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El Galo Capitolino: el mármol también sangra

Galo capitolino

En 1622, a sus 26 años recién cumplidos, Ludovico Ludovisi ya era cardenal, arzobispo de Bolonia y camarlengo de la Cámara Apostólica. Es cierto que, más que a sus propios méritos personales, debía tan fulgurante carrera eclesiástica al hecho de ser el sobrino bienamado de Gregorio XV; pero no lo es menos que las cosas se ven borrosas desde las alturas, de modo que Ludovisi se convenció de que tarde o temprano ocuparía la Cátedra de San Pedro y consideró muy juicioso contar con una villa romana a la altura de su prometedor futuro, por lo que adquirió un amplio terreno alrededor de donde hoy se encuentra Via Veneto.

Desgraciadamente para él, Gregorio XV murió al cabo de un año y fue sucedido por Urbano VIII, el famoso Barberini que, tal y como rezó el pasquín más célebre de la historia, acabó haciendo lo que no hicieron los bárbaros. El nuevo pontífice ya disponía de sus propios sobrinos, de modo que el viento cambió de sentido para el joven cardenal, que prácticamente antes de que se apagase la fumata blanca ya había sido cesado como camarlengo. Por si fuera poco, el papa Barberini resultó especialmente longevo; bastante más que el pobre Ludovico, que moriría menos de diez años más tarde sin haber avanzado lo más mínimo en su carrera vaticana. Villa Ludovisi, no obstante, fue finalmente construida sobre un proyecto de Domenichino y perduró hasta finales del siglo XIX, cuando, pese a las grandes protestas de la intelectualidad conservacionista romana, fue casi completamente derruida y vendida por parcelas.

Galo capitolino Ludovico Ludovisi
Ludovisi tío y Ludovisi sobrino retratados por Domenichino en 1622.

Acometer obras en Roma siempre implica un cierto grado de aventura. Las posibilidades de toparse con alguna ruina que paralice los trabajos rozan la certeza, y el valor del hallazgo generalmente no compensa ni de lejos el trastorno ocasionado. No siempre es así, claro está, y por lo menos en este aspecto Ludovico sí que tuvo suerte, porque bajo la superficie de su solar se hallaba una buena parte de los extensos y mitificados jardines de Salustio, perdidos desde hacía más de un milenio.

Los Horti Sallustiani habían sido construidos por orden y a cargo del magistrado e historiador que les da nombre, Cayo Salustio Crispo, aunque no está muy claro si como propiedad particular o como ofrenda al Pueblo romano. Sea como fuere, y aunque tampoco se tenga ni la más remota idea de para qué eran empleados por la ciudadanía, todo indica que llegaron a ser muy admirados por su belleza. Tanto es así, que Tiberio, un hombre al que se le supone gran afición a todo tipo de preciosidades, los tomó bajo su protección un siglo más tarde. Desde entonces, su cuidado fue pasando de emperador en emperador, por lo que también comenzaron a ser conocidos como los jardines de César (Horti Caesaris). Se sabe que durante algunas fases del principado fueron empleados como residencia imperial secundaria —Nerva incluso murió allí—, de modo que el lugar tuvo que ir llenándose poco a poco de obras de arte y demás lujos.

Galo capitolino piranesi
«Vista de Villa Ludovisi», de Francesco Piranesi (ca. 1780).

Se ignora cuál fue el final de los jardines, pero muchos historiadores suponen que no soportaron el saqueo capitaneado por Alarico en 410. Aunque resulte tentador imaginarse a una horda de bárbaros estereotípicos derribando columnas de mármol y aterrorizando a una refinada ciudadanía de varones togados y mujeres de ropajes vaporosos, ni Roma se parecía ya demasiado a la de la época clásica ni el godo Alarico se distinguía mucho de cualquier general romano de su tiempo —de hecho, ostentaba el título de magister militum, por lo que formalmente era uno de ellos—. Lógicamente, el saqueo visigodo no constituyó ningún placer para los habitantes de la ciudad y seguramente causara un número indeterminado de víctimas mortales entre ellos, pero tampoco pasó de ser una acción de rapiña en el contexto de las confusas luchas por el poder que marcaron los últimos estertores del Imperio. Por ello, es probable que los destrozos en el jardín fueran cometidos en un intento de llevarse sus riquezas como botín de guerra, dejando abandonadas las que estuvieran rotas y aquellas cuyo valor material no compensase su peso, que se fueron cubriendo de polvo y escombros hasta que los obreros de Ludovisi dieron con ellas doce siglos más tarde.

