(Este artículo es la continuación de: «Bette Davis: historia de una mirada (III)«.)
El regreso de Bette a los Estados Unidos, tras su breve aventura británica, no resultó nada halagüeño. Si antes de su marcha apenas recibía ofertas de escaso interés, ahora simplemente no le llegaba ninguna. Por lo que se refiere a su esfera privada, aunque Gary Merrill ―su cuarto marido― había conseguido convertirse en una cara conocida gracias a su intervención en diversas series televisivas, las cosas tampoco le iban demasiado bien, así que optó por ponerse a beber como un cosaco. Durante los primeros años de su matrimonio, Bette Davis había compartido con gusto sus borracheras; pero había sabido ponerles freno en cuanto dejaron de divertirla. Ya no era que no le encontrara ninguna gracia al asunto, sino que le ponía enferma convivir con un alcohólico torpe que además tenía cierta tendencia a ponerse violento. La situación entre ellos se fue haciendo cada vez más insostenible, hasta que una buena noche, cuando fue a comprobar en qué estado había llegado Merrill a casa, le sorprendió en un “esto no es lo que parece” con su hija B.D., que por aquel entonces tenía 13 años. Bette agarró a la adolescente y se la llevó a urgencias en ese mismo momento, pero el examen médico no reveló la más mínima señal de abuso. En cualquier caso, la actriz se fio más de sus ojos que del criterio facultativo y solicitó el divorcio a la mañana siguiente.
La casualidad quiso que pocos días más tarde se les ofreciera a ambos un trabajo en Broadway, consistente en una serie de lecturas dramatizadas de una antología de Carl Sandburg. En un primer momento, y aparentemente, la función sirvió para reconciliarlos; pero cuando Bette fue llamada a ratificar la demanda de divorcio le faltó tiempo para correr a estampar su firma. Merrill se sintió muy ofendido, y no sólo renunció a seguir representando la obra, sino que entabló una batalla legal bastante dura. Por si fuera poco, la madre de Bette había vuelto a hacer gala de una prodigalidad que la actriz ya no podía sostener y su hermana Bobby había recaído en su esquizofrenia paranoide, de modo que había tenido que ser internada de nuevo. Acechada por las deudas, Bette se vio obligada a aceptar un papel secundario que en cualquier otro momento habría rechazado con sumo desdén. Se trataba del de Apple Annie ―Annie Manzanas, en su doblaje en castellano― en “Un gángster para un milagro” (Frank Capra, 1961). Hoy en día es considerada uno de los títulos más destacados de la carrera de Bette Davis, pero en aquel momento nada hacía aventurar tal cosa. A sus 64 años y tras más de una década de decepciones, lejos ya de los tiempos en los que sus pasos eran prácticamente los pasos de la historia del cine, Frank Capra se disponía a poner punto y final a su carrera ―sin sospechar que aún le quedaban treinta años más de vida―. Si Bette Davis ya era considerada una vieja gloria, a Capra se le veía como un fósil del pleistoceno. Además, el papel protagonista venía asignado a Glenn Ford, que también llevaba una buena temporada dando tumbos.
La reunión de las tres estrellas en declive, sin embargo, levantó cierta expectación en la prensa y todos ellos tuvieron que volver a conceder entrevistas. En una de ellas, Ford metió la pata sin darse cuenta de que estaba hablando de la que un día había sido la reina indiscutible de Hollywood. Probablemente sin mala intención, afirmó que siempre le estaría agradecido a Bette Davis por haberle recomendado para participar en “Una vida robada”, y que ahora se sentía orgulloso de haber podido devolverle el favor rescatándola de su ostracismo. Bette leyó las declaraciones en su camerino y, a decir por los testimonios del equipo, los gritos se oyeron en todo el estudio: “¡¿Pero quién coño se ha creído que es este hijo de puta para decir que me ha ayudado a volver?! ¡Semejante donnadie no sería capaz de ayudarme ni a salir de una cloaca!”. Como es fácil de imaginar, Glenn Ford no se tomó nada bien aquella reacción, y no sólo le retiró la palabra, sino que comenzó a conspirar para que expulsaran a Bette de su camerino de protagonista para otorgárselo a Hope Lange, que por aquel entonces era su novia. A pesar de que la actitud de su veterana actriz no tardó en desencadenarle una ristra de terribles migrañas, Capra se negó en redondo a permitir el cambio y, más tarde, se mostró plenamente comprensivo con Bette Davis:
Todo fue desastroso. Perdió el control desde el principio. Ahora me doy cuenta de que debí comprender mejor a Bette. Era muy sensible y necesitaba consuelo y seguridad después de haber estado tanto tiempo alejada de Hollywood. Estaba muy insegura. Se había ido convirtiendo en un monstruo intratable con el único fin de protegerse del mundo del cine.
