Gracias a su empleo en diversas bandas sonoras cinematográficas, en anuncios publicitarios o en programas de radio y televisión, varios de los motivos contenidos en las dos suites de Peer Gynt se han convertido en algunos de los más populares de todos los tiempos. La triste e injusta paradoja es que prácticamente nadie que no pueda ser calificado como melómano ―o como noruego― es capaz de relacionarlos entre sí ni de poner nombre a su compositor, y ello a pesar de que la figura de Grieg está muy bien documentada. De él se conservan sus diarios, su correspondencia, sus artículos de prensa y el texto de sus conferencias. Igualmente, debido al carácter sociable y viajero que cultivó a lo largo de toda su vida, es mencionado a menudo entre los escritos de otros artistas de su tiempo y en múltiples crónicas periodísticas de todo el viejo continente.
Edvard Hagerup Grieg nació el 15 de junio de 1843 en Bergen, la segunda ciudad más populosa de Noruega y la más lluviosa de Europa ―se producen precipitaciones alrededor de 275 días al año y la humedad relativa rara vez baja del 70%―. En general, Grieg es considerado una especie de padre cultural de la patria, al mismo nivel que Munch o Ibsen; pero la adoración llega a su apogeo en su ciudad natal, donde su presencia resulta incluso más intensa que la de Mozart en Salzburgo. Por supuesto, el origen de la importancia de este compositor para los noruegos se encuentra en su calidad artística; sin embargo, resulta imposible separarla de un sentimiento nacional algo exacerbado.
Salvo por lo que se refiere al antiguo reino vikingo, en cuya historia pesa mucho más la mítica que los datos fidedignos, Noruega no ha sido plenamente independiente hasta 1905; sin embargo, tampoco puede decirse que alguna vez haya dejado de serlo desde un punto de vista práctico. A pesar de haber estado unida en diferentes etapas a Dinamarca, a Suecia o a ambas a la vez ―o incluso a Inglaterra en los tiempos de Canuto el Grande―, nunca dejó de ser un reino de fronteras bien definidas. El problema era que, por motivos demográficos, económicos y geográficos, Noruega siempre resultaba el miembro más débil de la unión. Cuando Grieg nació, su país se encontraba ligado a Suecia por la misma corona, aunque contaba con su propia Constitución de 1814 ―aún hoy vigente― y sus propios poderes públicos. En realidad, se trataba de una forma de confederación en la que cada reino conservaba su soberanía compartiendo la misma política exterior y de defensa, si bien el peso de Suecia en ambas facetas resultaba aplastante. La disolución final llegaría a lo largo de 1905, y aunque el proceso no estuvo exento de enormes tensiones, concluyó de manera pacífica.
En ese contexto histórico, y aunque pueda ser considerado uno de los últimos románticos, Grieg constituye un ejemplo casi paradigmático de compositor nacionalista, como lo fueron Sibelius en Finlándia; el Grupo de los Cinco en Rusia; Smetana y Dvořák en Bohemia; Bartók en Hungría; Albéniz, Falla y Granados en España o incluso, algo más tarde, Ginastera en Argentina. Por supuesto, y aunque en ocasiones hayan ido de la mano, no hay que confundir nacionalismo político con nacionalismo musical. En la historia de la música, se denomina nacionalismos a las corrientes creativas que incorporan elementos folklóricos o tradicionales ―generalmente los propios del país del compositor, aunque no siempre, como demostraron los franceses Lalo con su “Sinfonía española” (1874) o Bizet con “Carmen” (1875)―. En el caso de Grieg, salvo por el hecho de que durante una temporada le dio por estudiar nynorsk ―una variante artificial del noruego escrito que pretende purgarlo de cualquier influencia danesa―, no hay ningún indicio de que le preocupara lo más mínimo la plena independencia de su país ni la política en general. Eso no evitó que fuese tomado como símbolo de los separatistas, que en varias ocasiones, exagerando hasta la caricatura la situación del pueblo noruego, pretendieron convertirle poco menos que en su Chopin particular. Semejantes intentos de instrumentalización de su nombre acabaron haciendo reaccionar al compositor, que redactó y envió a los principales periódicos de Oslo ―entonces Christiania― un artículo titulado “Un credo cosmopolita”. Columnista habitual en su condición de intelectual reconocido, no era la primera vez que trataba de desprenderse de la etiqueta de nacionalista, pero sí la menos ambigua:
Fui formado en la escuela alemana, estudié en Leipzig y, musicalmente hablando, soy por completo alemán. Pero después me mudé a Copenhague y aquello me reveló que tan sólo podría desarrollarme sobre una base nacional. Fueron nuestras canciones tradicionales noruegas las que me mostraron el camino a seguir. En Alemania, la crítica me trató mal porque no encajaba en ninguna de las categorías en las que se suele incardinar a los compositores. En Alemania suelen decir: “¡Grieg norueguiza!”. Y es cierto que me inspiro en las tonadas folklóricas noruegas; pero ni siquiera Mozart y Beethoven habrían llegado a hacer lo que hicieron si no hubiesen contado con los antiguos maestros como modelo. La canción tradicional alemana, de la que tan orgullosos se sienten, constituyó un cimiento sólido para esos antiguos maestros, porque sin la música popular ninguna música artística es posible. Me di cuenta de ello con toda claridad. Y ahora me dicen que norueguizo… Sé muy bien por qué mi música le suena tan nacional a los oídos alemanes, pero también debo tener en cuenta el hecho de que gran parte de mi personalidad se la debo a mi germanización, y es una parte que no puede hallarse en el carácter nacional nórdico. Creo, no obstante, que existe cierta capacidad en el pueblo noruego para aprehender ese sentido de la armonía que, de hecho, quizá yacía en mi interior de alguna manera. Al igual que nuestros poetas escriben una y otra vez obras basadas en las sagas mitológicas, también los compositores pueden y deben rebuscar su arte en nuestras raíces musicales.
En realidad, su vida estuvo ligada al arte y a la cultura desde su nacimiento, y pocas veces mostró interés por cualquier otro asunto. Su madre, Gesine, que era considerada la mejor profesora de piano del país, le educó en su práctica poco menos que desde que pudo ponerse en pie y, a juzgar por las palabras del propio músico, no hubo la más mínima imposición en ello:
¿Por qué no comenzar recordando la extraña satisfacción mística que suponía estirar mis brazos sobre el teclado y acometer no una melodía, ¡ni soñarlo! No, sólo armonías. Primero un tercera mayor, luego un ternario, después un acorde de séptima. Y, finalmente, con las dos manos colaborando entre sí, ¡oh, alegría!, un acorde de novena con cinco tonos. Una vez que hube descubierto aquello, mi secuestro no necesitó de ninguna atadura. ¡Eso sí que fue un éxito! Ningún éxito posterior fue capaz de cautivarme como aquél. Por aquel entonces, tenía alrededor de cinco años de edad. Un año más tarde, mi madre comenzó a darme verdaderas lecciones.
La señora Grieg tenía fama de ser una profesora muy estricta y exigente, si bien en el caso de su hijo supo combinar muy bien esa autoridad docente con su cariño como madre. Además, se dio cuenta enseguida de que al futuro compositor le atraía mucho más experimentar por su cuenta que repetir escalas de memoria, de modo que de vez en cuando se las apañaba para dejarle solo frente al piano mientras permanecía secretamente atenta a todas sus evoluciones ―aunque el truco debió de quedar bastante al descubierto cuando en una ocasión le gritó desde la cocina: “¡Qué vergüenza, Edvard G.! ¡¿Cómo se te ocurre meter un fa sostenido ahí?!”―. Este espíritu curioso le acompañó durante toda su carrera, llegando incluso a desafiar a sus profesores del Conservatorio de Leipzig ―donde ingresó con 15 años recomendado por Ole Bull, que le oyó tocar por casualidad durante una visita de cortesía a su madre― añadiendo cromatismos a los ejercicios de escalas, un rasgo compositivo que continuará siendo perceptible durante la práctica totalidad de su carrera.
Sus profesores en Leipzig no sólo le inculcaron profundamente las influencias de Schumann, Mozart, Beethoven y Mendelssohn ―fundador del Conservatorio en 1843―, sino que le quitaron de la cabeza las ganas de profundizar en la que hasta entonces había sido su vocación más marcada: la de clérigo ―pastor protestante, en su caso―. No hay nada que indique que Grieg se criase en un ambiente familiar especialmente religioso ―dejando a un lado que por aquel entonces toda Escandinavia constituía un ambiente especialmente religioso―; pero lo cierto es que, en lugar de jugar a cosas normales, de niño solía entretenerse fingiendo que soltaba sermones. De la época de Leipzig es su primera composición seria, “Cuatro piezas para piano”, catalogada como su Op. 1, que incluso antes de graduarse tuvo la oportunidad de interpretar en la Gewandhaus, ya por entonces la sala de conciertos más prestigiosa de Alemania.