Galo Capitolino 2

Una de las piezas que salieron entonces a la superficie, quizá la que más llamó la atención de sus descubridores, fue este Galo Capitolino, al que en un principio se tomó por una obra original romana que representaría a un gladiador derrotado. Posteriormente, y aunque el asunto sigue sin estar del todo claro, se ha tendido a pensar que sería más bien una copia, seguramente del siglo I, de una de las figuras de bronce que componían el desaparecido monumento votivo con el que Atalo I de Pérgamo agradeció a Atenea Políade su protección durante las guerras contra los gálatas.

Sin que se conozcan los motivos ni las circunstancias exactas, a principios del siglo III a. C., una confederación de tribus celtas, inicialmente asentadas entre las actuales Baviera y Bohemia, inició lo que todavía no se sabe si fue una serie de campañas de conquista o sendas migraciones en masa hacia Italia y los Balcanes. Ésta última estuvo capitaneada por jefes legendarios, como Bolgios, Acicorio o Breno —no, obviamente, el mismo Breno que habría exclamado su terrible Vae vicitis un siglo antes—, y atacó Tracia, Macedonia y Grecia, llegando a cruzar las legendarias Termópilas sin excesivos problemas.

Galo Capitolino 3

Se supone que buena parte de esos invasores regresaron a sus tierras al cabo de varios años, mientras que otros se vieron forzados a adentrarse en Asia Menor, estableciéndose finalmente alrededor de la ciudad de Ancyra, la actual Ankara, en una región que a partir de entonces se llamaría Galacia y sus habitantes los gálatas —parece ser que el término “galo” procede del germano walchaz, que significa “forastero”, y de él se derivan multitud de topónimos y gentilicios, algunos obvios, como Galia, Gales o Galicia, y otros algo menos, como Valonia, Valaquia o Cornualles—.

La llegada de estos nuevos vecinos, muy poco helenizados todavía y guerreros por naturaleza, trastocó aún más el ya frágil equilibrio entre los reinos postalejandrinos. Atacando en ocasiones en provecho propio, otras como mercenarios del Imperio seléucida o del Egipto ptolemaico, los gálatas constituyeron durante décadas una verdadera pesadilla para el floreciente Reino de Pérgamo, hasta que el rey Atalo I, adornado a partir de entonces con el título de Sóter (“salvador”), los derrotó definitivamente en una batalla de la que poco se sabe —tradicionalmente se ha admitido que sucedió en 238 a. C., aunque unos historiadores la sitúan antes y otros después; algunos incluso niegan que se diera ninguna batalla decisiva en concreto, sino que la “derrota” de los gálatas más bien habría venido precedida de varias escaramuzas y algún que otro soborno—.

Galo suicidándose

Se supone que el monumento subsiguiente a tal victoria estuvo compuesto por seis figuras, siendo el Galo Capitolino la copia de una de ellas. Otra seguramente fuera el Gálata Ludovisi, más conocido como “Galo suicidándose”, que también fue extraído de la tierra durante la construcción de la villa de Ludovico y que hoy se halla expuesto en el Palacio Altemps —a veinte deliciosos minutos a pie de su antiguo compañero—. Se trata de una escultura bastante más impresionante y truculenta, puesto que nos presenta a un guerrero erguido de más de dos metros de altura clavándose una espada en el hueco de la clavícula, mientras con la otra mano todavía sostiene el cadáver de su esposa, a la que se supone que él mismo acaba de dar muerte para que no caiga en manos enemigas —lo cual tampoco diría mucho de las intenciones que se les presumían a los vencedores pergaminos, la verdad—. Las otras cuatro figuras se habrían perdido.

Galo ludovisi

Esta teoría no está demostrada lejos de toda duda; pero es muy probable que sea la correcta. Se sabe que Atalo se esforzó por fomentar la cultura y las artes, tanto que se puede afirmar que es durante su reinado cuando surge la llamada “escuela de Pérgamo”, quizá la primera manifestación de escultura helenística verdaderamente original. Fundó también una enorme biblioteca —aprovechando las posibilidades del pergamino, por supuesto, cuya exportación supuso además una enorme fuente de riqueza para el reino—, se supone que tan sólo superada por la de Alejandría, y que no sólo servía para archivar y consultar textos, sino que igualmente se consagró como el principal foro filosófico de su tiempo. Bajo su reinado y el de sus sucesores, la ciudad acabó convirtiéndose en un gran centro cultural que atraía a los mejores artistas de la Hélade, llegando a rivalizar en grandeza con la Atenas clásica.