Desastroso o no, la publicidad no mentía cuando afirmaba que la actriz había cuajado una de las mejores actuaciones de su carrera. Fue tan buena que cualquiera que la recuerde la considera la protagonista de la cinta, a pesar de que su presencia en pantalla no alcanza ni a un tercio del metraje. En cualquier caso, y aunque hoy en día sea contemplado como un clásico más, “Un gángster para un milagro” constituyó un absoluto fracaso en taquilla y fue vapuleada con mucha dureza por la crítica, que casi unánimemente calificó el papel de Bette como de grotesco o irritante. Quizá hoy en día no nos percatemos de ello, pero la reacción del público y de la prensa puede ser comprensible si tenemos en cuenta que se trataba de una comedia más propia de los años 30 que de los 60 ―de hecho, no era sino un remake de “Dama por un día”, dirigida por el propio Capra en 1933―. Sea como fuere, Bette siempre guardó muy mal recuerdo de aquel rodaje, no sólo porque lo tuviera que pasar prácticamente aislada ni por las críticas recibidas, sino también porque coincidió con la lenta agonía de su madre, que moriría escasos días después de su conclusión. Según declaró más tarde, fue la única de sus películas que nunca quiso ver.
Bastante asqueada del cine, y con su doloroso divorcio y su duelo aún vivos ―a pesar de que su relación se había vuelto bastante tensa, Bette siempre se referiría a la muerte de su madre como un momento lleno de amargura y remordimientos torturadores―, la actriz se refugió en Broadway para interpretar a Maxine ―“esa admirable puerca llena de temperamento”, según sus propias palabras― en “La noche de la iguana” (Tennesse Williams, 1961). Comprobó que su reino, aunque agonizante, continuaba atesorando cierta jurisdicción sobre las tablas y, aunque se peleó hasta con el mismísimo Williams, supo encontrarle la clave a un personaje para el que ya no tenía el físico adecuado, poniéndoselo en bandeja a Ava Gardner para que lo bordara en la versión fílmica (John Huston, 1964). Y todo ello lo logró a pesar de que, antes del estreno en Nueva York, se organizó una gira de tanteo por otras ciudades que levantó las risas del público, tanto por los errores de los actores como por la caracterización de Bette, que había insistido en vestir y maquillar a su personaje de una manera extremadamente provocativa, a pesar de que aparentaba bastantes más años de los 54 que ya tenía. Esos primeros fracasos hicieron que Williams y el director de escena, Frank Corsaro, se sentaran en el patio de butacas de un teatro vacío para debatir la eliminación de algunas escenas y la reescritura de otras. Bette se temía que su personaje iba a ser el más cercenado, o incluso que podría ser sustituida por otra actriz; y tanto le pudo la angustia que se vistió de empleada de mantenimiento y apareció en el escenario fregando el entarimado mientras dramaturgo y director discutían:
Al principio me extrañó que limpiaran a esas horas, pero no le di importancia. Después, pero varios minutos después, empecé a fijarme en ella. Allí estaba, disfrazada de fregona, restregando el suelo con un cubo y una bayeta. Nos miramos los dos incrédulos y nos preguntamos qué demonios pasaba. Le dije a Tennesse que esperase un momento y me fui a hablar con ella. Subí al escenario y tuve que esperar a que acabara de fregarlo, porque ella seguía a lo suyo, como si no la hubiésemos descubierto. Luego me la llevé a un rincón, y entonces se convirtió en la niña más desamparada que uno pueda imaginarse. Estalló en llanto y exclamó varias veces: “¡Nadie me quiere! ¡Nadie me quiere!”. Se estaba autoflagelando como una loca, y no parecía haber manera de parar aquello. En aquel momento vi que tenía delante de mí a una verdadera criatura de unos ocho años. Recuerdo que pensé: “¿Así que es éste el secreto que hay que desvelar para manejar a Bette Davis, que bajo ese terrible caparazón defensivo se esconde una niña patética?”.