Inmediatamente después de terminar sus estudios en el Conservatorio, decidió pasar una temporada en Copenhague atraído por su ambiente intelectual. Allí conocería a la que sería el único gran amor de su vida: su prima Nina, en casa de cuyos padres estuvo hospedado. En un principio, sus tíos se opusieron al enlace, oficialmente porque creían que de la música no se podía vivir, aunque seguramente también pesó bastante el miedo a la endogamia. En cualquier caso, sus argumentos se vinieron un poco abajo cuando Nina comenzó a estudiar canto y a destacar rápidamente como soprano. Los diarios de Grieg se convierten en esa época en una sucesión de cursiladas un tanto embarazosas de reproducir, pero no dejan lugar a dudas de que no se podía estar más enamorado. De ese periodo es una de sus canciones más conocidas: “Jeg elsker dig” (“Te quiero”), cuya partitura estaba encabezada con la prohibición expresa de que nadie más que Nina la cantara, dado que se trataba de un regalo para ella. A partir de entonces, su futura esposa ―finalmente se casarían en 1867, tres años después de conocerse― se convertiría también en su musa y en la voz de todas sus composiciones vocales.
Grieg aprovechó también su estancia en la capital danesa para conocer a Henrik Ibsen y para hacerse buen amigo de Hans Christian Andersen, que compondría los versos de su canción “Hun er saa vid” (“Ella es tan blanca…”), dedicada al recuerdo de Alexandra, la única hija que tuvo con Nina. La pequeña murió de meningitis con apenas un año de edad, y esa tragedia significó el primer choque de Grieg con una vida que hasta entonces le había tratado con bastante benevolencia y que ahora le reservaba una etapa aciaga. En un periodo de pocas semanas, perdió inesperadamente a su padre y a su madre y Nina sufrió un aborto espontáneo que la obligó a someterse a una peligrosa histerectomía para salvar su vida. Esta sucesión de calamidades le sepultó en una depresión larga y profunda, que en su caso se tradujo en una práctica imposibilidad para componer y en una necesidad de aislamiento que le llevó a separarse de su esposa durante unos meses y a interrumpir la llevanza de su diario.
Irónicamente, ese tránsito coincidió con el despegue de la popularidad de sus canciones, en las que ya comenzaba a introducir elementos folklóricos noruegos. Su música le resultaba muy fácil de aprehender al público en general, y además enaltecía su orgullo patrio, bastante necesitado de cariño por aquel entonces. El porqué Grieg no acometió obras de mayor complejidad no queda claro ni en sus diarios ni en su correspondencia, aunque seguramente tenga que ver con la sinfonía que compuso mientras estudiaba en Leipzig y de la que quedó tan insatisfecho que prohibió su interpretación. En cualquier caso, lo que ganaba con sus canciones resultaba suficiente para mantener el hogar de una manera más o menos digna, y no parece que la ambición estuviese entre los rasgos más destacables de su personalidad. De hecho, en su búsqueda de tranquilidad, adquirió una cabaña cerca del fiordo de Hardanger, a más de cinco kilómetros del vecino más cercano, a la que bautizó como Komposten ―un juego que palabras intraducible al castellano que viene a significar “el refugio del compositor” y, a la vez, “cuchitril”―. Allí pasaba las horas muertas luchando por recuperar el ánimo mediante la dedicación al trabajo; sin embargo, tan sólo lograba crear melodías: no hay ni un solo boceto armónico perteneciente a ese periodo. Puede que se tratase de un destello de humor o que realmente hubiese perdido la confianza en su propio talento, pero en la puerta de su casa colgó un cartel que decía: “Si alguien pretende saquear esto, por favor, deje las partituras: no tienen ningún valor para nadie, excepto para Edvard Grieg”. El aislamiento y la búsqueda de consuelo le condujeron a extremar sus sentimientos religiosos, hasta el punto de que aprovechó un viaje a Liverpool en 1888 para afiliarse a una secta unitarista. Resulta muy complicado, sin embargo, detectar en su música esa influencia mística sin que medie la ansiedad por hallarla.