Galo Pérgamo
Reconstrucción artística de la acrópolis de Pérgamo, por Friedich von Thiersch (1882).

Como puede observarse, el Galo Capitolino representa una figura masculina desnuda y semiyacente, tallada y pulimentada en mármol a escala natural —si bien en la Antigüedad su metro noventa de estatura habría hecho del guerrero un verdadero gigante—. Bajo su pectoral derecho se abre una herida de la que mana sangre, que el moribundo parece contemplar con una mezcla de resignación e incredulidad. Es posible que en su momento estuviese policromada, como solía ser costumbre; aunque a simple vista no presenta restos de pintura y tampoco se han empleado sobre ella métodos de detección más sofisticados. Su escorzo, bastante más delicado y natural que en otras obras helenísticas, evidencia el gran estudio previo que debió de llevar a cabo su creador, tanto por lo que se refiere a la anatomía como al efecto dinámico que le confiere la tensión imprimida a la musculatura y el entramado de diagonales que genera la flexión de sus extremidades. Igualmente, su gran realismo, sobre todo por lo que se refiere a los rasgos faciales, ha llevado a varios estudiosos a preguntarse si no nos hallaremos ante algún jefe gálata en concreto —si bien hay indicios para pensar que ni los romanos ni los griegos consideraban que un retrato tuviese por qué parecerse físicamente al retratado—.

Galo cara

Ludovisi, gran mecenas y amante del arte, exhibió con orgullo sus hallazgos y, tal y como ocurrió en 1506 con el redescubrimiento del Laocoonte, la popularidad del Galo se extendió con rapidez por toda Europa, en parte gracias a que su estética se amoldaba perfectamente al gusto barroco de la época. Los artistas helenísticos seguían buscando la belleza ideal; pero estaban más preocupados por satisfacer las preferencias de sus nuevos clientes, que en un primer momento fueron los diádocos y sus sucesores —generalmente militares de carrera no demasiado versados en cuestiones artísticas— y, un tiempo más tarde y cada vez con más frecuencia e importancia, los “nuevos ricos” romanos, a los que al principio complacía casi cualquier cosa que oliese vagamente a griego o a oriental.

Aunque a este periodo debemos buena parte de las esculturas más celebradas de toda la Antigüedad, el arte volvió a asemejarse en gran medida a la artesanía. La mayor parte de los escultores helenísticos dejaron de firmar sus obras y muchas veces realizaban varias copias de los motivos que mejor se vendían. De este modo, se fue generalizando la recreación de emociones, en ocasiones exaltadísimas: el famoso pathos, que según muchos académicos no respondía más que a un intento de seducir a posibles compradores no del todo cultivados. Según Plinio el viejo, el arte se detuvo tras la muerte de Lisipo (“Deinde cessavit ars”), que ocurrió alrededor de 318 a. C.; aunque seguramente se refería más bien a la ausencia de avances técnicos que a la calidad del arte en sí.

En cualquier caso, en los albores del siglo XVII nuestro Galo fue recibido en su nueva vida con muestras de admiración unánimes. Muchos nobles y potentados encargaron copias, entre ellos Luis XIV o su tío carnal, Felipe IV de España, que le encomendó a Velázquez la adquisición de un vaciado de yeso. Al parecer, el pintor no sólo logró hacerse con él durante su segundo viaje a Italia, sino que seguramente lo tomó como modelo para su “Mercurio y Argos” (ca. 1659).

Galo Velázquez

En 1743, toda la Colección Ludovisi —que ya entonces se llamaba así— fue adquirida por Benedicto XIV para los Museos Capitolinos, lo cual facilitó aún más el acceso al Galo a cualquiera que quisiera contemplarlo. Acudir a rendirle pleitesía se instituyó como una parada obligatoria dentro del Grand Tour de los señoritos británicos, lo que generó una de las primeras industrias del souvenir de la historia. Reproducciones a diferentes escalas, en yeso, porcelana o metal, comenzaron a inundar las haciendas y hogares de las clases pudientes o no tanto, fundamentalmente británicas, pero también del resto de Europa. Lord Byron incluso le dedicó un par de estrofas spenserianas en su poema “Las peregrinaciones de Childe Harold” (1812):

I see before me the Gladiator lie:
He leans upon his hand – his manly brow
Consents to death, but conquers agony,
And his drooped head sinks gradually low –
And through his side the last drops, ebbing slow
From the red gash, fall heavy, one by one,
Like the first of a thunder-shower; and now
The arena swims around him: he is gone,
Ere ceased the inhuman shout which hailed the wretch who won.