Tras ajustar algunos pasajes para terminar de conformar una verdadera obra maestra de la literatura contemporánea, y después de adecentar un poco la caracterización de Bette, la función acabó siendo considerada la mejor de la temporada por el Círculo de la Crítica y Margaret Leighton ganó el Tony a la mejor actriz. Bette ni siquiera fue nominada, pero eso no le afectó especialmente. Lejos de desanimarse, pensó que aquel impulso podía venirle bien para tratar de reconquistar Hollywood, así que hizo correr la voz de que volvía al cine incluso antes de que abandonara las representaciones. Su guante cayó en el sitio oportuno y fue rápidamente recogido, aunque nunca ha quedado muy claro si quien se hizo cargo del desafío fue Robert Aldrich o la mismísima Joan Crawford.
No es que estuviera arruinado, ni mucho menos, pero la situación financiera de Aldrich comenzaba a boquear peligrosamente. Aunque en sus días había logrado éxitos relativos con westerns como “Apache” o “Veracruz”, ambos de 1954, y una primera colaboración con Joan Crawford en “Hojas de otoño” (1956), se había ido quedando atascado como un realizador de segunda fila y cada vez le costaba más encontrar trabajo. El fracaso de su última película hasta la fecha, “Sodoma y Gomorra” (1962) ―un casi bochornoso péplum bíblico de producción italiana para el que se había rescatado a Stewart Granger como protagonista―, había hecho sonar todas las alarmas. Aldrich era consciente de que necesitaba dar una buena campanada si quería seguir dedicándose al cine y había puesto todas sus esperanzas en un guión basado en una novela de Henry Farrell, un escritor prácticamente desconocido por entonces. Sabía que él mismo tendría que hacerse cargo de la producción, porque ningún estudio importante iba a financiar nada que tan sólo presentara su nombre como aval. De este modo, como si fuese un viajante de comercio, fue llamando puerta por puerta a diferentes posibles capitalistas hasta que consiguió apalabrar multitud de pequeñas cuotas, la gran mayoría con desembolso aplazado, que en total no alcanzaban ni para cubrir un presupuesto de un millón de dólares. Casi todos los adelantos que había recibido los empleó en atar a Joan Crawford, con quien siempre se había llevado muy bien y a quien hizo implicarse en la planificación del largometraje, tanto como muestra de confianza como para aprovechar su experiencia inestimable. Parece ser que ambos estuvieron de acuerdo desde el principio en que Bette Davis era la actriz ideal para interpretar el otro papel protagonista, pero no en la manera de planteárselo. Aldrich creía que debían ocultarle hasta el último momento quién iba a ser su antagonista en la cinta; pero Joan, que en el fondo la conocía muy bien, estaba segura de que Bette reaccionaría como una fiera hambrienta ante la oportunidad de machacarla en pantalla. La indecisión se fue prolongando hasta que la Crawford, que no era precisamente una mujer a la que le frenara un simple desacuerdo con su jefe, acudió por su cuenta y riesgo a ver la última representación de “La noche de la iguana” y, al acabar la función, se plantó en el camerino de su rival con su mejor sonrisa y con una copia de la presentación del proyecto.