Aunque públicamente debía de ser una persona muy discreta y afable, en sus diarios no solía dejar títere con cabeza cuando se trataba de criticar la obra de otros compositores. Es cierto que les aplicaba el mismo tamiz que empleaba consigo mismo, pero no dejan de resultar llamativos algunos pasajes, como el que dedica en 1866 a una composición de Liszt que no llega a identificar explícitamente:
Enseguida resulta evidente que no era capaz de dominar sus pensamientos, sino que más bien prefería ser su esclavo, que está vacío de estilo, y que si se eleva en algún momento es sólo para hundirse más hondo después. Luego viene una frase enteramente italiana ―Grieg no soportaba la música italiana, especialmente el bel canto: la encontraba aburrida y falta de inspiración― y después de eso una secuencia completamente trivial que ni siquiera está dentro de contexto. Y, por fin, otro momento en el que Liszt deviene indescriptiblemente genial, es decir: sólo se llega a entrever su genialidad; nada más. Porque enseguida llega el desengaño provocado por alguna banalidad o por algo aburrido o barroco.
Unos años más tarde, tal y como acostumbraba a hacer con cualquier joven compositor que comenzase a destacar, el propio Liszt le invitó a visitarle en Roma para oírle tocar. Tras esa entrevista, a la que Grieg no llevó sus canciones, sino una de sus obras más elaboradas: el Concierto para piano en la menor (Op.16), su opinión sobre el magiar pasó a ser que se trataba de “un genio inigualable dentro de la esfera del arte”. El viejo maestro, por su parte, se mostró sorprendido por la naturalidad que desprendían las partituras de su invitado y decidió apoyarle en todo lo que estuviera en su mano, que era mucho. Le dijo también unas frases que Grieg anotó en su diario y que a partir de entonces portaría como una especie de lema imperial: “Persevera en tu camino. Déjame decirte que tienes talento de sobra para ello, así que… ¡No permitas que te desanimen!”. Liszt pasó así a reinar en el olimpo de Grieg por encima de todos los demás compositores habidos y por haber.
Su nuevo dios, además, cumplió con su palabra y en pocos meses toda la Europa melómana estaba enterada de la admiración que había despertado en él aquel joven nórdico. Ese simple respaldo, tan indirecto como abstracto, ya resultaba suficiente como para conceder a Grieg un crédito de fama bastante alto en prácticamente cualquier lugar. El eco de su éxito llegó a oídos de Henrik Ibsen, que le había perdido la pista desde sus años de Copenhague. El literato llevaba una temporada dándole vueltas a la posibilidad de estrenar Peer Gynt, una extraña obra que había escrito en 1867. Se trataba de una tragicomedia en cinco actos en verso que cuenta la historia de un joven de pueblo bastante bruto, bebedor y pendenciero que, por extrañas casualidades, inicia un periplo vital a lo largo y ancho del mundo para finalmente regresar a sus orígenes a tiempo de morir en brazos de su paciente amor de juventud, a la que unos sesenta años antes le había dicho que se iba a por leña y que ahora mismo volvía. Algunos críticos destacan en ella una sátira aparente de las sagas nórdicas, similar a la que se encuentra en el Quijote con respecto a las novelas de caballerías, donde el objeto de la burla no constituye más que una coartada para realizar una crítica universal. No obstante, el ánimo satírico en la obra de Ibsen quizá sea más sutil y concreto que en la de Cervantes y, desde luego, su protagonista presenta un marcado signo antiheroico que le separa del hidalgo manchego, a pesar de que la influencia de este personaje en Peer Gyntresulte obvia. Lo fantástico y lo onírico se hallan presentes durante todo el desarrollo de la acción; sin embargo, esos elementos tan sólo funcionan como metáforas, o incluso distracciones, alrededor de la cuestión central del drama: qué hace realmente valiosa una vida, si es que es posible que algo tan fugaz pueda tener algún valor.
La obra puede resultarle rara incluso a los que estén familiarizados con el estilo de Ibsen. De hecho, no fue escrita para ser representada, sino para ser leída por varias voces, al estilo de “La Celestina” (Fernando de Rojas, 1499). En su forma original, Peer Gynt resultaba irrepresentable debido a su número inconmensurable de personajes y figurantes y a la diversidad y complejidad de sus decorados, que además se suceden a una velocidad inasumible para cualquier equipo de tramoyistas. Cuando decidió que merecía la pena estrenarla, Ibsen hizo lo posible por simplificar el montaje; pero a pesar de ello seguía resultando necesaria una gran labor de escenificación. Con el objeto de que el público no se aburriera mientras se cambiaban los decorados, el dramaturgo creyó que sería una buena idea rellenar esos vacíos con piezas musicales, y además se dio cuenta de que algunas escenas podrían ganar mucho con un poco de música incidental.
