
Este artículo es la continuación de «Bette Davis: Historia de una mirada (I)».
Como es fácil de comprobar, y con gran frustración por su parte, Bette Davis nunca participó en “Lo que el viento se llevó” (Victor Fleming, 1939). El pacto de la Warner con la Metro comprendía la cesión de la pareja Davis-Flynn a cambio de una participación en los beneficios; pero Errol Flynn, probablemente el mayor juerguista que haya conocido la humanidad desde Tiberio, se las apañó para estar borracho cada vez que le citaban a firmar el contrato. Debido a estos desprecios, la Metro se acabó hartando de sumar costes y de posponer un proyecto que ya llevaba más de cinco años sin arrancar, así que decidió seguir sola su camino. Cuando Jack Warner comprendió que la cabezonería de uno de sus actores le había hecho perder su parte de un pastel que parecía muy suculento, decidió castigarle obligándole a compartir cartel con Bette Davis en “Las hermanas” (Anatole Litvak, 1938) y en “La vida privada de Elizabeth y Essex” (Michael Curtiz, 1939), lo cual era peor que encerrarle en la misma jaula que una leona herida: suponía encerrarle en la misma jaula que una leona a la que él mismo había herido. En la última de esas dos películas, donde Bette aparece prácticamente irreconocible, hay una escena bastante conocida en la que la reina Isabel abofetea a su amante ―con la mano llena de la orfebrería que le corresponde a una soberana de su talla, por supuesto―. Ni que decir tiene que Errol Flynn estuvo varios días de baja tras rodarla. Cuando se le tachaba de ser poco profesional, solía recordar que ese día no sólo consiguió encajar el tortazo sin prácticamente mostrar dolor, sino también mantenerse en pie sin besar la lona hasta que sonó la campana.
Antes de que ocurriera todo eso, la reconciliación entre Jack Warner y Bette Davis se había hecho patente con el papel de ésta en “La mujer marcada” (1937), un largometraje oficialmente dirigido por Lloyd Bacon, aunque parece estar claro que casi todo el trabajo corrió a cargo de Michael Curtiz. El título no es casual ―por una vez, la traducción española respetó el original―, y hace referencia a cómo la prensa afirmaba que había quedado la actriz para el sistema de los estudios tras su escándalo judicial. Tampoco la promoción dejaba dudas al respecto: el lema de la película, que podía leerse en todos los carteles, era: “Bette’s back!” ―“¡Bette ha vuelto!”―.
A “La mujer marcada” le siguieron algunos títulos menos conocidos, como “Kid Galahad” (Michael Curtiz, 1937), donde vuelve a coincidir con Bogart, además de con Edward G. Robinson; “Aquella mujer” (Edmund Goulding, 1937), con Henry Fonda; y “Es amor lo que busco” (Archie Mayo, 1937), de nuevo con Leslie Howard y también con Olivia de Havilland. El hecho de que la memoria colectiva flaquee a la hora de recordar todos estos largometrajes no significa que la carrera de Bette volviese a discurrir entre producciones mediocres, sino que en aquellos años se rodaron tantas buenas películas que otras muchas de gran calidad quedaron ensombrecidas. Tan sólo un año más tarde, Bette Davis volvió a dar la campanada con “Jezabel” (William Wyler, 1938): “La historia de una mujer que fue amada cuando habría debido ser azotada”, proclamaba el tráiler oficial. Se trataba de la adaptación al cine de la obra teatral homónima de Owen Davis, que había venido siendo representada en Broadway durante varios años con éxito cambiante y con Miriam Hopkins como protagonista, y la primera intención de la Warner al hacerse con los derechos era que también fuese ella la que se encargase del personaje en la gran pantalla. En un informe interno de la compañía, sin embargo, se incluyo algo así como: “La historia, que es una tontería, gira en torno a una joven con maneras aristocráticas que en el fondo no es más que una zorra, por lo que le viene a Bette Davis como anillo al dedo”. Obviando los motivos esgrimidos para aconsejar su inclusión en nómina, ella aceptó gustosamente el papel, no sólo porque le resultara interesante, sino porque significaba asestarle un buen golpe a Hopkins sin ningún esfuerzo por su parte.