“¿Qué coño quieres, Joan? Procura abreviar: en cinco minutos exactos salgo hacia el campo”, le informó Davis sin dejar de mirar ni un segundo el espejo en el que controlaba su proceso de desmaquillaje. Por supuesto, Crawford se esperaba una bienvenida por el estilo y no se amilanó lo más mínimo. A pesar de las diferencias que hubiesen podido tener en un pasado, admiraba profundamente a Bette ―según algunos biógrafos de ambas actrices, no sólo en el plano profesional; aunque Bette lo desmintió con bastante furia durante una entrevista: “¡¿Cómo diablos voy a saber si era lesbiana o no?! ¡¿Se cree que le permití acercarse tanto a mí como para comprobarlo?!”― y ya era la segunda vez que le proponía compartir un proyecto. Parece que por aquel entonces Joan no tenía ningún problema con ella, e incluso podía considerarla una especie de vieja conocida o algo parecido a una amiga del colegio; pero Bette sí que aparentaba guardarle un profundo rencor por algún motivo inespecífico. En una entrevista concedida al Daily Mail poco antes de morir, Bette Davis declaró que toda su enemistad con Joan Crawford había venido provocada por Franchot Tone, que había roto un intenso romance con ella para casarse por sorpresa con Crawford. Dejando a un lado el crédito que en general merezca ese periódico ―según el día, no hay manera de saber si se trata del más serio de los tabloides sensacionalistas o del más sensacionalista de los diarios serios―, la contestación de Bette pudo responder más bien al hartazgo por estar recibiendo una y otra vez la misma pregunta hasta el final de sus días. Lo cierto y constatable es que, salvo en esa ocasión, ninguna de las dos reconoció nunca públicamente los motivos de esa supuesta enemistad visceral, limitándose a exhibir un fuego cruzado de puyas más o menos ingeniosas.
Una vez sola y de camino al campo, Bette Davis se fue quedando petrificada a medida que iba leyendo el avance del guión: la historia parecía una dramatización de la relación que mantenía con su propia hermana Bobby. La caricatura le resultó tan evidente que surgió en ella el temor de que se tratase de otra burla parecida a la que consideraba haber sufrido con “La estrella”. Entre unas cosas y otras, su desconfianza hacia todo lo que tuviese que ver con el mundo del cine había llegado a tal extremo que, a pesar de darse cuenta de que aquello podría acabar siendo un negocio que la sacara de sus apuros económicos, decidió olvidarse del asunto, no sin antes plantearse comprar los derechos para producir ella misma la película y darle a Olivia de Havilland el papel de Joan Crawford ―que, por paralelismo con su propio drama familiar, había dado por hecho que era el que en realidad le estaban ofreciendo a ella―. Sin embargo, no se trataba más que de delirios de grandeza: en aquellos momentos, Bette se encontraba a un paso de la ruina más absoluta y ni en sueños habría podido permitirse tal desembolso.
Al igual que todo Hollywood, Aldrich era consciente del estado financiero de la actriz que deseaba en su proyecto, de modo que cuando Joan Crawford le comunicó que tenía serias dudas de que Bette fuese a aceptar, y tras abroncarla por su falta de prudencia, tomó la determinación de hacer crujir el dinero. Emitió un cheque de 25.000 dólares ―eran todos sus ahorros personales― y se lo hizo llegar a Bette a través de Walter Blake, su subalterno de confianza y su socio en la producción. Blake se personó en el Hotel Plaza de Nueva York, donde la estrella entonces residía a crédito. En aquel momento, su deuda con el hotel superaba los 30.000 dólares y la dirección empezaba a hartarse y a dejar de tratarla con el respecto debido a una huésped. Aldrich estaba convenientemente informado al respecto, por lo que supuso que Bette estaría deseando endosar ese cheque para evitar un escándalo. Parece que en un principio la actriz se mostró incluso desdeñosa, pero empezó a ganar confianza cuando se enteró de que el papel que se le estaba ofreciendo no era el de la hermana tullida, sino el de la loca: es decir, no tendría que interpretar a Bette Davis, sino a Bobby Davis, lo cual despejaba cualquier sospecha de celada. Se puso a ojear el guión completo allí mismo y quedó tan entusiasmada que aceptó firmar el contrato en el acto: un anticipo de otros 50.000 dólares, además del cheque que recibía en el acto, y un 10% de las eventuales ganancias. Ni siquiera preguntó cuánto iba a cobrar Joan Crawford ―que había negociado con mucha más calma y astucia, como quedaría claro una vez distribuidos los réditos―, entre otras cosas porque había decidido fingir que no sabía quién iba a ser su compañera de cartel.
