Como se explicó en el breve comentario acerca de su “Autorretrato con cigarrillo” (1895), la muerte en su realidad más cruda y cercana acompañó a Edvard Munch desde su infancia. No es de extrañar, por lo tanto, que jamás se planteara una dicotomía entre vida y muerte, sino que más bien aunó ambos conceptos como si se trataran de las dos caras de una misma moneda. Así, en el proyecto más ambicioso de su carrera, llamado por él mismo “El friso de la vida”, es la propia vida la que subyace bajo un memento mori constante que, en su iconografía personal, siempre presenta un carácter femenino. Lector compulsivo, tanto de ficción como de ensayo, Munch elaboró su propia construcción filosófica acerca de la existencia humana, tal y como la pudieron construir escritores como Dostoievski, Kafka o Unamuno. Aunque Munch también explotó una actividad literaria muy interesante ―que tan sólo ha comenzado a ser divulgada hace pocos años―, evidentemente es su pintura la que mejor expresa su visión de la vida como una especie de crédito que se le va pagando a la muerte, no siempre a plazos regulares.
El principal problema a la hora de comprender el planteamiento de Munch es que no se puede leer un cuadro como si fuese un libro. Como todos hemos podido comprobar varias veces a lo largo de nuestras vidas, además de constituir un estímulo estético más o menos poderoso, un cuadro puede transmitir un mensaje comprensible sin muchas dificultades: pensemos, por poner tres ejemplos claros, en “La familia de Carlos IV” (Francisco de Goya, 1801), “Guernica” (Pablo Picasso, 1937) o en cualquiera de los grandes desnudos americanos de Tom Wesselmann. Son lienzos muy diferentes entre sí, desde luego; pero todos ellos tienen algo en común: nos hablan de realidades concretas propias del tiempo que les tocó vivir a sus respectivos creadores y, partiendo de ellas, nos transmiten conceptos eternos y universales, como la corrupción y la negligencia de unos determinados gobernantes, el horror de la guerra o la despersonalización del individuo disuelto en la masa. Sin embargo, todos ellos son motivos externos al artista que éste trata de comunicar al público: sólo hay, por lo tanto, una barrera que traspasar para hacer llegar el mensaje. En el caso de Munch, la misión se complica, porque su barrera es doble: debe exteriorizar algo muy complejo que sólo él conoce y además debe hacerlo con la suficiente habilidad como para que resulte comprensible para el espectador.
Munch no sólo era plenamente consciente de esa dificultad, sino que ya había constatado varias veces su fracaso en forma de incomprensión por parte del público, y durante una buena etapa de su carrera, posiblemente la más rica y productiva, se sintió profundamente frustrado por ello. El paroxismo de esa frustración, y en cierto modo el hecho que pone fin a su etapa de juventud e inicia su madurez como pintor, llegó cerca de las navidades de 1892 con lo que se conoce como “el escándalo de Berlín”. Invitado a mostrar su obra en una galería recién inaugurada en la capital alemana, los cincuenta y cinco cuadros que expuso levantaron las iras tanto del público como de la crítica, con tales manifestaciones de agresividad que la galería optó por suspender la muestra apenas una semana más tarde de su apertura ―se entendió que Munch tan sólo pretendía ofender el buen gusto y las buenas costumbres―. Ni siquiera el ámbito de la Sezession berlinesa salió en defensa de su particular forma de pintar, sino que se limitó a afear tímidamente la conducta inhospitalaria de quienes se comportaban así con un extranjero. Por lo que parece, Munch resultaba demasiado vanguardista hasta para los más vanguardistas.
Estos cuadros míos, tan difíciles de entender, serán, creo yo, más comprensibles si se los presenta formando un conjunto entre sí.
Diez años más tarde, quizá recordando con culpa aquella actuación timorata, la Sezession le prestó gustosa sus salones para que presentara su “Friso de la vida”, un amplio conjunto de cuadros divididos en cuatro grupos: “El despertar del amor”, “La plenitud y el fin del amor”, “Miedo a la vida” y “Muerte”, aunque el tercero de ellos quedó finalmente integrado en el segundo como una especie de epílogo. Cada uno de los grupos fue colocado personalmente por Munch en una pared distinta, y aunque el pintor no quedó del todo satisfecho con su resultado, en general parecía guardar muy buen recuerdo de la muestra:
Los cuadros perdieron en capacidad de impacto e inmediatez con el espectador porque estaban colgados a demasiada altura. Los lienzos llevaban marcos blancos diseñados por mí y no dejaron de impresionar a los espectadores, porque a pesar de las diferencias entre los cuadros, se parecían entre sí. Diferían en el colorido y en el tamaño; pero, además de por los marcos, venían vinculados por ciertos colores y líneas horizontales y verticales: las de las paredes y los árboles, las de los suelos, las de la tierra, las de los techos, las de las copas de los árboles y, todavía más horizontales, las de las líneas del mar, ondulante canción de cuna. Había unos tonos verdes y grises muy tristes en las habitaciones donde alguien acababa de morir, gritos anunciando calamidades bajo un cielo color sangre, una mancha de rojo chillón, amarillos y verdes luminosos. Era como una sinfonía. Los cuadros provocaron gran alboroto, gran hostilidad y gran aclamación.