Quizá sorprenda que un ogro obsesivo, que en su día la había rechazado de maneras groseras en un casting, pase de buenas a primeras a ser “Willie”; pero conviene precisar que, según ella misma refiere en su autobiografía, William Wyler fue el gran amor de su vida: “Entre otras cosas, porque jamás pude tenerlo”.
Al cabo de una semana, más o menos, subí a verle y le dije: “No sé si soy muy especial, señor Wyler, pero necesito saber si mi trabajo le parece a usted bien. Tengo que saberlo, y después de cada escena, si es posible”. Pues bien, al día siguiente se pasó el día entero exclamando: “¡Fantástico! ¡Maravilloso! ¡Excepcional!”. No pude soportarlo. Le dije: “Señor Wyler, vuelva a ser como antes, por favor”.
Nadie sabe cómo surgió el romance, pero lo cierto es que se prolongó durante todo el rodaje y que alcanzó una notoriedad universal, a pesar de que los implicados se esforzaban por ocultarlo. Esta circunstancia, no obstante, no motivó un trato de favor hacia la actriz: cualquier cariño quedaba en el olvido cuando comenzaba el trabajo. Bette Davis señaló en varias ocasiones que con Wyler había encontrado la horma de su zapato: si hasta entonces se había sentido el ser más tenaz y profesional del mundo, al lado de su nuevo amante tenía la impresión de estar comportándose como una aficionada tirando a vaga. Wyler descubrió defectos en su forma de interpretar en los que hasta entonces nadie se había fijado: “¡Cómo no dejes de mover la cabeza voy a hacer que te la aten con cadenas!”, le soltó en medio de una escena cuando descubrió en ella un tic nervioso que siempre le había pasado desapercibido a todo el mundo. Igualmente, le reprochó varias veces su tendencia a la sobreactuación y, al comprobar que Bette no le hacía caso, se quejó en firme a los estudios. Detectó también su manía por el orden y fue informado, con gran escándalo por su parte, de que aquella obsesión compulsiva había forzado a otros directores a rodar los guiones en un orden prácticamente lineal. Por supuesto, él no estaba dispuesto a cambiar su forma de crear sólo para mantener contenta a la que no dejaba de ser una de sus subordinadas, de modo que reservó un día para filmar varias secuencias breves, cada una de ellas de una parte del guión y mezcladas de manera aleatoria. Bette Davis tuvo que acabar siendo atendida por un ataque de pánico, y aquello no había hecho más que comenzar. Wyler no le permitía ni el más mínimo error o duda ante las cámaras, y la tensión constante hizo que afloraran de nuevo sus problemas físicos. Por si fuera poco, en medio del rodaje recibió la noticia de que su padre había muerto. La recompensa por todo aquel sufrimiento fue su segundo Oscar a la mejor actriz protagonista. No cabe duda de que, a base de martirizarla y de enfrentarla consigo misma, Wyler había conseguido pulir las pequeñas imperfecciones interpretativas de Bette, y ella siempre se mostró agradecida por ello: “A partir de entonces, mi nombre siempre aparecía antes que el título de la película, y eso se lo debo sólo a él”.