Al día siguiente Bette y Blake viajaban juntos a Hollywood para reunirse con Aldrich. Al entrar en su despacho, allí estaba también Joan Crawford. Aldrich recuerda que ni se saludaron, sino que se limitaron a sostenerse la mirada gélida más prolongada desde que Wellington capturó a Napoleón. Puede que, conscientes de que gran parte del atractivo del largometraje iba a venir dado por el morbo de su supuesta guerra, acordaran tácitamente comportarse así delante del jefe; pero lo cierto es que se trataba de una actitud sin sentido alguno, dado que, como sabemos, no tenían ningún problema en saludarse o incluso en conversar tranquilamente cuando se encontraban. En este sentido, existen innumerables anécdotas acerca de su relación durante el rodaje de “¿Qué fue de Baby Jane?” (1962), algunas creíbles y otras simplemente disparatadas; pero absolutamente todos los implicados sostienen que se comportaron con dos perfectas profesionales durante las sesiones de rodaje.
No así cuando se iban a casa, desde luego. Aldrich recuerda cómo “todas las malditas noches, ya fuese domingo, Navidad o Acción de Gracias” ambas le llamaban por teléfono para quejarse de la actitud de la otra. En cualquier caso, hay un dato que pone en serias dudas que la tensión entre ellas fuese tan insoportable como el tópico quiere hacer ver: a pesar de que lo disimulaba muy bien y sabía mantener el tipo, por aquel entonces Joan Crawford bebía a escondidas casi botella y media de vodka al día, fingiendo que se trataba de agua o de una simple lata de Pepsi-Cola, compañía de la que, por cierto, era importante accionista y consejera ―algo que no tuvo nada que ver en que Bette exigiese contar con una máquina dispensadora de Coca-Cola en el estudio, por supuesto―. Debido a sus desagradables experiencias conyugales, Bette Davis no tardó ni dos días en descubrir la verdad: su compañera era la perfecta dipsomaníaca extática. De haber revelado su secreto, fácilmente habría podido forzar su despido y lograr la contratación de De Havilland, o incluso acabar con su carrera para siempre; sin embargo, optó por mantener un silencio cómplice. Algunos biógrafos, los más sensacionalistas, lo achacan a un acto de solidaridad entre borrachas; pero lo cierto es que, aunque a Bette Davis le encantaba beber y algún que otro espectáculo montó fuera de los escenarios, no hay constancia de que lo hiciera mientras rodaba ni de que se perdiera un solo día de trabajo por este motivo en toda su dilatada carrera.
Acabado el rodaje, pareció terminar también la tregua y ambas se enzarzaron en un cruce de declaraciones públicas en las que, en realidad, más que atacarse entre ellas, parecían discutir en nombre de sus respectivos personajes:
B.D.: La señorita Crawford ha sido una estúpida. Una buena actriz tiene que dar realismo al personaje. No entiendo por qué se ha obstinado en hacer de Blanche una mujer seductora.
J.C.: Mis razones son tan válidas como las suyas, con todas esas capas de polvos de arroz que se puso y ese carmín grotesco en los labios. Pero no es de extrañar: la señorita Davis siempre fue muy aficionada a cubrirse la cara en el cine. Ella lo llama “arte”; otros quizá dirían “camuflaje”. Mi personaje en “Jane” era el de una estrella más célebre y mucho más guapa que su hermana. Cuando alguien ha sido tan famoso como Blanche Hudson, no decae y no se convierte en el adefesio en el que la señorita Davis decidió convertir a su propio personaje. Blanche tiene clase, tiene sex appeal. Blanche es una leyenda.
B.D.: ¡Blanche no es más que una inválida! Está recluida. Nunca sale de casa ni ve a nadie, y la señorita Crawford se ha empeñado en mostrárnosla como si viviera en el salón de Elizabeth Arden.
Evidentemente, todo parece indicar que no se trataba más que de una estrategia para acrecentar la expectación que estaba despertando el estreno, y parece que surtió efecto. El éxito fue arrollador, la crítica se arrodilló tanto ante la interpretación de todo el plantel como ante la dirección y todos los participantes e inversores ganaron mucho dinero. Bette, además, volvió a ser nominada al Oscar a la mejor actriz protagonista, más de diez años después ―no así Joan Crawford, lo cual, además de una gran injusticia, fue motivo de uno de los cabreos más monumentales de la historia del celuloide―. Pero antes de que todo ese triunfo se materializase, Bette Davis volvió a sorprender al mundo entero publicando el siguiente anuncio en dos revistas de tirada nacional:
Solicitudes de empleo, Mujeres: Madre de tres hijos ―diez, once y quince años―, divorciada, norteamericana. Treinta años de experiencia como actriz de cine. Aún versátil y más amable de lo que advierte el rumor. Busca colocación estable en Hollywood. (Ha trabajado en Broadway.) Bette Davis c/o Martin Baum, G.A.C. Referencias sobre demanda.
