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Sinfonía en si menor, D. 759, Inacabada, de Franz Schubert (1822)

Schubert retrato
Schubert según W. A. Rieder (1825).

A mediados de los años veinte del siglo pasado, un Rachmaninoff ya maduro mostró en público su sorpresa al enterarse de que Schubert había compuesto sonatas para piano. Pese a que el maestro ruso no era ningún ignorante habitual, sino más bien todo lo contrario, a nadie le extrañó tal desconocimiento, porque hasta entonces, y por motivos que nunca han estado del todo claros, el interés académico por la obra de Schubert se había reducido al estudio de los tres o cuatro destellos de inspiración que se le concedían a quien, en el fondo, no era considerado más que un aficionado voluntarioso. Lo más llamativo del asunto es que nunca fue ésa la opinión de sus coetáneos, ni tampoco la de la generación de compositores inmediatamente posterior. Tanto Mendelssohn como Liszt o Brahms, y especialmente el matrimonio Schumann, hicieron todo lo posible por mantener a flote su memoria como el más digno sucesor de Beethoven, aunque el efecto de sus intentos se esfumó con sus propias vidas.

Hoy en día, sin embargo, y en gran parte gracias a la elección de su “Ave María” (1825) ―cuyo verdadero título es “Ellens dritter Gesang” (“Tercera canción de Elena”)― para acompañar la última escena de “Fantasía” (Walt Disney, 1940), Schubert ha recuperado el lugar que le corresponde en la historia de la música y en el favor del público. No es infrecuente que se le otorgue la discutida y no menos ambigua denominación de “primer romántico puro”; aunque Alfred Einstein ―un musicólogo brillante y, sin duda alguna, el segundo A. Einstein más importante de la historia― prefirió emplear uno de sus habituales juegos de palabras para etiquetarlo como “el clásico romántico”:

Es un clásico en la medida en que aprendió mucho de Mozart y todavía más de Beethoven, su maestro de maestros, y en la medida en que penetró en el legado de las formas clásicas con el genio necesario para convertirse en su legítimo heredero. […] A este gran Schubert le pertenece la sinfonía en si menor, ése incomparable canto de melancolía al que hacemos de menos llamándolo “inacabado”.

Lejos de tener algo de amateur, Schubert fue el primer gran compositor occidental que logró vivir de su obra sin aguardar la llegada de encargos ni depender de la ayuda de ningún mecenas ―no porque no la buscara, sino porque no la encontró―. Para ello, compuso incontables canciones ―en su mayoría lieder, género del que es considerado el gran maestro― y piezas para piano, todas ellas destinadas a ser vendidas en forma de partitura para ser interpretadas en sus domicilios por los pequeños burgueses. En aquel tiempo, el piano desempeñaba en los hogares de clase media un papel análogo al del televisor en la actualidad; y aunque aún no había nadie preocupado por contar las ventas de cada músico y publicar una clasificación, participar en este antecedente del negocio discográfico implicaba caer en ciertas concesiones al gusto popular y a su limitada capacidad técnica, lo cual pudo influir en la baja estima de Schubert por parte de los académicos decimonónicos.

Su formación tampoco se corresponde con la de un aficionado. Al igual que Beethoven o Liszt, fue discípulo de Antonio Salieri, al que siempre guardó afecto y admiración, identificándose con orgullo como su alumno en las partituras que firmaba, incluso cuando esto ya no le podía reportar ningún beneficio. Gracias a él, logró dominar a la perfección las técnicas compositivas y de trabajo más ortodoxas; pero eso no significa que las empleara habitualmente. Si bien se esforzaba por imponer cierta disciplina en su día a día, padecía una marcada tendencia al abandono que, como buen romántico caótico, compensaba con accesos de inspiración febril en cualquier momento. Se sabe que era capaz de componer canciones en lo que daba cuenta de una cena a base de Knödel, y de hecho se conservan partituras suyas manuscritas en servilletas o en el envés de una hoja de menú, manchas de grasa incluidas ―algo que en su día tampoco contribuyó demasiado a que se le tomase en serio―.

Schubert Salieri
Antonio Salieri según W. J. Mahler (1815).