Existen algunas fotografías bastante malas de la exposición, pero no las suficientes como para saber con certeza qué cuadros fueron expuestos y en qué orden. Desgraciada y curiosamente tampoco ha sobrevivido ningún tipo de registro, catálogo o póliza de seguros que enumere las obras, más allá de las escasas referencias que el mismo Munch dejó en pequeños apuntes, algunos de los cuales incluso se contradicen entre sí. Hay algunos lienzos de los que se sabe a ciencia cierta que fueron incluidos, algunos de los que se duda y unos pocos de los que, a pesar de que encajaban plenamente en el espíritu de la muestra, se sabe que fueron descartados. No obstante, todos ellos suelen estudiarse conjuntamente, tal y como a su creador le habría gustado:
El Friso está concebido como una serie de cuadros que pretenden dar, en su conjunto, una visión única de la vida. A lo largo del Friso transcurre la línea de la playa detrás de la que ruge el mar en su movimiento eterno. La vida, con sus trabajos y también con sus alegrías, late bajo las copas de los árboles. El Friso pretende ser un poema sobre la vida, el amor y la muerte. Los cuadros en los que aparecen la playa y los árboles, siempre con los mismos colores (el acorde de la noche estival armonizando el conjunto), forman líneas verticales y horizontales que reaparecen en todos los cuadros. La playa y las figuras humanas representan la exuberancia de la vida, intensos colores que irrumpen como un eco por todos los cuadros.
Cuando Munch habla de “la playa” siempre se está refiriendo a la de Aasgaardstrand, una pequeña aldea pesquera de mitológico nombre ―literalmente, significa “la playa del Asgard”, la morada de los dioses, el equivalente lejano del Olimpo griego― que a mediados del siglo XIX comenzó a ponerse de moda como destino vacacional, dado que contaba y cuenta con un buen balneario y con una privilegiada ubicación entre fiordos, lo que le confiere un microclima soleado y relativamente cálido ―de hecho, y a pesar de que se encuentra a unos escasos 80 kilómetros de Oslo, en aquellos tiempos tan sólo se podía acceder allí en barco―. Increíblemente, y por lo que cuentan las guías turísticas, el pueblo no ha sido objeto de visitas masivas y mantiene una imagen casi idéntica a la que se encontró Munch cuando llegó allí por primera vez, en el otoño de 1888. Munch tiene cierta fama popular de ser un pintor oscuro; pero basta pararse ante su obra con calma, procurando escapar de los tópicos, para darse cuenta de que casi toda ella presenta una gran luminosidad, así como de que su pericia a la hora de tratar la luz no tiene nada que envidiar a los grandes maestros de este recurso. Precisamente fue la luz lo que le enamoró de aquel paraje costero, hasta el extremo de que unos meses más tarde alquilaría una vieja cabaña de pescadores para acabar haciéndose con su propiedad en 1897. La oscuridad en sus cuadros existe, pero no hay que buscarla en su paleta, sino en su temática, en su segundo significado o en esa especie de horizonte escatológico perenne que preside casi toda su creación.
No está claro cuántos lienzos del Friso logró vender Munch, aunque más bien parece que su objetivo no era tanto la venta de obras concretas como la promoción general de su prestigio. En ese sentido, la exposición puede considerarse un gran éxito, ya que la asistencia a la misma fue tan alta que, con algunas variaciones, se organizaron sucesivas ediciones en Leipzig, Copenhague, Cristiania (Oslo) y Praga. Igualmente, gracias a la fama que le proporcionó, Munch recibió multitud de encargos para pintar otros “frisos”, tanto en domicilios privados como en el salón de actos del Teatro Reinhardt de Berlín o en el Aula Magna de la Universidad de Cristiania, por citar dos de los ejemplos más destacados.
Entre los cuadros que forman este conjunto de obras, los paisajes están especialmente cargados de simbolismo. De estos símbolos, quizá el más llamativo por su repetición es el claro de luna, que Munch representa como un círculo luminoso encima de una especie de barra ensanchada en la cúspide. Gráficamente, se trata del satélite y de su reflejo alargado en las aguas; simbólicamente, el pintor nunca negó su evidente significado erótico. Para Munch ―y para muchos otros artistas a lo largo de la historia―, las formas verticales tienen una connotación masculina, mientras que la de las horizontales es femenina, y generalmente no dudaba en renunciar a la perspectiva para lograr que ambas fuerzas se cruzaran en el lienzo. En pinturas como “La voz” (1893) o “Claro de luna” (1895), el símbolo fálico viene escoltado por los troncos de los árboles, a la vez que las líneas de la playa prestan el elemento femenil. Ese sacrificio del realismo a favor de lo simbólico y lo psicológico constituyó una de las facetas de su forma de expresarse que más chocó contra la mentalidad imperante en la época. Plenamente consciente de ello, Munch se esforzó por tratar de explicarlo en fragmentos como el siguiente:
En la pintura, como en la literatura, a menudo se confunden los medios con el fin. La Naturaleza es el medio, no el fin. Si se puede obtener algo alterando la naturaleza, hay que hacerlo. En un estado de ánimo intenso, un paisaje ejercerá cierto efecto sobre la persona. Al representar este paisaje, la persona llegará a una imagen de su propio estado, y esto, ese estado de ánimo es lo principal. La naturaleza no es más que el medio. Hasta qué punto se parece luego la imagen a la naturaleza… Eso carece de importancia.