La primera película que protagonizó con las nuevas condiciones fue “El cielo y tú” (Anatole Litvak, 1940), donde tuvo que volver a ponerse un vestido de época para compartir pantalla con Charles Boyer en un agradable melodrama que tampoco es que haya pasado a la historia. La que sí que lo hizo, y con todos los honores, fue su siguiente interpretación. En “La carta” (1940), Bette Davis cuajó uno de los mejores papeles de su vida. Su reencuentro con Wyler hizo que volviera a surgir la química explosiva entre ambos, tanto dentro como fuera del trabajo. Basada nuevamente en una obra de W. Somerset Maugham, “La carta” es un extraordinario thriller de ambiente tropical al que, como había ocurrido en “Peligrosa”, se le impuso un ridículo final moralizante que si no lo destrozó por completo, fue exclusivamente gracias a la genialidad de Wyler a la hora de canalizarlo en una secuencia de las que dejan huella en cualquier espectador. El personaje interpretado por Bette Davis redunda en su imagen no exactamente de mujer fatal, sino más bien de mujer perversa con apariencia de ser todo lo contrario. Por supuesto, tampoco se trató de un rodaje fácil: por poner un ejemplo, en la primera escena se la ve vaciando contra un hombre los seis tiros de un revólver. Wyler se la hizo repetir treinta y cinco veces ―es decir, doscientos diez disparos de fogueo seguidos con la misma pistola y la misma mano, que, ni que decir tiene, acabó en carne viva― para después seleccionar la primera toma. Cosas de genios.
Su capacidad de denuedo volvió a tener su recompensa en su tercera nominación consecutiva al Oscar a la mejor actriz protagonista. Sorprendentemente, el premio acabó recayendo en Ginger Rogers por “Espejismo de amor” (Sam Wood, 1940), en la que fue una de las ediciones más competidas de la historia: el quinteto de candidatas lo completaban Joan Fontaine por “Rebeca” (Alfred Hitchcock, 1940), Katharine Hepburn por “Historias de Filadelfia” (George Cukor, 1940) y Martha Scott por “Sinfonía de vida” (Sam Wood, 1940). El mérito de Bette Davis quizá sea mayor que el de sus compañeras si tenemos en cuenta que estuvo embarazada durante la mayor parte del rodaje, aunque en esta ocasión no sabía quién era el padre: podía ser el propio Wyler, Farnsworth, un joven actor secundario de la película llamado Bruce Lester, el director de publicidad de la Warner, un señor que pasaba por allí, partenogénesis… El hecho es que ella siempre había querido ser madre, pero no en esas condiciones, y mucho menos durante un rodaje que se habría ido al traste en cuanto se le hubiese empezado a notar la barriga. La situación no debió de ser nada fácil para la estrella:
Tony Gaudio, el cámara, se pasaba el día lanzándome miradas irónicas. No cabe duda de que era muy bueno en su trabajo, porque veía cosas que no veía nadie más. Por supuesto, yo no podía tener al niño, y aquello me tenía muy angustiada. Iba a ser mi tercer aborto, acababa de cumplir 32 años y sabía que si deseaba volver a casarme y ser madre, mis órganos estarían tan destrozados que no podría llevarlo a buen fin. Sabía lo que tenía que hacer, aunque lloré hasta quedarme sin lágrimas. Fui al médico un sábado y al lunes siguiente me presenté en el rodaje como si nada. Resultó que tenía que ponerme un vestido de noche blanco muy ajustado para una determinada escena. En cuanto me vio, el cabrón de Tony me soltó “¡Increíble, Betty: como mínimo has adelgazado dos kilos en un solo fin de semana!”.