Grieg aceptó el encargo; pero en su ánimo se mezclaron tanto la ilusión por colaborar con una celebridad nacional de la talla de Ibsen como un sentido de la responsabilidad quizá desmedido. Sus cartas de aquel periodo demuestran que la encomienda supuso todo un tomento para él. Por un lado, temía no estar a la altura; por otro, nunca había trabajado sometido a plazos y sentía pánico ante la idea de no poder cumplirlos. Además, se encontró con que debía musicalizar un texto de una complejidad enorme, que ya contaba con su propio ritmo poético y que presentaba constantes variaciones de métrica y temática, así como situaciones y ambientes por completo distintos entre sí. Por suerte, y en gran parte gracias a Nina, supo convencerse de que él era la única persona en el mundo que podía realizar esa labor. Al fin y al cabo, lo que Ibsen había hecho con las palabras era lo mismo que él hacía con las notas musicales: salpicar con folklore endémico el tronco cultural occidental. Y, efectivamente, en Peer Gynt se percibe una exaltación del carácter noruego, dado que su protagonista puede ser tomado como una alegoría de esa tradición temeraria que abarca desde las expediciones vikingas hasta Amundsen. Es nacionalista en el sentido de que Noruega, y no su unión con Suecia, es sutilmente colocada en la misma mesa que Francia, Alemania, el Reino Unido o su propia hermana escandinava; pero en ningún caso implica el más mínimo asomo de supremacismo, porque si algún rasgo destaca sobre los demás en la personalidad de Peer Gynt es, simple y llanamente, que es tonto.
Finalmente, la obrafue estrenada el 24 de febrero de 1876 en el Teatro Mollergaden de Cristiania con la partitura de Grieg ―él mismo dirigió la orquesta―. Aunque pueden identificarse algunos motivos comunes entre sus veintitrés fragmentos, la música carecía de la necesaria coherencia como para ser tocada de corrido si se la despojaba de la acción a la que acompañaba. Consciente de ello, Grieg trató de reorquestarla durante el resto de su vida; aunque la partitura definitiva no pudo ser publicada hasta 1908, cuando el compositor ya había muerto. Se trata de una obra grandiosa, con varios coros y con más de hora y media de duración. No obstante, apenas es interpretada en la actualidad si no es como curiosidad, dado que las dos suites que Grieg había formado con anterioridad, seleccionando cuatro movimientos para cada una de ellas, habían alcanzado una enorme popularidad que aún hoy se mantiene.
Aunque los movimientos de las suites conservan los nombres de las escenas de la obra de Ibsen, no siguen un orden cronológico, sino que están colocados atendiendo únicamente a criterios musicales. El primero de la Suite nº 1, titulado “La mañana”, es una pieza de tal expresividad que, si no fuese un contrasentido, podríamos llegar a hablar de música figurativa. No en vano, resulta extraño que quien la escuche no se imagine un amanecer despejado y bucólico, lleno de verdor y pajaritos. Obviamente, son los primeros compases, a cargo de la flauta travesera y del oboe, con el apoyo de las cuerdas, los que recuerdan los trinos, la brisa entre las hojas o incluso el zumbido de algún insecto, para después pasar a un crescendo en el que se evocan sus vuelos bajo la grandiosidad del sol naciente. Tras esa visión de conjunto, varios instrumentos van tomando sucesivamente el protagonismo para desarrollar el tema, cada uno con ligeras diferencias, como si se llamase al oyente a fijar su mirada cada vez en un detalle distinto del paisaje que se le está pintando. Aprovechando las palabras que el propio Ibsen escribió para el protagonista de su tragicomedia:
Peer gynt (llega cortando una flauta de corteza): ¡Oh, qué mañana tan magnífica! El escarabajo hace su bola para desayunarse; el caracol sale arrastrándose de su casa estrecha. Sí, la mañana es una cosa bella. Hay un poder maravilloso en este claro esplendor matinal. Se siente que músculos y venas se dilatan; quisiera uno luchar con toros… ¡Y qué paz alrededor!… ¡Oh, los goces del campo!… No puedo comprender por qué los he despreciado. Encerrarse en las grandes ciudades para que el populacho le pise y le empuje a uno… Ved cómo corre la lagartija sin rumbo ni dirección. ¡Qué inocencia sobre este mundo de animales!, cada cual hace lo que el Creador le manda.