Parece estar claro que el cuadro “Pubertad” (1894) no fue expuesto en ninguna de las sedes del Friso, pero pertenece a la misma etapa creativa del autor y no cabe duda de que expresa mejor que ninguno la idea inicial del “Despertar del amor”. Tal y como era su costumbre, Munch realizó al menos otra versión de este motivo en 1886; sin embargo, y como tampoco es extraño en su obra, esa primera “Pubertad” está desaparecida y no se cuenta con ninguna reproducción de ningún tipo ―no se sabe con certeza si fue destruida, si se encuentra en celosas manos privadas o si simplemente está perdida en alguna parte a la espera de ser redescubierta en el momento menos pensado―. Aparte de la consabida horizontalidad femenina, que en esta ocasión lo proporciona la cama en la que se sienta la muchacha, “Pubertad” es posiblemente el mejor lienzo de Munch para apreciar otro de sus símbolos recurrentes: la sombra. Lejos de ser una mera proyección de la silueta de la figura humana, el pintor noruego conformaba las sombras como masas amenazantes que parecen contar con vida propia. No suele ser el cuerpo físico lo que se reproduce en las sombras de Munch, sino su interior plagado de miedos, recuerdos dolorosos y preocupaciones, que en este caso concuerda firmemente con la expresión facial del personaje y con su postura apocada, protegiendo su sexo en un intento inútil de conservar la niñez o, lo que es lo mismo, de detener el paso del tiempo; no por un sentimiento precoz de nostalgia en este caso, sino más bien por miedo a lo desconocido.
A veces, cuando paseo bajo la luz de la luna entre viejas construcciones cubiertas de musgo que, por lo demás, me son familiares, me da miedo mi propia sombra. Cuando llego a casa y enciendo la lámpara, veo de repente mi propia sombra proyectada sobre la pared y el techo, y en el gran espejo que cuelga sobre la estufa me contemplo a mí mismo, mi propio rostro de fantasma. Y entonces vivo con los muertos: con mi madre, con mi hermana, con mi abuelo, con mi padre… Sobre todo con mi padre. Todos los recuerdos, sus más pequeños detalles, desfilan entonces ante mis ojos.
“Pubertad” constituye también un ejemplo muy valioso para demostrar la ya aludida facilidad de Munch para controlar la luz a su antojo: con un claro foco a la izquierda del espectador, los rayos acarician la piel de la joven de una forma impecablemente natural. Otra gran demostración la encontramos en su famosa “Madona” (1894-1895) ―en un principio titulado “Mujer enamorada”, lo cual da bastantes pistas acerca de su significado―, que en Berlín ocupó, junto a “El beso” (1897), un lugar destacado en “El despertar del amor”. En las muestras posteriores, no obstante, fue reubicado para dar comienzo a “La plenitud y el fin del amor”, donde parece encajar mucho mejor dada su obvia referencia al deseo carnal. Como en otras ocasiones, Munch realizó al menos cinco versiones de este motivo, y la mala calidad de las fotografías de la exposición de Leipzig no permite dilucidar cuál de todas fue la que se mostró. Sí que se sabe que el pintor diseñó un marco especial para su presentación, en el que había grabado una serie de espermatozoides y de sus frecuentes fetos con faz de calavera. Sin duda, se trata de uno de los cuadros más hermosos y sensuales que jamás pintó Munch. Para algunos estudiosos, su diseño podría estar inspirado en el personaje de Salomé, otros se decantan por Ofelia y también existe una minoría que, basándose en la especie de nimbo rojo que corona la cabeza de la mujer, creen ver a María Magdalena ―quizá un poco antes de arrepentirse, seguramente―. En cualquier caso, como dejó escrito su creador:
Es imposible explicar un cuadro. Se ha pintado precisamente porque no puede explicarse de otra manera. Lo único que se puede ofrecer es un indicio de la dirección que se tenía en mente. No creo en el arte que no se haya impuesto por la necesidad de una persona de abrir su corazón. Todo arte, también la literatura y la música, ha de ser engendrado con los sentimientos más profundos, porque el arte son los sentimientos más profundos.