Superado el trance, Bette Davis continuó con su exitosa carrera en “La gran mentira” (Edmund Goulding, 1941), donde coincidiría por primera vez con Mary Astor como compañera de reparto. Algún extraño suceso astronómico debió de ocurrir por aquel entonces, porque no sólo no se tiraron los trastos a la cabeza, sino que se hicieron grandes amigas. Es posible imaginar que el motivo fue que Astor en ningún momento pretendió suponer una competencia para Bette, sino todo lo contrario: se dejó aconsejar por ella hasta tal punto que, en la ceremonia de entrega de los Oscar, y tras recibir el premio a la mejor actriz secundaria, le dedicó en exclusiva su breve discurso de agradecimiento. Astor, un par de años mayor que Bette, había llevado una carrera con muchos altibajos. Coronada como estrella durante la última etapa del cine mudo, el tránsito al sonoro resultó muy difícil para ella: los estudios consideraron que su voz sonaba demasiado grave como para ser la de una chica guapa. Sin embargo, y al contrario que la mayor parte de los actores de la época, sobrevivió a la extinción, si bien se obsesionó tanto por corregir la sobreactuación imprescindible en el cine mucho que sus actuaciones comenzaron a resultar algo hieráticas. Por si fuera poco, a principios de 1937 estalló a su alrededor el escándalo del “Diario Púrpura”, un supuesto diario sexual escrito por la actriz que, de haber acabado revelándose, habría podido poner en riesgo la vida familiar de medio Hollywood. Fue su marido, el doctor Franklyn Thorpe, quien anunció que poseía el manuscrito y que pretendía usarlo como prueba en el proceso de divorcio que mantenía con su creadora. Finalmente, la pareja llegó a un acuerdo y tan sólo vieron la luz unos cuantos fragmentos no demasiado comprometedores. “La gran mentira”, título que una vez más se aprovechó del revuelo creado, supuso un punto de inflexión para ella, en un momento en el que la desesperación la había llevado hasta a solicitar un puesto de vendedora en unos grandes almacenes neoyorquinos. El insomnio y el abuso del alcohol, mantenidos ambos con constancia durante varios años, le habían arrebatado gran parte de su atractivo físico, pero en ese largometraje resurgió como una actriz madura y solvente. Hasta el final de sus días, siempre declaró que había sido Bette Davis la que le había enseñado a encontrar el punto justo de actuación y a reverdecer su filmografía con títulos de gran éxito como “El halcón máltés” (John Huston, 1941), “Cita en San Luis” (Vicente Minnelli, 1944) o “Mujercitas” (Mervyn LeRoy, 1949).
El 31 de diciembre de 1940, Bette Davis se casó finalmente con Farnsworth en un rancho perdido en mitad del desierto de Arizona ―fue la única manera de evitar una avalancha de curiosos―. Sin apenas tiempo de celebrarlo, se incorporó al rodaje de “Una novia contra reembolso” (William Keighley, 1941), una comedia romántica algo bobalicona, aunque no completamente exenta de ingenio, en la que dio la réplica a James Cagney. Nada más comenzar el trabajo, Bette fue elegida presidenta de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, siendo la primera mujer en ocupar el cargo. Fue también su dirigente más efímera, ya que dimitió a los dos días de su nombramiento, tras constatar la violenta oposición que había generado la lista de cambios radicales anunciados durante su discurso de aceptación. Casi todos ellos fueron adoptados con posterioridad, por lo que muchos estudiosos piensan que lo que generó tan tremendo rechazo no fueron las medidas en sí, sino el tono mandón con el que las expuso. Quizá en aquel momento ya estaba algo metida en su siguiente papel, que se convertiría en uno de los más recordados y que le otorgaría el apodo por el que a partir de entonces se la conocería en todo el mundo hispanohablante.
También es llamativo que sus mayores éxitos se diesen en producciones extrañas a la Warner. “La loba” fue una producción de Samuel Goldwyn con apoyo de la RKO. Bette Davis fue cedida por Jack Warner sin poner ningún problema, se supone que porque había adquirido una cuantiosa deuda de póker con Goldwyn. En este caso, Bette no sólo sumó otro gran éxito de taquilla a su currículum, sino que además lo engrosó con su cuarta nominación consecutiva al Oscar. Cada vez había menos que se le pudiera negar, y su poder sobre la compañía iba creciendo tanto que en Hollywood se la empezó a conocer como “la cuarta hermana Warner”. Lo sorprendente es que comenzó a ejercer su libertad casi absoluta eligiendo un papel secundario en la comedia “El hombre que vino a cenar” (William Keighley, 1942). No parecía un personaje a su altura, ni tampoco acorde con la línea de lo que el público esperaba de ella; pero insistió en interpretarlo, mostrándose además muy ilusionada por hacerlo. Parece ser que el verdadero motivo de su interés no era otro que el de compartir escenas con John Barrymore, a quien idolatraba. Barrymore llevaba años interpretando el papel protagonista en la versión teatral de la obra, y se daba por hecho que también lo haría en la cinematográfica. Sin embargo, y a pesar de que tan sólo acababa de cumplir 60 años, su salud ya era muy precaria y su alcoholismo prácticamente le incapacitaba para la actuación, de modo que acabó cayéndose del cartel ―de hecho, moriría a las pocas semanas de realizar las primeras pruebas―. Bette se sintió muy defraudada al saber que él mismo había renunciado a protagonizar la película, pero no abandonó por ello el proyecto, en el que acabó cuajando uno de los mejores papeles cómicos de su carrera.