La mayor parte de los que lo leyeron se lo tomaron como una broma, y días más tarde se refirió a ello durante una rueda de prensa de promoción de “¿Qué fue de Baby Jane?”: “Lo único que he hecho ha sido arrojar el guante. He vuelto con toda el alma. Quizá fracase en el intento de recuperar mi lugar bajo el sol; pero pido que me den la oportunidad de demostrar si lo merezco o no”. Curiosamente, el primero en atender ese requerimiento y en confiar en el retorno de Bette fue Jack Warner, que incluso le prestó el dinero necesario para comprarse el tipo de casa que le correspondía a una estrella del cine.
El estreno de la película, sin embargo, y a pesar de su gran acogida, fue uno de los momentos más amargos de la carrera de Bette Davis. La cinta fue exhibida por primera vez en un teatro de Leicester Square, y aunque la actriz estuvo presente en el acto previo, no se quedó a verla. Fue durante su estreno oficial en el Festival de Cannes cuando por primera vez contempló su papel en el largometraje. El público se giró a mirarla espantado en cuanto su rostro apareció por primera vez en pantalla. Pronto empezaron a correr lágrimas por sus mejillas; pero no eran precisamente de emoción, sino de horror al verse convertida en semejante monstruo. “Esta vez te has pasado, mamá”, le dijo su hija B.D. Parece ser que la impresión le duró unas cuantas semanas.
Durante unos años, Bette pudo vivir bastante bien de las rentas que le proporcionó Baby Jane Hudson. Sus apariciones en esta etapa se redujeron a dos intervenciones estelares en las series “Perry Mason” y “El virginiano” y a un papel secundario en la producción italiana “La noia” (“El aburrimiento”), dirigida en 1963 por Damiano Damiani sobre una adaptación de la novela homónima de Alberto Moravia. Su rol es corto y resulta prescindible desde un punto de vista narrativo; sin embargo, de algún modo, es el que más contribuye a dotar al largometraje de esa inconfundible atmósfera moraviana de diletantismo, paranoia, hedonismo, sentimientos tan exaltados como reprimidos y sadomasoquismo mental. No cabe duda de que Bette no sólo conocía bien la obra del literato romano, sino de que le encantaba y la había comprendido a la perfección. Las críticas, no obstante, fueron pocas y no demasiado favorables, y la taquilla tampoco se mostró demasiado proclive a premiar la cinta. Las comparaciones entre esta película, bastante decente, y una obra maestra como “El desprecio” (Jean-Luc Godard, 1963), también basada en una excelente novela de Moravia, resultaban tan inevitables como humillantes para el trabajo de Damiani.
Mucho peor fue la acogida de “Su propia víctima” (Paul Henreid, 1964), un thriller con Karl Malden en el que Bette vuelve a interpretar a dos hermanas gemelas y en el que empezó a entreverse el riesgo de que quedase definitivamente encasillada en papeles truculentos, una faceta que en realidad no había explotado hasta “¿Qué fue de Baby Jane?” y que, a juzgar por sus declaraciones, tampoco debía de hacerle demasiada gracia: “Me temo que me estoy convirtiendo en una especie de Boris Karloff con faldas”. En su afán por recuperar una línea interpretativa “normal”, aceptó participar en “Adonde fue el amor” (Edward Dimytryk, 1964), un melodrama olvidable que tan sólo sirvió para que, enfrentándose personalmente a Susan Hayward, volviera a demostrar que su nervio seguía vivo; y también para que se embolsara otra buena cantidad de dinero, aunque mucho más ganaría con la siguiente película de Robert Aldrich.