Estrechamente relacionado con su “Madonna”, “El día siguiente” (1894-1895) se colocó entre aquélla y “El grito” en la exposición de Berlín. La modelo parece ser la misma, aunque Munch, salvo para tomar apuntes del natural, prefería trabajar de memoria. Aunque es una obra de gran valor estético, no puede negarse que contiene un espíritu tétrico muy difícil de obviar. El propio pintor debió de darse cuenta de que la apariencia cadavérica de la protagonista resultaba demasiado impresionante incluso para sus costumbres, y no era ése el efecto que deseaba producir, sino más bien volver a reflejar su idea de que la vida y la muerte siempre van de la mano. Para tratar de potenciar un poco el Eros en detrimento del Tánatos, Munch arqueó la pierna derecha de la figura femenina, en un gesto de tensión impropio de una muerta ―y que además le otorga mucho equilibrio a la composición―, y pintó la mesa con botellas y dos vasos que vemos en la esquina inferior izquierda del espectador. Igualmente, le dio un título que apuntaba más a la resaca de una noche de cualquier pasión que a un deceso; todo ello sin olvidar que ese deceso podría efectivamente haberse producido, tanto esa mañana como cualquier otra, por mucho desenfreno, alegre o triste, que hubiese habido entre los amantes.
Sin que se conozcan los motivos, su lugar fue ocupado por “Cenizas” (1894) en la exposición de Leipzig. Quizá se trate de uno de los cuadros más difíciles de interpretar de Munch, y su autor tampoco se molestó nunca en dar demasiadas pistas, y eso que en una fecha desconocida compuso el siguiente poema homónimo:
Durante todo aquel tiempo en el fondo
se le había olvidado que ella estaba
casada. La idea del capitán solo le había
cruzado fugazmente la cabeza.
En realidad tampoco se le había pasado
por la cabeza que fuera a acabar así hasta
el mismo instante en que, sentado en la gran habitación
oscura con una vela temblorosa, lo vio todo ante sí.
Había fornicado, había traicionado
al noble capitán. Se había lanzado a algo
que le hacía arrepentirse – su padre – y los de casa.
Y el tiempo en que sintió el amor
y el tiempo en que estuvieron juntos
hasta ahora yacía como un montón de cenizas.
Y ella con todos sus demás amantes
Estos versos dan la impresión de estar hablando de una situación real narrada con bastante literalidad, pero resulta improbable que ésa fuese la intención del artista ―en caso contrario, constituiría toda una rareza en esta etapa de su viaje creativo―. La ceniza es la protagonista de muchos tropos en la literatura de Munch. Quizá una de sus frases más conocidas sea precisamente: “Los antiguos tenían razón cuando decían que el amor era una llama, puesto que sólo deja tras de sí un montón de cenizas”. Por lo que se deduce de esas palabras, para él las cenizas aparecen después del paso del amor; sin embargo, eso no quiere decir necesariamente que el símbolo presente connotaciones negativas ―en la tradición judeocristiana, por ejemplo, suele utilizarse como indicativo de purificación―. En un escrito titulado “Permite que el cuerpo se muera, pero salva el alma”, el pintor se refiere directamente al germen de este cuadro:
“Cenizas” igualmente, un dibujo de 1884, se realizó al mismo tiempo que unas anotaciones en parte impresionistas en parte psicológicas (psicoanalíticas) que planeaba ilustrar con litografías para una extensa obra. Empecé como impresionista pero durante los tremendos conflictos espirituales y vitales de la época de la bohemia, el impresionismo no me daba suficiente expresión. Me vi obligado a buscar expresión para lo que se movía en mi ánimo.
Signifiquen lo que signifiquen, lo cierto es que en el lienzo pueden encontrarse cenizas, si bien están tan a la vista que lo más probable es que el espectador no repare en ellas: se encuentran en la parte baja del cuadro, donde un tronco de árbol arde produciendo una columna de humo que asciende por el lateral derecho de la tela. Se trata de una curiosa composición que no es extraña en la obra de Munch, como podemos comprobar, por ejemplo, en su litografía “Autorretrato con antebrazo de esqueleto” (1895).
El “Claro de luna” de 1893, un lienzo tan bello como inquietante, supone una especie de recopilación de los símbolos ya vistos. Al entramado de líneas, que aquí aparece con un rigor geométrico bastante raro en el pintor, se unen el claro que da título a la obra ―reducido a un reflejo en uno de los cristales de la ventana― y la sombra, puede que una de las más vivas y amenazantes que jamás saliera de sus pinceles. Enorme, parece evolucionar con malas intenciones detrás de la protagonista, que a su vez presenta un rostro deslumbrado tan bien definido que el espectador puede tener la impresión de hallarse ante una aparición fantasmal. El cuadro está repleto de pequeños detalles y señales con evidente significado, como las extrañas sombras que se proyectan sobre la valla, las flores que aparecen a la izquierda de la figura femenina o la masa rojiza que se encuentra a su derecha. Colgada en la actualidad en la Galería Nacional de Oslo, es una de esas obras ante la que el espectador debe permanecer varios minutos para encontrarle su propio sentido.