Desacostumbrada a sufrir ese tipo de varapalos, estalló en furia contra Warner, a quien culpaba de haberla forzado a actuar sin estar en condiciones para ello. La gota que colmó el vaso llegó cuando comprobó que la compañía no sólo le había descontado de su salario los días que había pasado cuidando a Farnsworth, sino que además la había penalizado por considerar que no se había implicado lo suficiente en la promoción del largometraje. En esta ocasión, Bette amenazó de nuevo con romper su contrato, pero antes mandó realizar un estudio financiero que demostraba que el estudio había ganado más de 21 millones de dólares gracias a ella. Ése sí que era un idioma que Warner podía entender perfectamente, de modo que no tardó en mejorarle el contrato, aumentando su remuneración a 5.500 dólares semanales y reduciendo a dos el número de películas anuales en las que debería participar.
Desde el principio, Bette evidenció que se había tomado “La extraña pasajera” como una revancha contra la prensa, y se esforzó por matizar en su justa medida todas las manifestaciones de un personaje tremendamente complejo. También se implicó en la dirección del film, convirtiéndose en una especie de sombra de Rapper, al que de nada le servía repetir una y otra vez que el director era él, porque casi siempre acababa cediendo al criterio de su actriz protagonista. El resultado de esta especie de colaboración irregular fue otra película tan extraordinaria como rentable, la quinta candidatura consecutiva al Oscar a la mejor actriz protagonista y la vuelta de la crítica al redil de la adulación.
Acto seguido, participó en dos producciones propagandísticas de muy distinta naturaleza. “Vigilancia en el Rin” (Herman Shumlin, 1943), con guión de Dashiell Hammett y Lillian Hellman, narra la historia épica de un matrimonio estadounidense de origen alemán que retorna a Europa para luchar contra el nazismo, mientras que “Adorables estrellas” (David Butler, 1943) es una comedia musical dirigida a obtener fondos para el Hollywood Canteen e iniciativas similares y plagada de cameos de actores famosos interpretándose o, más bien, parodiándose a sí mismos. La actuación de Bette Davis fue la más destacada de todas, entre otras cosas porque, además de exagerar conscientemente sus movimientos de cabeza, sus caídas de ojos y todas las notas de sobreactuación que en ocasiones se le achacaban, participó en un par de números de baile y cantó “They’re Either Too Young or Too Old”, compuesta por Heinz Roemheld, con tan buen resultado que fue nominada a la mejor canción en la correspondiente edición de los premios Oscar.