En “Canción de cuna para un cadáver” (1964), el director trató de repetir paso por paso la fórmula de “¿Qué fue de Baby Jane?”. Le encargó a Henry Farrell otra historia parecida, pero aún más exagerada, si es que eso era posible, y volvió a contratar a Bette y a Joan, además de a reforzar el reparto con Joseph Cotten y secundarios de lujo como George Kennedy, Bruce Dern o Mary Astor. Esta vez el presupuesto casi alcanzaba los dos millones de dólares y sobraban las ofertas de financiación: el proyecto levantó tantas expectativas que nadie dudaba de que los ingresos iban a multiplicar los costes.
Sin embargo, las cosas no comenzaron nada bien. Para empezar, Bette puso el grito en el cielo cuando se enteró de que la película se iba a llamar “¿Qué fue de la prima Charlotte?”. No es que supiera mucho de publicidad, pero sí que llegaba a entender que la gente no suele pagar dos veces por lo mismo, de modo que amenazó con no actuar si no se cambiaba el título, que pasaría a ser “Hush… Hush, Sweet Charlotte”, tomado de una nana tradicional ―algo así como: “Ea, ea, dulce Charlotte”―. Por otra parte, había pasado demasiado poco tiempo para que se calmaran las tensiones contenidas y acumuladas entre Davis y Crawford, pero el suficiente como para que olvidaran su pacto tácito a favor de la profesionalidad. Sus circunstancias, por otra parte, habían cambiado mucho: ambas habían recuperado su prestigio y no es que anduvieran mal de dinero, de modo que no se jugaban ni la centésima parte de lo que había sobre la mesa en “Baby Jane”. Además, el ambiente húmedo y caluroso de Baton Rouge, donde se rodaba la película, no contribuía demasiado a mantener los ánimos calmados. Pronto llegó un momento en el que Bette se negó a coincidir con Joan en los mismos planos, llegando incluso a exigir a Aldrich que la sustituyera por una doble ―lo cual, evidentemente, puso al realizador al borde de la apoplejía―. De algún modo, ambas eran conscientes de que, si bien a ojos de la crítica estaban al mismo nivel, lo que el público deseaba era volver a ver Bette Davis convertida en una bruja aterradora, por lo que ella decidió aprovecharse de su privilegiada situación mientras Crawford adoptaba un sorprendente rol pasivo. Lo cierto es que Joan no se encontraba bien y la tensión con su compañera la estaba afectando mucho más de lo que aparentaba. Tras sufrir un desvanecimiento durante el rodaje, tuvo que pasar varias semanas en un hospital aquejada de una especie de extraña broncopulmonía que los médicos acabaron atribuyendo a una manifestación psicosomática. A su regreso, se encontraba tan débil que tan sólo podía rodar unas dos o tres horas al día, y además presentaba una imagen demacrada muy difícil de disimular y que no casaba demasiado bien con su personaje.
Viendo que los retrasos comenzaban a disparar los costes, Aldrich tomó la dura decisión de prescindir de Crawford, a la que apreciaba sinceramente. Como es lógico, el trabajo tuvo que paralizarse mientras buscaban una sustituta de su talla, lo cual no iba a resultar sencillo. Se barajaron los nombres de Loretta Young y de Katharine Herpburn, e incluso llegó a redactarse un borrador de contrato para Vivien Leigh, cuya indecisión acabó por hartar a Aldrich. Finalmente, aprovechando su amistad con Bette, fue Olivia de Havilland la elegida, y su entrada en el equipo tuvo un efecto balsámico. Las cosas comenzaron a marchar, las escenas se rodaban prácticamente solas, se recuperaba el tiempo y no sólo nadie se enfadaba con nadie, sino que la armonía era tal que Aldrich, Bette y Olivia tomaron la costumbre de irse a cenar juntos después de cada jornada.
El estreno superó todas las previsiones, tanto por el favor de la crítica como por los beneficios millonarios que obtuvo, que multiplicaron la recaudación de “Baby Jane”. En esta ocasión ni Bette ni Olivia fueron nominadas al Oscar; pero quizá eso ya era lo de menos. Bette Davis había aprendido a verse feísima en pantalla sin alterarse por ello, e incluso le empezaba a encontrar cierto encanto a su nuevo rol de mujer aterradora.