Pero, como él mismo indicó, los cuadros de Munch parecen tornarse mucho más diáfanos cuando son observados en conjunto, y aquí tenemos una de las pruebas ―tanto de ello como de la indiscutible genialidad de su autor―. Como bien sabemos, los hermanos Lumière no presentaron su cinematógrafo hasta 1895, y aún así todavía tuvieron que pasar varios años para que el cine fuese conformando su particular lenguaje y técnicas expresivas. No sabemos qué opinaba Munch del cine, pero seguramente hubiese podido ser un grandísimo director. Lo que vemos en “Casa en claro de luna” (1895) no es sino un plano general que engloba la misma escena que, en plano medio, vemos en “Claro de luna”. Además, la posición de la supuesta cámara ha variado, y mientras que ahora nos ofrece una vista objetiva en la que distinguimos la sombra de un varón que se acerca hacia la protagonista, lo que se nos presentaba en el caso anterior no era sino la visión subjetiva de este nuevo personaje que ahora se nos evidencia. La casa ha sido identificada como la que Munch arrendó y posteriormente compró en Aasgaardstrand. Por lo tanto, parece quedar claro que efectivamente nos encontramos ante un fantasma; pero no en el sentido espectral del término, sino en el de recuerdo intenso y torturador ―bien por culpa de su amargura, bien por su nostalgia― que, por algún motivo, se quedó grabado de forma indeleble en su memoria. Algún tipo de despedida, física o vital, o quizá un reencuentro, parecen ser las opciones más plausibles.
– ¿Qué es eso?
Ahí junto a la columna
se mueve algo.
Una pequeña cuerda
blanca, como un hilo.
Adelante y atrás
al compás, rítmicamente,
como el pulso.
– No son más que efectos
de los nervios,
dijo el carnicero.
– ¿Solo efectos de los nervios?
–En cualquier caso movimiento,
Vida.
O quizá fuera
la última sujeción
del alma al cuerpo
de este fuerte animal.
Su último adiós.
(Fragmento final de “En la pared”, poema de Edvard Munch de fecha desconocida.)
La mayoría de los estudiosos, aunque no todos, identifican la figura femenina de “Claro de luna” con Milly Thaulow, una de las amantes de Munch que más le marcaron a lo largo de su vida. A la pasión desbocada que debió de sentir por ella se unía un profundo sentimiento de culpa, dado que Milly era la esposa de uno de sus primos. No hay duda de que Milly fue su musa espiritual durante bastantes años, y varios de los cuadros dedicados al amor y al desamor están seguramente inspirados en recuerdos con ella. Sin embargo, eso no significa que sea esa mujer la retratada: parece ser que Munch solía crear sus fantasmas amalgamando características de varias mujeres, no necesariamente amantes suyas. Un ejemplo paradigmático lo hallamos en “La mujer en tres estadios” (1894), donde la figura luctuosa se forma como una síntesis de Thaulow y de Inger, la hermana del pintor. Inicialmente expuesto como “Esfinge”, en el Friso ocupaba el lugar central de la sección dedicada a la plenitud del amor. Puede que su ubicación simplemente respondiera a sus imponentes dimensiones (164 x 250 cm), si bien el tamaño tampoco solía ser una característica que el pintor tuviese demasiado en cuenta. Aunque en un principio pudiese parecer lo contrario, no se trata del viejo motivo de las tres edades de la mujer, sino de las tres formas en las que, según su autor, un varón puede percibirla a lo largo de una relación:
Las tres mujeres, Irene vestida de blanco, que sueña y añora vivir, la sensual Maya, que disfruta su propia desnudez, y la mujer luctuosa con la cara pálida y la mirada fija, el destino de Irene, la enfermera. Como en los dramas de Ibsen, estas tres mujeres aparecen en mis cuadros en distintos lugares.
La cuarta figura, la del varón apesadumbrado que se aleja de las mujeres, se reproduce con mayor protagonismo en “Melancolía” (1894-1895). En este caso, Munch fundió sus propias facciones con las de uno de sus mejores amigos, el escritor Jappe Nilssen. No hay mucho misterio al respecto, el mismo Munch empezó exponiendo el cuadro con los títulos sucesivos de “Jappe en la playa” y “Celos”.
Tras su aparición destacada en la exposición de Berlín, “La mujer en tres estadios” fue sustituida en la de Leipzig por otro cuadro de grandes dimensiones llamado “La danza de la vida” (1899-1900). De algún modo, varios académicos han querido hallar en ésta obra una especie de versión dinámica de la anterior. El artista, sin embargo, no parecía ver esa relación, o quizá simplemente no deseaba ponerla de manifiesto. En una carta sin fechar, como era su costumbre, se refiere a “La danza de la vida” de esta manera:
En el centro del gran cuadro que pinté este verano bailé con mi primer amor; fue un recuerdo dedicado a él. Por un lado entra una mujer sonriente con rizos rubios que quiere cortar la flor del amor, pero que no deja que nadie la toque. Por el otro lado, vestida de negro, otra mujer de aspecto apesadumbrado mira a la pareja que baila. Es la rechazada, la que también me hizo sentirme rechazado con su baile.