He heard it, but he heeded not – his eyes
Were with his heart, and that was far away;
He racked not of the life he lost nor prize,
But where his rude hut by the Danube lay,
There were his young barbarians all at play,
There was their Dacian mother – he, their sire,
Butchered to make a Roman holiday –
All this rushed with his blood – Shall he expire,
And unavenged? – Arise! ye Goths, and glut your ire!

Veo ante mí al Gladiador tendido:
Se apoya sobre su mano; su frente varonil
Asume la muerte, pero vence al dolor;
poco a poco va postrándose su desfallecida cabeza,
y de su costado las últimas gotas, lentamente
desde la roja cuchillada, caen pesadas, una a una,
como las primeras de una lluvia de tempestad; y ahora
el anfiteatro da vueltas a su alrededor: se ha ido,
antes de que hayan cesado los gritos inhumanos que aclaman al desdichado vencedor.

Llegó a oírlos, pero no les prestó atención. —Sus ojos,
Estaban con su corazón, bien lejos de allí;
no le preocupaban ni la vida ni triunfo perdidos,
sino su tosca choza de las orillas del Danubio,
allí donde andarían jugueteando sus pequeños bárbaros
con su madre dacia; mientras él, su padre,
moría para animar una fiesta romana.
Todo eso fluía con su sangre . Habrá de morir
¿y quedar sin venganza? ¡Alzaos, Godos, y venid a saciar vuestra ira!

Galo Byron
«Lord Byron en uniforme albanés», de Thomas Phillips (1813).

Tras la firma del Tratado de Campoformio (1797), y junto con otras muchas obras de arte, Napoleón se lo llevó como botín de guerra a París, donde permaneció hasta la segunda caída del emperador, en 1815, cuando fue devuelto a los Museos Capitolinos. Desde entonces no le ha pasado nada grave, que sepamos, y allí se expone actualmente etiquetado como “Galata Morente” (“Gálata moribundo”) en el centro de la Sala del Gladiador, llamada así en su honor. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando el arqueólogo Antonio Nibby identificó claramente a nuestro Galo como un guerrero celta, basándose en su curioso corte de pelo y en su bigote, rasgos ambos extrañísimos en la cultura grecolatina, y sobre todo en la torques que rodea su cuello: un adorno metálico muy extendido durante la Edad de bronce, cuyo uso se mantuvo después entre las tribus celtas hasta convertirse en uno de sus elementos distintivos.

Galo sala

Quizá con cierta premura por parte del cámara, el siguiente vídeo de los propios Museos nos ofrece un acercamiento a la sala, en la que también podemos encontrar la “Amazona herida”, posiblemente realizada por Fidias en el siglo V a. C.; el “Sátiro en reposo”, copia romana de un original de Praxíteles; y los anónimos helenísticos del siglo III a. C. conocidos como “Juno Cesi”, el “Filósofo cínico” o el grupo de “Amor y Psique”:

Se ignora quién esculpió a los galos, aunque han sido tradicionalmente atribuidos a un tal Epígono, que es como no decir nada. Es nuevamente Plinio el viejo la única fuente que lo menciona —en el tomo XXXIV de su “Historia natural” (74 d. C.), dedicado a la metalurgia y arte del cobre y el bronce—, y tampoco en exceso:

Muchos artistas han representado las batallas de Attalo y Eumeno contra los galos: lsigonus, Pyromachus, Stratonicus, Antígonus, que compuso libros sobre estatuaria. Boeto, aunque con más éxito labrando plata, hizo un hermoso niño que está estrangulando un ganso. De todas las obras que he mencionado, las más famosas están depositadas por el emperador Vespasiano en el Templo de la Paz y en otros monumentos que ha planteado, ya que fueron violentamente traídas por Nerón a Roma y a su casa en el palacio dorado.
[…]
Epígono, que ha imitado casi todos los tipos antes mencionados, se distinguía por un trompetero, y un niño que acaricia miserablemente a su madre asesinada.