Así, no sólo no se ofendió, sino que le gustó la idea, cuando la Hammer le propuso trabajar para ellos de manera continuada. En cierto modo, y salvando mucho las distancias, la filosofía de la productora británica era similar a la que había seguido Jack Warner durante la época dorada: costes bajos, trabajo constante y muchos pequeños estrenos al año. La principal diferencia era que sus producciones se centraban casi exclusivamente en el cine fantástico y de terror, bien en su vertiente monstruosa, bien en cintas de suspense. Con una marcada influencia tanto del Hitchcock más morboso como de la Serie B norteamericana, la pretensión de la Hammer era la de renovar el subgénero con una propuesta estética que incluía el color y una gran abundancia de planos subjetivos. En cualquier caso, no se trataba precisamente de películas de arte y ensayo, y desde luego Bette no estaba dispuesta a volver a pasarse la vida metida en un estudio, de modo que decidió tomárselo con calma, como una vía para seguir ganando dinero mientras se mantenía entretenida.
Su colaboración con la Hammer se acabó reduciendo a dos largometrajes: “A merced del odio” (Seth Holt, 1965) y “El aniversario” (Roy Ward Baker, 1968). Las circunstancias en las que se desarrollaron los respectivos rodajes fueron muy distintas. Mientras que en la primera Bette mostró su lado más profesional y encantador, en la segunda debió de empezar a aburrirse de la fórmula y se puso en plan matriarca, tratando a todos los miembros del equipo como si fuesen aficionados. Los resultados acabaron siendo acordes: mientras “A merced del odio” es un largometraje excelente, en “El aniversario” nos encontramos con una especie de astracanada con tintes de parodia fallida y con mucho más interés como curiosidad que como cine. Aún rodaría una película más en el Reino Unido, si bien alejada de la Hammer. Se trataba de “Connecting Rooms” (Frankling Gollings, 1970), uno de esos dramas con tímidas pretensiones eróticas que tan de moda se pusieron en aquellos años. A pesar de que no se la puede calificar como un mal largometraje, prácticamente no fue exhibido en salas y pasó directamente al circuito televisivo ―parece que el hecho de que apareciese alguna actriz desnuda durante un par de segundos dificultó su comercialización―.
En su retorno a los Estados Unidos, protagonizó la comedia “Bunny O’Hare” (Gerd Oswald, 1971) junto a Ernest Borgnine. En principio, tanto el guión como el equipo parecían ser los mimbres ideales para crear un largometraje perdurable que volviese a colocar a Bette Davis en la primera fila de la escena norteamericana. Consciente de ello, trabajó con la mayor ilusión imaginable y el rodaje terminó sin incidentes y con la sensación de que se había hecho una película muy sólida y llamada al éxito. Las relaciones entre la actriz y Oswald fueron tan estrechas que éste incluso le permitió participar en el montaje porque había encontrado muy acertadas sus opiniones durante la filmación. Hacía siglos que Bette no terminaba tan satisfecha con uno de sus trabajos y, a pesar de su dilatada experiencia, casi no pudo aguantar la ansiedad mientras aguardaba a la fecha del estreno, que no hacía más que retrasarse por uno u otro motivo, a cada cual más disparatado. No obstante, todas esas razones aducidas por la productora, AIP, eran falsas: en realidad estaban destrozando el montaje original porque lo consideraban poco comercial. La decepción llegó cuando tanto Oswald como ella acudieron al estreno para, sin la más mínima sospecha de que así iba a ser, toparse con “una peli de risa” sin atisbo de seriedad que en nada recordaba a lo que habían creado juntos. Curiosamente, la crítica alabó el papel de Bette Davis como uno de los más sólidos y divertidos de su carrera, lo que sirvió para que perdiera definitiva e irreversiblemente el poco respeto que aún le merecían tanto la industria del cine como los críticos.
(Este artículo finaliza en «Bette Davis: historia de una mirada (y V)«.)
Recomendaciones: Salvo, “Bunny O’Hare”, todas las películas de Bette Davis citadas en este artículo pueden ser adquiridas en Amazon. He aquí los enlaces: “Un gángster para un milagro”, “¿Qué fue de Baby Jane?”, “La noia” (Sólo en italiano con subtítulos en italiano), “Su propia víctima”, “Adonde fue el amor”, “Canción de cuna para un cadáver”, “A merced del odio”, “El aniversario”.
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