Como vemos, no hace la más mínima referencia al resto de los bailarines sin rostro que giran alrededor de la pareja central, ni tampoco al curioso personaje masculino de expresión lasciva que inmediatamente recuerda a los rostros desencajados de Ensor o incluso de Goya. Por supuesto, igualmente no se refiere al conocido símbolo marítimo-lunar que preside la escena, de la misma manera que no menciona una característica que distingue a los protagonistas del resto de los danzantes, como es que el vestido de la mujer invade los pies del varón, dejándolo como flotando en el aire.
También integrante de la segunda sección del Friso, aunque ahora cuelga en las paredes del MoMA, es “La tormenta” (1893). Un día, conociendo el amor que el pintor sentía por Aasgaardstrand, el entonces director de la Galería Nacional de Oslo ―Jens Thiis, un hombre eminente dentro de la historia cultural noruega― escribió a Munch, que se hallaba en Alemania, para comunicarle que una fortísima tormenta primaveral ―muy infrecuentes en la zona― había causado daños graves en su localidad vacacional. A partir de esas noticias preocupantes, el artista se imaginó cómo habría sido la escena para las mujeres que, mientras sus maridos permanecían en Oslo rematando el curso laboral, solían acudir allí como avanzadilla. El edificio que vemos es uno de los más representativos de la aldea, y aún se encuentra en pie. Es, por lo tanto, una construcción bastante sólida y segura, tal y como aparece en el cuadro, donde además se potencia esa imagen con la calidez que desprenden sus ventanas iluminadas. Como contraste, una serie de figuras femeninas muestran su desamparo ante la intemperie, que llega a doblar las copas de los árboles y a colorear el cielo de una forma aterradora, tratando de cubrirse la cabeza o bien de taparse los oídos ante la violencia de los truenos ―como comprende cualquiera que haya visto alguna de las versiones de “El grito”, el gesto de llevarse las manos a la cabeza es en la obra de Munch un signo de extremo malestar interior―. Por todo ello, “La tormenta” quizá sea unos de los cuadros que mejor sirvan para explicar el concepto de paisaje emocional, donde el sentir interior del pintor, o bien el de los propios protagonistas del lienzo, se manifiesta en las formas y colores de los elementos naturales.
“El beso” (1897) y “Hombre y mujer” (1898) son dos lienzos que guardan una relación muy estrecha, aunque se trata de una relación de antagonistas. En “El beso”, cuyo escenario ha podido ser identificado como la habitación que Munch ocupó durante su estancia en St. Cloud, la pareja de amantes está tan unida que se han fundido hasta el extremo de que sus rostros resultan indistinguibles entre sí. A su alrededor se desarrollan auras que los encapsulan conjuntamente, como dando a entender que unidos se protegen del exterior. En “Hombre y mujer”, sin embargo, la situación es justo la contraria: los cuerpos aparecen separados y aislados el uno del otro, y mientras que el varón se muestra apesadumbrado y presa de esa sombra que ya conocemos, la mujer le observa casi hierática, protegida de la oscuridad mediante un aura roja.
Ella era un cisne. Con su cuello largo
y fino se deslizaba sobre
el agua. Miró a su alrededor con
suaves ojos dichosos. Se reflejó
en el agua azul claro con nubes
blancas como el cielo por encima.
Yo vivía ahí abajo en las profundidades.
Vagaba entre bichos negruzcos y azulados,
babas amarronadas y verdosas
y todo tipo de animales horribles.
Vadeaba por el fango recordando los tiempos
en los que aún me mantenía arriba
en las superficies cuando todavía no tenía
todo este lodo en los bronquios.
Me asustó mi propia sombra,
me agarró el miedo y tuve que subir
a los colores claros.
Me forcé a subir, alcé la cabeza
sobre la superficie del agua. La claridad
era deslumbrante, me cortaba en los ojos.
Ahí estaba el cisne, era tan bonito…
Tenía los ojos tan dulces…
Estaba tan deslumbrantemente limpio…
Estiré las manos hacia él,
vino hacia mí, se movió,
no se limitó a deslizarse, cada vez más próximo,
hasta que estuvo tan cerca que me pareció
poder cogerlo en mis brazos, estrechar
su pecho blanco contra el mío, apoyar
mi cabeza contra sus suaves plumas…
Y entonces ya no se acercó más.
(Primera estrofa de “Ella era un cisne”, poema de Edvard Munch de fecha desconocida.)
