otro para abrir el XXI, John Currin.

«Desnudo de luna de miel», 1998.
«Desnudo con brazos levantados», 1998.

“Si me diese por ‘fusilar’ descaradamente un van Heemskerck, nadie se daría cuenta; o, lo que es peor: a nadie le importaría lo más mínimo”. Esta frase resume no tanto las fuentes de las que bebe el estilo pictórico de Currin, sino más bien el profundo desprecio que le inspira el medio social que le ha hecho rico y famoso. Aunque la peculiar visión manierista del maestro flamenco esté muy presente en su obra, sus influencias son infinitamente más amplias: “Para mí no existe ninguna diferencia entre el arte y la historia del arte”, y lo cierto es que una mirada atenta a sus lienzos podrá localizar a Giotto haciendo manitas con Eric Fischl, o seguir sobre sus trazos las huellas de Durero, de Picabia, de Dalí, de Schiele, de Ingres, de Modigliani, de Magritte, de Wood, de Leonardo, de Tiziano, de Dix, de Rockwell y de otros muchos en lo que parece un resumen molecular de la figuración universal. Él, sin embargo, siempre ha señalado a Picasso, Velázquez, Goya, Botticelli y Van Gogh como sus pintores favoritos y sus modelos a seguir ―aunque está seguro de que, a poco que se le presione, incluiría a diecisiete pintores dentro de su top five―.

«Los Kennedy», 1996.
«Park City Grill», 2000.

Actualmente, sus cuadros valen más de medio millón de dólares en el mercado primario, la mayor parte de las veces incluso antes de que los haya pintado, y es probable que no le queden años de vida para satisfacer su lista de espera. Es el pintor más cotizado de esta década tras Peter Doig, y lo más divertido del asunto es que su forma de expresarse parece ir frontalmente en contra de las manos que le dan de comer y de las reglas consuetudinarias por las que éstas se mueven. No sólo es que sus obras suelan contener burlas casi misantrópicas hacia la vacuidad mental propia de una sociedad masificada, sino que una buena parte de ellas jamás llegarán a los ojos del gran público, porque incluyen actos sexuales más que explícitos y todo ese tipo de elementos compositivos que no se permite difundir en las redes sociales ni en las televisiones. Es decir, nos encontramos ante la paradoja de que el segundo pintor más comercial de la actualidad es teóricamente uno de los más difíciles de vender.

«Acción de Gracias», 2003.
«La abrazadora», 2000.

En cualquier caso, aunque hoy en día el mercado del arte mueva más dinero que el de muchos bienes de inversión tradicionales, el valor de su mercancía sigue sin poder medirse en dólares, euros o libras esterlinas. Su verdadera tasación continúa siendo estrictamente subjetiva: lo que para alguien puede valer millones, otro podría tirarlo a la basura sin demasiados remordimientos. De este modo, debemos distinguir entre el precio de una obra de arte y su valor, que siempre estará relacionado con su capacidad de estímulo intelectual. En este sentido, los cuadros de Currin ya comparten ubicación con los más grandes artistas contemporáneos en el MoMA, la Tate Gallery, el Art Institute de Chicago, el Whitney Museum o el Pompidou ―precisamente, el único ejemplo de su creación que puede contemplarse regularmente en España se halla en el Centre Pompidou de Málaga―.

«Pescadores», 2002.
«La vagabunda», 1999.

En general, la crítica le es muy favorable; y en general a él le tiene sin cuidado. Sin embargo, sigue dolido por un artículo devastador, algunos de cuyos párrafos puede recitar de memoria, que hace unos diez años le dedicó Jed Perl:

La tan admirada “técnica” de Currin no le habría servido para ganarse el pan como aprendiz en un taller de hace 300 años. La mayoría de las míseras chicas que en el siglo XIX se dedicaban a pintar flores en platos de porcelana en cualquier fábrica perdida de Francia tenían mucho más talento que él. No es más que el último cantamañanas en prostituir el manido montón de trucos facilones con los que Eric Fischl y David Salle entraron a empujones en el estrellato del SoHo a principios de los 80. Su obra es tóxica, polución para el arte.

«Standford después del brunch», 2004.
«Patch & Pearl», 2006.