Su siguiente película, “Vieja amistad” (Vincent Sherman, 1943), otro título demasiado irónico como para ser casual, tuvo también mucho de bélica; pero no por su temática o sus fines ―se trataba drama comercial normal y corriente―, sino porque supuso su reencuentro con Miriam Hopkins. Las cosas habían cambiado mucho desde los primeros tiempos de su enemistad, ahora incluso más acusada. Mientras que Bette se había coronado como la número uno indiscutible, Hopkins llevaba una mala racha tan desmoralizante que comenzaba a plantearse dejar el cine para dedicarse exclusivamente al teatro ―de hecho, tras esta interpretación, no volvería a las pantallas hasta que en 1949 aceptaría un papel secundario en “La heredera”, de William Wyler―. Por si fuera poco, Hopkins tan sólo era seis años mayor que Bette, pero se trataba de los seis años que marcaban la frontera entre la última juventud y la madurez. De algún modo, era consciente de que su única posibilidad de derrotar en pantalla a la Reina de Hollywood pasaba por adoptar una estrategia ofensiva hasta lo suicida. Desde el primer momento, comenzó a plantear al estudio todo tipo de caprichos de estrella que en algunos casos rozaban el absurdo ―como exigir por contrato que ambas figuraran en el mismo número de primeros planos, cobrar exactamente el doble que Davis o disponer de un camerino al menos una pulgada cuadrada más amplio―. Casi todas sus peticiones fueron rechazadas o severamente moderadas por Warner, por lo que Hopkins pasó a llevar a cabo una verdadera guerra de guerrillas en escena, interponiéndose entre Bette y la cámara cada vez que podía, alargando las boquillas de sus cigarrillos para alejarla del centro del plano o incluso echándole el humo a los ojos con el más palmario descaro. De algún modo, Bette comprendió que su enemiga pretendía hacerle perder los nervios y, de modo inexplicable, consiguió mantenerse más o menos tranquila durante todo el rodaje. Pero eso no quiere decir que no tomase también sus propias posiciones, si bien de una manera mucho más sibilina y efectiva: uno a uno, se las apañó para ir copando el cuerpo técnico con sus amigos, de modo que su rival quedó prácticamente aislada hasta a la hora de maquillarse.
El caso es que toda esa sucesión de tiras y aflojas acabaron provocándole un infarto a Edmund Gouling, que en un principio era el director elegido para hacerse cargo del proyecto ―al parecer, se recuperó milagrosamente en cuanto le confirmaron que quedaba liberado de la encomienda―. Absolutamente todos los realizadores a los que se les ofreció sustituirle encontraron una buena excusa para rechazar el encargo sin quedar demasiado mal, de modo que finalmente hubo que recurrir a Sherman, un director de serie B que más o menos supo llevar el barco a buen puerto. En el resultado, no obstante, la tensión entre ambas actrices resulta tan palpable que, más que a un duelo interpretativo, algunas escenas recuerdan a dos tigres encontrándose en el mismo claro de la jungla. En cualquier caso, el argumento gira en torno a la rivalidad desatada entre dos amigas íntimas, de modo que la jugada no pudo salir mejor.
Fueron mis momentos más desdichados, pero prefería ponerme a pegar coces que pasarme el día lloriqueando. Era agresiva y enérgica en todo lo que hacía, pero curiosamente también inútil. Tenía que gobernar hasta los asuntos más nimios, aunque no pretendiera nada con ello. Era odiada, envidiada y temida; pero yo me sentía mucho más vulnerable que nunca.
Las cosas llegaron a tales extremos que Claude Rains, su compañero de reparto, a quien le unía una buena amistad desde su coincidencia en “La extraña pasajera”, acabó por dejar de hablarle. El grifo de la paciencia de Sherman se agotó cuando Bette se negó a repetir una escena desastrosa que él consideraba fundamental para la película. Ante su terquedad, el director acudió a ver a Jack Warner y le rogó que la llamara al orden; pero también resultó inútil: la Reina de Hollywood no deseaba volver a hacerla y Warner ya había tenido demasiados problemas con ella como para reabrir la guerra por culpa de unos cuantos planos desafortunados. Desesperado y sin hallar más solución que ésa, Sherman pidió permiso a su mujer para acostarse con la estrella cada tres o cuatro días, que era más o menos lo que a Bette le duraban los efectos de un coito. La señora se lo tomó como una muestra de profesionalidad más que como una traición, y de este modo se consiguió repetir la escena y terminar la grabación con dos meses de retraso enteramente imputables a la actitud de su protagonista femenina. En un principio, la crítica se mostró dividida ante su actuación ―bastante complicada, porque debía interpretar a una mujer desde la adolescencia hasta la vejez―, aunque los datos de recaudación y la séptima nominación de Bette Davis al Oscar hicieron difícil atacar su trabajo.