“Atardecer en el paseo Karl Johann” (1892) supone la versión más conocida de un motivo al que Munch dedicó grandes esfuerzos. La calle en cuestión es la vía principal del centro histórico de Oslo. El edificio de tres naves que vemos al fondo no es sino el Stortinget, el parlamento noruego, cuya edificación fue concluida en 1866. A pesar del escaso detallismo, el pintor reflejó fielmente un escenario real para albergar en él el drama personal del individuo que se siente amedrentado por la masa. El argumento ha sido tan empleado desde los albores de todas las artes que puede llegar a resultar incluso tópico; sin embargo, Munch da otra vuelta de tuerca al tema para hallar una nueva dimensión: el grupo que avanza avasallador hacia el pintor ―y, en consecuencia, hacia el propio espectador― está formado por individuos como él, con expresiones que revelan sus propios dramas interiores de miedo, soledad e inseguridad y que tan sólo se mantienen cohesionados gracias a la uniformidad que les brinda lo que el artista solía llamar “alienación mutua”. Lo dramático de la escena consiste en que no nace ninguna empatía entre individuos que sufren el mismo mal, sino que cada uno de ellos percibe al conjunto de los demás como la amenaza de la que surge su propia desazón. Hay quien ha querido ver también en esa uniformidad de actitud y vestuario burgués un símbolo de la represión moral que ejercen las convenciones sociales, cuyo poder vendría en este caso respaldado por la presencia del parlamento, con esas ventanas iluminadas que, como ojos potentes, parecen haber hipnotizado y estar dirigiendo los movimientos de los viandantes. Tan sólo una figura, a la derecha del espectador, camina separado de la masa y en sentido contrario, lo cual le condena a la soledad:
Todos los paseantes tenían un aspecto muy curioso, y él se dio cuenta de que lo miraban así, con fijeza. Todos esos rostros pálidos en la luz mortecina… Él trataba de concentrarse, pero no lo conseguía. Tenía la sensación de que su cabeza no era más que vacío. Trató de fijar su mirada en una ventana alta, pero los paseantes se interponían. Todo su cuerpo temblaba bañado en sudor.
El paroxismo de este sentimiento que tanto angustió a Munch lo encontramos en “El grito” (1893), donde el individuo ya ha sucumbido a la tensión y estalla sin poder disimular por más tiempo su angustia. Actualmente existen cuatro versiones reconocidas de este cuadro, pero su autor realizó más de cincuenta obras que lo reproducen con mayor o menor aproximación. La más conocida de todas quizá sea precisamente la que formó parte del Friso, que no es otra que la que hoy se encuentra en la Galería Nacional de Oslo, y que en 1994 fue objeto de un sonado robo ―aunque a los pocos meses fue recuperada―. El fragmento de la carta en la que el pintor explica qué le inspiró a la hora de crear el motivo se ha hecho bastante popular:
Iba caminando con dos amigos por el paseo, el sol se estaba poniendo, el cielo se volvió rojo de pronto. Me paré cansado y me apoyé en una barandilla. Sobre la ciudad y el fiordo azul oscuro no veía sino sangre y lenguas de fuego. Mis amigos continuaban su marcha, pero yo seguí detenido en el mismo lugar temblando de miedo. Sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza.
No en vano, el primer título con el que el cuadro fue expuesto fue “El grito de miedo”, acortándose posteriormente para no condicionar al espectador. No obstante, ese texto se limita a explicar la idea originaria, pero hubo que esperar a la segunda mitad del siglo XX para que Robert Rosenblum, el prestigioso teórico del arte, identificara al modelo del cuadro en una momia chachapoya que todavía hoy se exhibe en el Musée de l’Homme de París y que precisamente entró a formar parte de la colección cuando Munch se encontraba viviendo allí. No hay forma de saber a ciencia cierta si la tesis de Rosenblum es acertada, aunque no era un hombre demasiado aventurero a la hora de teorizar y el parecido de las dos piezas resulta asombroso. En cualquier caso, no es la única especulación que se ha hecho acerca del lienzo, si bien la gran mayoría de ellas son compatibles entre sí. Gunnar Soerensen, el actual director del Museo Munch, sostiene que el artista logró traducir a imágenes un grito que escuchó al pasar por allí, y lo cierto es que en aquel momento justo en ese lugar se alzaban los muros de un hospital psiquiátrico. Igualmente, varios académicos han puesto de manifiesto que durante aquellos años no resultaba extraño que el cielo de Oslo adoptara semejantes tonalidades, dado que todavía quedaban en suspensión partículas procedentes de la tremenda explosión del Krakatoa en mayo de 1883.