Esas palabras impresas llegaron a herirle profundamente, hasta el punto de que le tuvieron varios meses sin poder coger un pincel y pensando en retirarse. Hoy en día persiste cierto resentimiento en su ánimo, pero Currin ya ha adquirido la suficiente experiencia como para tomárselo de otra manera:

Hay mucho odio hacia sí mismo en gente como Perl. Siempre me ha resultado divertido comprobar cómo los de arte son los únicos críticos que muestran su resentimiento con el objeto de su crítica de una forma tan abierta. Parte del problema es que los críticos, de algún modo, se sienten ofendidos cuando un nuevo artista comienza a ganar grandes cantidades de dinero. Cada vez que vendes un cuadro a buen precio les sale un forúnculo en el culo. Jamás dirían todo eso de alguien como Mary J. Blige. Sinceramente, nunca he entendido qué tiene de escandaloso que un artista gane dinero con lo que hace.

«La langosta», 2001.
«Anna», 2004.

En cualquier caso, no puede decirse que el dinero haya cambiado a Currin. A pesar de que ya era multimillonario, siguió viviendo en la pequeña nave sin calefacción que le servía de estudio hasta que se casó con su verdadera musa, la escultora Rachel Feinstein ―con la que tiene dos hijos―, y se mudó con ella a un ático en Park Avenue:

Siempre quise ser un artista famoso y de éxito, quería ser conocido y admirado; pero, de algún modo, no tenía en cuenta que eso implicaba ser rico. En realidad, nunca me preocupó demasiado el dinero hasta que tuve hijos. Ahora sí que quiero seguir siendo rico, porque me he dado cuenta de lo diferentes que pueden llegar a ser las cosas cuando tienes dinero. Tener un montón de dinero siempre supone una gran ayuda en la vida.

«Retrato de Rachel», 2006.
Currin tonteó con otras formas de expresión artística durante los primeros años de su carrera, como en esta impresión, titulada “El gilipollas” (1997), donde modificó un viejo anuncio de Playboy que llevaba por lema: “¿Qué tipo de hombre lee Playboy?”. Evidentemente, las expresiones de las dos jovencitas eran muy distintas en el original.
«La lectora», 2010.

Currin suele trabajar a buen ritmo, casi todos los años es capaz de presentar una colección de entre diez y quince cuadros, la mayor parte de ellos de un tamaño de alrededor de un metro cuadrado. Sin embargo, es proclive a sufrir periodos de desánimo en los que le resulta imposible pintar. No se trata de ninguna tendencia depresiva, sino de un carácter sensible que hace que le afecten mucho los disgustos, y no sólo los que vienen de las críticas. Así, por ejemplo, suele señalar el atentado de las Torres Gemelas como uno de los peores momentos de su vida:

Sentí auténtica impotencia ante los pinceles. Nuestra casa estaba tan cerca que notamos cómo desaparecía de golpe la sombra que las Torres Gemelas proyectaban sobre ella. No creo que nadie haya sido capaz de descifrarlo en mis cuadros, pero aquello cambió mi forma de vivir, mi ánimo y todo lo que me rodeaba. En mi vida hubo un antes y un después de ese día.

«La penitente», 2004.
«La cristiana», 2005.
«La almohada», 2006.
«Mademoiselle», 2009.

Fue tras una de esas crisis creativas y emocionales cuando Currin comenzó a pintar cuadros con escenas sexuales explícitas. Para animarle un poco, y pensando que podría hacerle gracia, un amigo suyo recortó una tira cómica de una revista y se la envió. La revista en cuestión no debía de ser precisamente Newsweek, porque en la otra cara del recorte había una foto pornográfica. El pintor se puso a dibujarla distraídamente y, al rato, se dio cuenta de que aquélla podía ser una vía para tratar de recuperar la inspiración. La mayoría de los lienzos de esta serie llevan títulos relacionados con Dinamarca, y no es debido a que el artista pasará unas vacaciones muy divertidas en ese país, sino a que toma sus modelos de películas danesas que ve por internet. Currin es uno de esos pintores a los que les incomoda tener a una modelo posando para él, y no digamos ya si encima está desnuda y acompañada. Salvo cuando ha aceptado realizar algún retrato por encargo, su mujer y él mismo son sus únicos modelos vivos.

«Los adolescentes», 2008.
«Rippowam», 2006.
«Altar», 2015.

Nació algún día de 1962 ―prefiere mantener en secreto la fecha concreta― en Boulder, Colorado, una ciudad de unos 300.000 habitantes que en los años 60 se convirtió en uno de los principales focos del movimiento Hippie, fundamentalmente porque alberga el campus principal de la Universidad estatal. Su padre, un profesor de Física, estuvo dando clases en sus aulas durante un par de años; pero la familia se mudó a Connecticut antes de que John tuviese uso de razón. Si Currin heredó algún tipo de inquietud artística, evidentemente no fue de su padre científico, sino de su madre, que era profesora de piano. En cualquier caso, según él mismo refiere, no es que en su casa existiese un gran interés por el arte más allá de la música. Su primer contacto directo con las artes plásticas no llegaría hasta que, cumplidos los 10 años, visitó el Metropolitan durante una excursión con su escuela primaria. Nada más entrar, allí le esperaba “La visión de San Juan”, del Greco (1609-1614):

“La visión de San Juan”, del Greco (1609-1614).