No deben existir muchos casos en los que dos artistas hayan conseguido decir prácticamente lo mismo a través de vehículos distintos, uno con palabras, el otro con notas musicales. Sin embargo, para encontrar la verdadera identidad tenemos que acudir al movimiento decimotercero de la partitura para la obra de teatro (op. 23), pues es ahí donde el motivo se desarrolla originalmente como preludio del acto cuarto, después de haber sido presentado o insinuado en los pasajes previos. Por lo tanto, cuando “La mañana” aparece en la música incidental la acción está ya muy avanzada. Grieg, sin embargo, prefirió colocar este movimiento al principio de sus suites, creando así la ilusión de una narrativa interna. Además, lo acortó y aceleró un poco su tempo, logrando un desarrollo completo del tema muy fácil de aprehender y disfrutar por cualquier oído, dada su sencillez melódica y la ausencia de cualquier contrapunto.
El segundo movimiento lleva por título “La muerte de Aase”, la madre del protagonista. El episodio se sitúa al final del acto tercero, por lo que en la partitura para la obra teatral esta pieza precedía a “La mañana” en lugar de sucederla, como ocurre aquí.
Aase: ¡Oh Peer, siendo contigo me marcharía a gusto de este mundo!
Peer Gynt (restallando el látigo): ¡Aprisa, caballo; que no te tenga que azuzar!
Aase: Pero ¿vas bien, Peer?
Peer Gynt: El trineo va por el camino real.
Aase: No, Peer, vamos mal.
Peer Gynt: Ya veo el castillo; el viaje se acaba.
Aase: ¡Oh, Peer, no quiero temblar! ¡Acaso todo salga bien!
Peer Gynt: ¡Pronto podrás comer, caballo mío! En la puerta hay gran gentío. Peer Gynt llega con su madre, sentada en su regazo. ¿Qué dices tú, san Pedro? ¿Dejas entrar a mi madre? ¡Abre, viejo verde! ¡Deja que griten las almas piadosas! A mí pueden seguir maldiciéndome; así como así pocas veces las habré edificado. Y, sin embargo, tendrías que buscar largo tiempo para encontrar una piel tan honrada como la mía. Bien, no quiero molestar a los timoratos; daré la vuelta. Me he burlado de ellos muchas veces y me lo han tomado a mal. Pero a ella tenéis que honrarla y respetarla y hacer cuanto os pida; porque si bien se considera…, muchos santos hay que están enfermos. ¡Pero allí está Dios Padre! ¡Ahora vas a ver, san Pedro!… (Con voz profunda.) ¡Calla con tus tonterías! ¡Aase puede entrar cuando quiera! (Se ríe en alta voz y mira a su madre.) Si quisieras, te cantaría una canción. (Con miedo.) Madre, ¿cómo estás tan rígida y sin moverte? (Va a la cabecera de la cama.) ¡No estés así mirando tan fijamente! ¡Habla, madre!… ¡Es tu Peer!… (Le toca la frente y las manos; luego tira la cuerda en la silla y dice con voz apagada.) ¿De modo que…? (Como si se dirigiera al caballo.) ¡Puedes descansar y esperar! ¡No seguiremos en mucho tiempo! (Le cierra los ojos y se inclina sobre ella.) ¡Gracias por todo, por las riñas y los golpes, y las bromas y los besos! ¡Y tú dame también las gracias por el viaje!… (Apoya la mejilla sobre los labios de su madre.) ¡Éste es el fin!
Peer ya es un joven de unos veinte años y acaba de regresar de lo que, en términos quijotescos, podríamos denominar “su primera salida”. Tras meses desaparecido en las montañas, a las que llegó huyendo de una turba hostil, aparece en su casa para encontrarse con su madre en agonía lúcida. Ésta le informa de su convencimiento de que su final está cerca y Peer, con el fin de animarla y quitarle esa idea de la cabeza, bromea sobre el asunto fingiendo que él mismo la lleva en un trineo hasta las puertas del Paraíso. Sin embargo, la muerte llega en mitad de la broma. Se mezclan, por lo tanto, un profundo dramatismo con la alegría del juego entre una madre y un hijo que, a pesar de su edad, no ha dejado de ser un niño y nunca dejará de serlo del todo. Consciente de este contraste, Grieg elaboró una partitura sólo para cuerdas que desprende tristeza y serenidad por partes iguales. A pesar de que se puede percibir cierto aire procesional, no nos encontramos ante una marcha fúnebre de ritmo marcado, sino ante un entramado melódico que deja fluir con dulzura. En sus indicaciones a la orquesta, Grieg hizo constar “andante doloroso”, una impronta que se ha ido consolidando hasta nuestros días para este tipo de composiciones incidentales sobre escenas luctuosas. Sin ir más lejos, John Williams lo utilizó para la suite que extrajo a partir de su partitura para “La lista de Schindler” (Steven Spielberg, 1993).