Es frecuente pensar en Mozart cuando se habla de un genio segado por una muerte prematura; pero a veces se olvida que el de Salzburgo dejó una obra abundante, desarrollada y coherente que difícilmente habría podido mejorar de haber llegado con vida al siglo XIX, donde quizá se hubiese visto descontextualizado ―aunque se trata de un ejercicio de ficción, algunos musicólogos apuestan por que, muy al contrario, habría sido él el que hubiese ensombrecido a Beethoven y a la primera generación de románticos, quizá impidiendo su desarrollo―. En cambio, rara vez se destaca el hecho de que Schubert murió con apenas treinta y un años ―cinco menos que Mozart―, en plena explosión del romanticismo y con un gran número de partituras sin concluir.

Hijo de un maestro y de una cocinera ―el duodécimo de un total de trece―, Franz Peter Schubert nació el 31 de enero de 1797 en Himmelpfortgrund, que por aquel entonces era un arrabal de Viena más bien humilde y hoy un pequeño y céntrico conjunto de manzanas a unos diez minutos a pie del MuseumsQuartier ―esto le convierte en el único de los “grandes maestros vieneses”, de Fux a Brahms, que realmente vino al mundo en la capital austriaca―. La profesión de su padre gozaba de un gran prestigio social; pero ese prestigio no sólo no se comía, sino que tampoco iba acompañado de un salario ni remotamente proporcional. No es que los Schubert tuviesen que ir mendigando de puerta en puerta ni que llegasen a pasar hambre; pero la situación en la que se crió el músico puede calificarse de pobreza sin necesidad de dramatizar lo más mínimo. Por si fuera poco, para ejercer el oficio se exigía demostrar el dominio de una gran cantidad de conocimientos de lo más diverso, entre los que se incluía ser músico ―no bastaba con saber tocar algún instrumento: había que ser músico―.

Haciendo de la necesidad virtud, y a falta de algo material que dejarles en herencia, Herr Schubert se propuso transmitir a sus hijos todo ese bagaje cultural. Franz Peter mostró desde muy pequeño una gran habilidad para el canto y para tocar el violín y el piano. Con once años ingresó en el coro de la Capilla Imperial, lo que tampoco era nada sencillo: aparte de poseer una voz excepcional, resultaba preciso acreditar muy buenas notas en latín y algún tipo de inmunización contra la viruela ―supervivencia, variolización o vacunación―. Además, por aquel entonces recibió la beca que le permitió estudiar con Salieri en el Stadtkonvikt, y ya entonces comenzó a componer. Cinco años más tarde había concluido sus estudios como el primer violín de la orquesta escolar, por lo que todo parecía indicar que iba a tener una carrera grandiosa. Sin embargo, no tardó mucho en darse cuenta de que en realidad no había nada que pudiese hacer para ganar dinero con la música, salvo ponerse a componer y esperar a que alguien con buena voluntad le pagase por ello. Mientras tanto, por mediación de su padre, comenzó a trabajar como maestro adjunto, lo que le permitió llevarse algo a la boca de vez en cuando y, sobre todo, le eximió de cumplir el servicio militar, al que tenía pánico ―y no era para menos, con las guerras napoleónicas al borde de su sangriento desenlace―.

Stadtkonvikt schubert
Aquí es donde estudió Schubert. Se desconoce al autor de la ilustración, pero es de la misma época.

Llegó a aguantar cuatro años en el puesto, hasta que se hartó de los niños y decidió dedicarse sólo a la composición. Arrancaron así sus verdaderos problemas económicos, y también los familiares, porque ni sus padres ni ninguno de sus hermanos estaban dispuestos a mantenerlo mientras él se labraba un lugar en la posteridad ―tampoco habrían tenido capacidad para ello, en cualquier caso―. Se ofreció a todos los mecenas de Austria, pero lo único que logró fue que la familia Esterházy le contratara durante las vacaciones de verano para que diese clases de piano a las niñas de la familia, lo cual al menos le garantizaba unos ingresos anuales mínimos. Probó suerte también con la ópera, que por aquel entonces gozaba de una gran popularidad en Viena gracias al éxito de Rossini: otro fenómeno de la precocidad y del trabajo ―llegó a escribir treinta y cuatro óperas entre sus dieciocho y sus treinta años―. Entre los estudiosos de la obra de Schubert existe una práctica unanimidad a la hora de señalar este género como lo peor de su producción, y lo cierto es que tampoco le reporto grandes ingresos: su mayor éxito sólo aguantó doce noches en un cartel de segunda fila, mientras que la mayoría de las que consiguió estrenar no llegaron ni a la semana. A pesar de ser un lector devoto, carecía por completo de ojo para elegir los libretos, la mayoría de los cuales estaban basados en obras de August von Kotzebue, un extraño personaje con fama de intrigante y criminal que se proclamaba a sí mismo como genio de las letras ―sin serlo―.