Era el primer cuadro al óleo que veía en mi vida. Recuerdo que pensé que era bonito que alguien hubiera pintado un cuadro que, cientos de años más tarde, no sólo impresionara a un niño con su técnica, su verosimilitud y su loco realismo, sino que actuase como un verdadero solo de guitarra eléctrica que hubiese viajado a través de los siglos para atrapar a un preadolescente como yo.

«Mujer cubierta», 2009.
«Constance Towers», 2009.
«Flora», 2010.

Pero El Greco no fue más que el comienzo de su visita. Tras él, pudo encontrarse con Dossi, con Altdorfer, con Bronzino, con Poussin y con toda una larga lista de pintores renacentistas y manieristas que quizá en Europa se vean algo ensombrecidos por compartir paredes con figuras de mucho más renombre, pero a los que en los Estados Unidos, por el mero principio de la utilidad marginal decreciente, se los valora como realmente merece su genialidad. Éste es el motivo por el que Currin suele mostrar una gran sensibilidad hacia los pintores generalmente considerados de segunda fila, y también por el que exhibe un conocimiento de la historia del arte que en varias mesas redondas ha dejado sin palabras a los más prestigiosos catedráticos:

Me apasionan artistas que no le gustan a nadie más. Tiendo a fijarme en cosas de las que puedo aprender. Por supuesto, me emociono contemplando las obras maestras supremas de Tiziano o Leonardo; pero ante ellos yo no soy más que una especie de mendigo de la pintura: realmente no tengo capacidad para aprehender nada de lo que me exhiben. No quiero risas, pero ante Van Eyck, por ejemplo, me siento como el típico perdedor detrás de un cordón policial que protege a Leonardo, no Da Vinci: Leonardo DiCaprio; ese tipo de gente que espera durante horas cerca de la alfombra roja de los Oscar para ver unos segundos a sus ídolos. Nunca vas a poder relacionarte con ellos ni nada por el estilo, no eres más que uno más de sus millones de fans; y desde el punto de vista de un pintor tímido, en cierto modo te hacen sentirte como una verdadera porquería.

«Dama torcida», 2003.
«Juego de té», 2006.
«El conservatorio», 2010.

Ante semejantes palabras, demasiado meditadas y profundas como para dudar de su sinceridad, uno se pregunta si alguien como Damien Hirst podría decir algo parecido sobre la obra de Miguel Ángel o la de Bernini; y uno concluye que no parece probable. La humildad no suele ser una de las características más destacables de las grandes figuras del arte actual; pero con toda la que exhibe Currin sube bastante la media. Y no podría ser de otra manera: su formación técnica fue sólida y eficaz, pero no acudió a grandes academias ni nada por el estilo, sino que se limitó a las clases extraescolares que le dio Lev Meshberg, un pintor ucraniano exiliado y fallecido en 2007 cuyas obras rara vez alcanzan las cuatro cifras en subastas menores. Posteriormente, en 1984 se licenció en el discreto Colegio de Bellas Artes de la Universidad de Carnegie Mellon, en Pittsburgh, donde sus altas calificaciones le valieron una beca para realizar un máster de Bellas Artes en Yale, quizá el único dato realmente impresionante de su currículum formativo. Allí coincidió y trabó amistad con Lisa Yuskavage, cuya obra, no obstante estar dotada de su propio estilo inconfundible, presenta las suficientes similitudes con la de Currin como para incluirlos en la misma tendencia artística ―todavía sin definir conceptualmente, aunque en el ámbito académico cada vez es más frecuente referirse a ella como “metarrealismo”―.

«Hippies», de Lisa Yuskavage (2013).
«Ménades», 2015.
«Desnudo en espejo convexo», 2015.