En la breve descripción del cuadro que Munch escribió para la presentación del Friso, lo calificó como “un estado de ánimo”, lo cual no tenía nada de particular, porque todas las obras de esta parte de la exposición eran precisamente reflejos de estados de ánimo: “El hombre está alterado por esa lucha. La atmósfera enfermiza de la naturaleza es para él un gran grito donde las nubes de color sangre realmente gotean sangre”. Todo indica que Munch dejaba madurar bastante las ideas antes de acometerlas, porque parece estar claro ―y así lo afirmó él mismo― que el primer “Grito” fue pintado en Niza durante el verano de 1891. La potencia que desborda el lienzo, a pesar de su dilatado proceso creativo, viene a demostrar una vez más que la sensibilidad del pintor era como un molde en el que quedaban marcados fielmente todos los recuerdos que le habían impresionado por uno u otro motivo.
“El grito” cerraba la segunda parte del Friso y, en cierto modo, inauguraba la tercera, dedicada íntegramente a la muerte. La armonía de la muestra quedaba clara con el que posiblemente fue el primer cuadro de este tercio ―al menos en la exposición de Leipzig―, “Madre muerta con niña” (1897-1899), en el que podemos comprobar cómo la protagonista adopta un gesto muy similar al de la figura humanoide de su precedente. La niña, evidentemente, es su hermana Sophie, que se tapa desesperadamente los oídos para tratar de mitigar el temprano grito de la muerte de su madre mientras el resto de los personajes, ya adultos y familiarizados con este tipo de tragedias, actúan de una manera más resignada.
Esta última parte del Friso fue la que más cambió a lo largo de sus diversas etapas. De hecho, parece que en la de Berlín tan sólo estaba formada por cuatro o cinco cuadros, ninguno de los cuales, con la posible excepción de “Madre muerta con niña”, fue exhibido en las siguientes ediciones. Es probable que Munch no se sintiera del todo satisfecho con las obras que había elegido en un principio y que creyera que desmerecían la tónica general del conjunto. Así, sabemos que en la exposición de Leipzig tan sólo dos lienzos, además del anterior, colgaban en este sector. Se trataba de “Muerte en la habitación” y de “Junto al lecho de muerte”, ambos de 1895. En el primero, Munch adopta un recurso extraño en él, como es el hecho de ocultar al fallecido tras el respaldo del sillón de mimbre. Sin duda, se trata de una manera de indicar que la muerte permanece entre los vivos incluso aunque ya se haya cobrado su presa del día. Dentro de una habitación, por lo demás vacía de objetos, distinguimos una cama deshecha, una pequeña mesa camilla con los restos de una medicina inútil y lo que parece ser una cuña de enfermo: toda esa serie de objetos y detalles nimios que, tras el fallecimiento de su poseedor, adquieren una suerte de naturaleza tabú para los que le acompañaron en los últimos días. Existen dudas acerca de quién es el difunto, pero la mayor parte de los estudiosos coinciden en afirmar que se trata de una escena de familia, si bien posiblemente idealizada; es decir: no respondería a un recuerdo concreto, sino a un conjunto de ellos. Así, el personaje de la barba blanca ha sido identificado como el padre del pintor, mientras que dos de sus hermanas, Inger y Laura, serían las dos figuras en primer plano. Igualmente, se considera mayoritariamente que Munch se autorretrató en la figura masculina que aparece abatida mientras se apoya en la pared con una mano en el bolsillo, dando la espalda a la muerte, pero a la vez inclinando la cabeza en señal de sumisión.
El segundo lienzo, “Junto al lecho de muerte”, presenta unas características similares, en el sentido de que también refleja una escena familiar. En esta ocasión, sin embargo, los dolientes aparecen fundidos en una sombra nefasta, mientras que el muerto o moribundo ―probablemente muerta o moribunda― descansa en medio de la blancura de las sábanas. No es de extrañar, si tenemos en cuenta que, entregándose a ella, el cadáver ya ha escapado a la amenaza constante de la muerte, mientras que los supervivientes tendrán que seguir sobrellevando su compañía. Como él mismo decía, la muerte es el eterno trasfondo de la danza de la vida.
Recomendaciones: Munch es uno de los pintores contemporáneos sobre los que más se ha escrito y también uno de los más populares, de modo que existen innumerables recopilaciones de su obra. Como siempre, y salvo que se esté interesado en algún estudio más técnico o sesudo, lo más recomendable es elegir una fijándose en la calidad y tamaño de las ilustraciones. Una vez más, la editorial Taschen presenta una opción ideal con “Munch”, de Ulrich Bischoff (2013) dentro de su serie “25 aniversario”.
Igualmente, para comprender una personalidad tan compleja como la del artista noruego, es recomendable hacerse con “El friso de la vida”, una antología de su obra literaria que reúne textos tanto en prosa como en verso. Fue editado en 2015 por Nórdica.
Por último, y aunque no sea propiamente una recomendación, es posible encontrar todo tipo de objetos relacionados con el pintor, desde camisetas, puzles, tazas y demás menaje del hogar ―no siempre del mejor gusto, ciertamente― hasta reproducciones de sus obras de bastante buena calidad o pósteres.
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Guau. Estupendo.
Demasiado interesante. Tantos detalles que desconozco. Muchas gracias.