Tras ésta, como tercer movimiento, comienza “La danza de Anitra”, una pieza sencilla basada en compases de tres por cuatro que describe uno de los momentos más cómicos de la obra de Ibsen. En el acto cuarto, un Peer Gynt ya muy maduro se encuentra perdido en el Sahara, después de que los que estimaba que iban a ser sus futuros socios ―las alegorías de Francia, Alemania, Suecia y el Reino Unido― hayan huido con la mayor parte de las riquezas que el antihéroe había ido acumulando durante sus años como tratante de esclavos. Un grupo de jovencitas árabes le toma por un profeta y le honran bailando para él. Peer Gynt se encapricha con una de ellas, Anitra, y decide raptarla. Como puede deducirse, tras haber tomado la iniciativa de la manera más avasalladora posible, Peer Gynt vuelve a ser engañado por su supuesta víctima:
(Camino de caravanas. El oasis queda muy lejos. Peer Gynt va por el desierto en su caballo. Anitra montada delante de él.)
Anitra: ¡Déjame, o te muerdo!
Peer Gynt: ¡La fierecilla esta…!
Anitra: ¿Qué es lo que quieres?
Peer Gynt: ¡Jugar a la paloma y el milano, robarte, hacer locuras!
Anitra: ¡Avergüénzate! ¡Un viejo Profeta…!
Peer Gynt: ¡Oh, parece que quieres bromear con mi edad! ¡El Profeta no es tan viejo, tontilla!
Anitra: ¡Déjame! ¡Quiero irme a mi casa!
Peer Gynt: Eso me hace gracia. ¿Con tu suegro? ¿Con tus primos y parientes? Nosotros, pajarillos alegres huidos de la jaula, navegaremos libremente por las ondas de la vida. Además, hija mía, siempre es malo quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. Se conoce mejor a las gentes, pero el respeto no gana nada, y si se lleva la carga de un Profeta, pronto empieza uno a desacreditarse. ¡Hay que ser fugitivo como una poesía de juventud! Ya era tiempo para hacer estas consideraciones. Empezaban a mostrarme menos respeto, sin disculparse siquiera; echaba de menos el incienso y otros homenajes.
Anitra: ¿Pero eres profeta?
Peer Gynt (va a besarla): ¡Soy tu emperador!
Anitra: Dame el anillo que llevas en tu mano.
Peer Gynt: Toma todas estas bagatelas, Anitra mía.
Anitra: Tu voz suena como música y te rejuveneces a cada momento.
“La danza de Anitra” carece de cualquier complejidad y, a pesar de su deliciosa melodía, esto ha llevado a muchos críticos a preguntarse por qué Grieg la incluyó en la suite a despecho de otros fragmentos más jugosos. Lo cierto es que su elección debió de basarse en motivos de estrategia musical más que en la mera calidad. Salvo por apuntes aislados de triángulo, la pieza es interpretada exclusivamente por las cuerdas con un destacado empleo del pizzicato, por lo que sirve como puente entre el segundo movimiento y el cuarto. En realidad, Grieg no tenía por qué estructurar sus suites en cuatro movimientos ni de ninguna otra manera, pues en su época este tipo de composición ya se consideraba completamente libre. No obstante, eligió organizarlas como una especie de pequeñas sinfonías, y desde esa perspectiva “La danza de Anitra” cumple a las mil maravillas como minueto o scherzo, aunque en puridad no sea ninguna de las dos cosas.