Resulta obvio que Plinio hablaba de oídas, y tampoco se molestaba en ocultarlo: en aquella época lo excepcional hubiese sido lo contrario. Igualmente, tras infinitas copias de copias y traducciones sobre traducciones durante dos milenios, tampoco es posible saber si la versión de su obra que hoy aceptamos como suya se parece mucho a la que él escribió. A bote pronto, puede que el niño que acaricia a su madre sea en realidad el “Galo suicidándose”, mientras que no resultaría del todo extraño que Plinio —o quien quiera que se lo contase a él— se refiriese al Galo Capitolino como “un trompetero”, aunque quizá haya ido perdiéndose el verdadero sentido de su expresión. No es debido, casi seguro, a que entre los instrumentos que figuran caídos bajo el Galo se encuentre una trompa —dado que se cree que la peana fue añadida ya en época moderna—, sino más bien al empleo bélico del ruido, en el que los celtas debían de ser muy molestos maestros: se supone que las trompas y los carnyx que hacían sonar durante sus ataques generaban un estruendo tan ensordecedor que podían ser considerados como armas.

Galo 4

Existe también el mito de que los celtas combatían desnudos, y hay quien ha tratado de encontrar una prueba irrefutable de ello en el Galo Capitolino. Lo cierto es que contamos con varios testimonios al respecto, entre otros los de Julio César, Diodoro o Tito Livio, que invariablemente relacionan ese hecho tanto con la ferocidad del enemigo como con su primitivismo —rasgos ambos que componían el concepto de la feritas gallica—. Sin embargo, de los textos se deduce que la desnudez céltica en el combate era más bien excepcional, ligada a la magia o a algún ritual iniciático y tampoco exclusiva, dado que también se predica de algunas tribus germánicas. Más bien, parece estar claro que Epígono trató de honrar a su guerrero galo representándolo como un héroe, en el sentido más griego de la palabra; entre otras cosas porque no hay nadie más heroico que el que ha vencido a otro héroe en buena lid, como había hecho Atalo.

En cualquier caso, independientemente de cuál sea su origen o su verdadero significado, desde su condición de rareza incluso para los estándares helenísticos, el Galo Capitolino parecía pensado para contentar por igual a todos los paladares de cualquier tiempo: los amantes del clasicismo se veían seducidos por su belleza masculina, mientras que los románticos exaltados no podían resistirse a la lírica del héroe derrotado. Tanto fue así que hasta bien entrado el siglo XX su fama no estaba por debajo de la que hoy pueda tener la Gioconda.

Galo 5

Sin embargo, las cosas han cambiado mucho desde entonces, y en la actualidad la existencia del Galo es generalmente ignorada. Puede que los Museos Capitolinos no hayan sabido publicitarse tan bien como el Louvre —ni falta que les ha hecho, por otra parte—, o también es posible que su caída en el olvido tenga que ver con un cambio de paradigma cultural. Las guerras del último siglo y medio ya no albergan nada de noble o de romántico. Las únicas notas de épica heroica que a bote pronto se podrían destacar de ellas, como la carga de los jinetes polacos contra los carros de combate alemanes o el sacrificio de los kamikaze, son en realidad falsas, exageradas o en el fondo tan monstruosas e insalvables como cualquier otra masacre. Supongo que, con semejantes experiencias en la memoria colectiva, resulta bastante complicado apreciar virtudes morales en un guerrero herido. Al mismo tiempo, el dolor y la muerte han pasado a considerarse anomalías cada vez más intolerables y, de hecho, es frecuente que se las trate más como injusticias, con o sin un culpable determinado, que como inherencias vitales, por lo que se tiende a evitar o incluso a reprender todo lo que suene a memento mori —con la paradoja añadida de que al mismo tiempo se ensalza malinterpretado su complemento y casi sinónimo: carpe diem, convertido ya en otro tópico vacuo a base de repetición cansina—. No es descartable que en un futuro, quizá no tan lejano como podría parecer, la medicina consiga garantizarnos algo parecido a la inmortalidad; pero a lo mejor resulta un poco precipitado empezar a actuar como si ya lo hubiese hecho.

Galo espalda
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2 comentarios en «El Galo Capitolino: el mármol también sangra»

  1. Bucear en la Historia es un ejercicio muy saludable, incluso en la Historia de la Escultura, Así nos damos cuenta de lo pequeños e ignorantes que somos, espléndidas líneas. Muchas Gracias por compartirlas con nosotros, Gran Abrazo. Manuel.

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