Después vendría “Hollywood Canteen” (Delmer Daves, 1944), una especie de secuela de “Adorables estrellas” en la que volvió a interpretarse a sí misma. Si esta película ha pasado a la historia por algo, es porque supuso el primer encuentro de Bette Davis y Joan Crawford en el mismo reparto. Lo más probable es que apenas coincidieran en el estudio; pero algunos autores consideran que fue el origen de su rivalidad. Todos los actores intervinientes habían decidido donar sus emolumentos para acciones a favor de los soldados heridos, de modo que la lucha de egos se centraba en el orden en el que sus nombres aparecerían en los títulos de crédito. Según cuenta la leyenda, Crawford sólo aceptó participar tras lograr que le prometieran que se colocarían en orden alfabético y que en el alfabeto inglés la ce seguía estando antes que la de. Sin duda, debió de ser un gesto que no le gustó nada a Bette, como tampoco debió de hacerle demasiada gracia a Barbara Stanwyck, que también figuraba en la lista y a la que Crawford también debía de tener entre sus preciosas y expresivas cejas. Sin embargo, el problema era algo más profundo. Desde los tiempos del cine mudo, Crawford había sido para la Metro algo parecido a lo que Bette era para la Warner ―ver «Garras humanas» («The Unknown»), de Tod Browning (1927)»―. No obstante, una serie de fracasos comerciales habían llevado a su estudio a catalogarla con el pesado título de “veneno para la taquilla” y la actriz había terminado rompiendo su compromiso de una manera bastante ruidosa. Al verla libre, el resto de las compañías se apresuraron a intentar echarle las redes, y la Warner parecía la mejor colocada para hacerse con sus servicios. No cabe duda de que un fichaje de semejante relumbrón sí que representaba un serio peligro para la posición de Bette, y más teniendo en cuenta que eran lo suficientemente parecidas en muchos aspectos como para competir por los mismos papeles, por lo que desde el principio debió de tratar de hacerle algo incómodo el desembarco. Además, el hecho de que la Warner cumpliese su promesa en los títulos de crédito, pero no en el tráiler, hizo que Crawford se pusiera como una hidra viuda cuando se vio relegada al cuarto lugar, no sólo superada por Davis y Stanwyck, sino también por Ida Lupino. En ningún momento le cupo ninguna duda de que había sido Bette la que había presionado para lograr que se la humillara de semejante manera, de modo que se sentó a esperar pacientemente una oportunidad para tomarse la revancha.
En su siguiente película comercial, “El trigo está verde” (Irving Rapper, 1945), Bette Davis debió de sufrir una especie de punto de inflexión moral, pues se trataba de la primera vez que interpretaba a una mujer madura sin necesidad de esforzarse con el maquillaje. Privada del “Sherman’s treatment” ―que ni Rapper estaba dispuesto a reproducir ni ella interesada en que lo hiciera―, el mal humor de la estrella, que llegaba a inmiscuirse hasta en la labor de los técnicos de sonido, volvió a comprometer el éxito de la producción. No cabe duda de que Bette era consciente de que su carrera se encaminaba a iniciar su declive, si éste no había comenzado ya, y su frustración debió de manifestarse en grandes estallidos de furia en busca de una cierta reafirmación de su autoridad en el estudio. Se cuenta que, después de que Rapper le reprochara su actitud ofensiva hacia un cámara, Bette le respondió algo así como: “Oye, tú, segundón sin talento, deberías arrodillarte y dar gracias al Cielo por dirigir una película de Bette Davis”, a lo que él contestó: “No es necesario, Betty: por lo que se ve, aquí eres tú la única que lo dirige todo”. Curiosamente, el largometraje fue alabado por la crítica y rompió records de taquilla; sin embargo, esta vez no hubo nominación para una reina que comenzaba a ver peligrar su corona.
Este artículo continúa en: “Bette Davis: historia de una mirada (III)”.
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