El último movimiento, cuyo título suele ser traducido literalmente al castellano como “En el salón del rey de las montañas” ―aunque quizá fuese más afortunado y preciso “En la corte del rey de las montañas”―, contiene el tema más popular que jamás compuso Grieg. Cualquier cinéfilo identificará inmediatamente la melodía que, antes de cada uno de sus ataques, silbaba Peter Kürten, el personaje encarnado por Peter Lorre en “M, el vampiro de Düsseldorf” (Fritz Lang, 1931). La música fue originalmente compuesta para acompañar un pasaje del acto segundo de la obra de Ibsen, el único de todo el drama en el que realmente aparecen criaturas mitológicas propias del folklore nórdico. El rey de las montañas, o “el viejo Dovre”, como realmente se llama al personaje, es una extraña figura de apariencia humana ―aunque sobre él pesa la duda de si tiene rabo o no― que gobierna sobre duendes, espíritus del hogar y enanos. Dovre es en realidad un pueblo noruego cuya región, accidentada, lluviosa y agreste, lo conforma como el escenario ideal de varias leyendas populares, entre ellas la que advierte de que en su subsuelo se esconde un reino de troles. En ningún momento menciona Ibsen a tales seres en su texto; sin embargo, la idea de que sí que lo hace se ha extendido de tal modo que se les hace aparecer en algunas traducciones. Incluso el propio Grieg se refiere a ellos a la hora de repartir los papeles del coro con el que terminaba el fragmento en la partitura incidental, en el que estos seres discuten cómo deben comerse al bueno de Peer. Grieg renunció a esos coros en el cuarto movimiento de la suite, sustituyéndolos por un crescendo desbocado en el que la intensidad de los metales pueden llegar a hacer dudar al oyente sobre la presencia de voces humanas entre ellos.
En poco tiempo, “En el salón del rey de las montañas” se convirtió para los nacionalistas noruegos en algo parecido a lo que “La cabalgata de las valquirias” significaba para el pangermanismo. Evidentemente, no fue ése el deseo de Grieg. Una persona que se había pasado la vida dando vueltas por Europa no podía caer fácilmente en tesis políticas xenófobas. Viajar le obsesionaba, y ni siquiera el precario estado de salud que llevaba arrastrando desde sus tiempos de Leipzig, cuando una neumonía con posible origen tuberculoso le dejó como secuela un pulmón inutilizado de por vida, había sido capaz de frenarlo.
Alrededor del cambio de siglo comenzó a sufrir síntomas de fatiga más alarmantes, y a partir de 1905 la muerte se hace un asunto omnipresente en su diario, aunque no de una manera decididamente pesimista, sino con la esperanza de que siempre se retrasase el tiempo suficiente como para poder acometer una nueva travesía. Por aquel entonces, la popularidad de su música ya se había extendido por todo el continente, de modo que era rara la plaza en la que no le rogaban que la interpretara o dirigiera. Para él significaba sentirse reconocido, de modo que siempre accedía a ello y, de hecho, parece que en ocasiones le costaba contener las lágrimas ante los aplausos; pero no por ello dejaba de suponer un esfuerzo que quizá ya no estaba en condiciones de afrontar sin riesgos. La muerte le llegaría en el crepúsculo del 4 de septiembre de 1907 en su ciudad natal, a donde había regresado para pasar sus últimos días. Tan sólo un mes antes había ofrecido un largo recital con Nina, a la que incluso fue capaz de acompañar con su voz en varias canciones. Sus cenizas fueron enterradas en el punto más alto del fiordo en el que se hallaba su cuchitril, donde seguramente había sido bastante más feliz de lo que había hecho constar en sus diarios.
Recomendaciones: la grabación que he elegido para este artículo es una de las más celebradas de las muchas que se han realizado. Fue editada en 1989 por Deutsche Grammophon con el director estonio Neeme Järvi (no confundir con su hijo Paavo) al frente de la Sinfónica de Gotemburgo. El disco incluye las dos suites de Peer Gynt, la Suite Lírica (op. 54) y Sigurd Jorsalfar. Puede adquirirse siguiendo este enlace de Amazon.
La empleada para el extracto de la música incidental con el que termina el artículo fue editada por Unicorn Records en 1978, con el noruego Per Dreier dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de Londres y al Coro Sinfónico de Oslo. Actualmente está descatalogada, pero puede adquirirse de segunda mano en este enlace.
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… no me queda duda alguna que la palabra es así mismo música, y ésta, para ser música cabal y plena, debe contar con la palabra. Historiada de esta suerte la vida del compositor, se está ante la certeza que fue hombre de enorme sensibilidad y la belleza en el contexto de su obra, no deja dudas al respecto. Sana y expedita pedagogía para adentrarnos en el mundo brumoso y cautivante de noruega …