Aparte de su portentosa capacidad para el dibujo ―algunos de sus apuntes y bocetos incluso se subastan y forman parte de colecciones museísticas, algo inusual en artistas contemporáneos y extremadamente raro en pintores vivos; aunque él se muestra escéptico y sorprendido ante tanta admiración: “En el fondo no son más que un montón de tías desnudas y cosas por el estilo: desde luego, Gagosian sabe cómo vender las cosas”―, adquirida durante su juventud, cuando no tenía suficiente dinero como para comprar lienzos, la característica técnica más reseñable de su obra probablemente sea su facilidad para lograr composiciones equilibradas que, no obstante, sugieren tal tensión que el espectador se muestra incapaz de prever qué podría ocurrir un segundo más tarde ―aunque generalmente nada bueno―. Sobre sus cuadros, aparentemente amables y desenfadados, suele pender una especie de atisbo de tragedia, y probablemente eso sea lo que provoca una cierta sensación de desasosiego cuando se contemplan con la pausa suficiente.

«Pistacho», 2016.
«Zapato rojo con formas fálicas y vaginales», 2016.

Currin suele incluir símbolos bastante evidentes en sus lienzos, aunque podrían pasarle desapercibidos al espectador que no espera encontrarse con un lenguaje cercano al prerrafaelista en la obra de un pintor contemporáneo. En muchas ocasiones, el propio artista facilita una pista para su interpretación en el título de la obra, y se ha mostrado preocupado por la posibilidad de que, si alguna de sus creaciones despierta el interés de las futuras generaciones, ese título se haya perdido y su obra dé lugar a explicaciones esotéricas, tal y como hoy en día sucede con las pinturas del Bosco:

Toda buena obra de arte es susceptible de generar interpretaciones absurdas y fantasías conspirativas. Supongo que mi trabajo es una especie de placa de Petri ideal para generar toda esa porquería. Lo cierto es que esas cosas suelen empezar como bromas, pero con el paso del tiempo se convierten en algo más. Últimamente estoy tratando de encontrar aspectos diferentes en la pintura, como una vela a punto de apagarse, por ejemplo. Empecé a pensar: “¿Cómo posaría una vela moribunda para un ‘selfie’?”. Porque cuando te ves en la necesidad de tomar decisiones acerca de lo que estás pintando, ayuda mucho un poco de narrativa. No entiendo el simbolismo como símbolos sin más, sino como la poesía de un proceso disyuntivo. Me gusta Magritte, porque él encontró la manera de crear cuadros diferentes incluyendo ese tipo de poesía.

«Las ladronas de cerezos», 2010.
«Tapiz», 2013.
«Manos grandes», 2010.

Las figuras monstruosas de John Currin son demasiado parecidas a cualquiera de nosotros como para no sentir que perfectamente podríamos formar parte de sus cuadros. Esa monstruosidad no proviene de una deformación de la realidad, sino de una ligera exageración de la misma, más o menos en la misma medida en la que percibimos inconscientemente aumentados los rasgos más destacados de los que nos rodean. Puede que a primera vista resulte difícil tomarse su obra en serio; pero bastan unos instantes para comprender que le puede faltar cualquier cosa menos seriedad. De algún modo, Currin ha logrado extraer profundidad mediante el reflejo de la superficialidad más absoluta, y ése es su principal mérito. Al igual que El Greco le envió en su momento un mensaje que él no recibiría hasta 1972, es muy probable que algún día de 2272 algún preadolescente, en cualquier parte del mundo ―quizá incluso en otro cuerpo celeste―, visite uno de los lugares que entonces cumpla las funciones de un museo y, al encontrarse ante un óleo de Currin, comprenda algo así como: “De esta manera veía yo a la gente entre la que me tocó vivir, ¿cómo ves tú a la tuya?”.

«Pantalones calientes», 2010.


Recomendaciones: John Currin es todavía muy poco conocido por el público español, de modo que prácticamente no existe literatura en castellano sobre su carrera. Podemos encontrar referencias a su obra en el primer y en el segundo volumen de la colección Art Now! de la editorial Taschen, cuatro libros (de momento) imprescindibles para conocer los nombres más destacados del panorama artístico internacional.

Igualmente, si alguien desea formarse una idea de cómo funciona realmente el mercado del arte actual, la misma editorial publicó en 2008 «Coleccionar arte contemporáneo», de Adam Lindemann, donde el autor, un prestigioso coleccionista y mecenas, conversa sin tapujos con críticos, galeristas, asesores y demás profesionales del sector (por supuesto, el nombre de John Currin se repite con frecuencia en sus diálogos). Se trata de uno de los libros más completos e interesantes que se pueden leer sobre este tema, aunque debo advertir que está escrito justo antes de que estallara la Crisis, por lo que en algunos aspectos se ha quedado bastante desfasado.

En cuanto a las obras en inglés, la más recomendable es sin duda el catálogo que en 2006 editó Gagosian con motivo de la exposición retrospectiva itinerante que inició su andadura en el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago.



 

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