En realidad, no logró vivir de una manera más o menos tranquila hasta que no comenzó a explotar el negocio de la venta de partituras, lo que tampoco le privó de frustraciones. Se sabe que un clásico como Mozart no encontró la más mínima dificultad en producir piezas muy alegres, incluso bufas, mientras sufría por la última enfermedad y muerte de su padre; pero el paradigma cambió por completo en un par de décadas, y el oficio y los sentimientos del músico romántico ya no podían discurrir por cauces separados. Para nuestro Schubert, al igual que para Chopin, Schumann, Liszt o Mendelssohn, resultaba inconcebible ponerse a componer sin que la que expresión de lo más íntimo fluyera a través del pentagrama. Así reflexionaba, no sin cierta amargura, en una de sus numerosas cartas:

Mis composiciones surgen de mi forma de entender la música y de mi propia pena, y aquéllas que han sido producidas sólo con pena parecen ser las que menos le gustan a todo el mundo.

No obstante, ni ese sentimiento de incomprensión ni sus frecuentes ataques de tristeza repercutieron nunca demasiado en su capacidad productiva. La aparición de sus momentos de inspiración podía ser muy irregular, pero todos los que le conocieron coincidían en calificarlo como un trabajador incansable cuando esos momentos llegaban, quizá hasta obsesivo ―prueba de ello es que en los veinte años escasos que dedicó a la composición escribió tantas obras como Brahms en medio siglo―. La cara menos amable de esa dedicación se manifestaba en una tendencia al abandono personal también suficientemente testimoniada, incluso por lo que se refiere a su aspecto y a algunas facetas de su higiene: se cuenta que el olor a humo de tabaco que desprendían sus ropajes doblaba las esquinas antes que él ―algo que, por otra parte, tampoco puede ser considerado demasiado estupefaciente en un vienés medio―. El pintor Leopold Kupelwieser, uno de sus mejores amigos, hablaba así de él en una carta dirigida a una tercera persona:

Hace ya tiempo que está trabajando en un octeto con el mayor entusiasmo. Si acudes a visitarle durante el día, dice: “Hola, ¿cómo estás?”, y continúa escribiendo sin importarle que te quedes o te vayas.

En cierto modo, no es de extrañar que no se dejase distraer fácilmente por las mañanas, porque consagraba las tardes al ocio como si de un mandato religioso se tratara. Algunas visitas, paseos a pie o a caballo, leer la prensa, tertulias al calor de una taza de chocolate en cualquier café… Sus costumbres no tenían nada de estrafalario, y aún hoy pueden ser emuladas con gran fidelidad por cualquiera que visite la capital austriaca. Más tarde, las cenas solían convertirse en veladas con amigos más o menos próximos en las que tan pronto se jugaba a las cartas como, con el estímulo de diversos tipos de alcohol y algunas veces de opio ―eso en concreto ya no se puede ser emulado―, se escuchaban por primera vez sus últimas composiciones, motivo por el cual aquellas reuniones acabaron siendo conocidas como “schubertiadas” en algunos círculos intelectuales.

schubertiada
«Schubertiada», de Julius Schmid (1897).

Cualquiera juzgaría una vida así como plácida y feliz, si es que realmente alguna vida puede llegar a serlo; pero para Schubert vivir era sufrir. Eso no quiere decir que fuese lo que hoy se llamaría “una persona depresiva”: jamás dudó de su propia valía, por ejemplo. Se formó en un periodo en el que la sombra de Beethoven lo cubría todo y, desde la más profunda admiración, él se sabía capacitado para heredar su trono ―por desgracia, tan sólo le sobrevivió año y medio―. Muy al contrario, era precisamente su amor a la vida lo que le llevaba a padecer esa desesperación por no poder disfrutarla. Es bastante conocido el siguiente fragmento de una carta enviada a Kupelwieser. El compositor tenía entonces veintisiete años:

Eres tan bueno y fiel que estoy seguro de que me vas a perdonar cosas que otros se tomarían muy mal. En pocas palabras, me siento el hombre más infeliz del mundo, el más desgraciado. Imagínate un hombre cuya salud nunca volverá a ser buena y que, lejos de desesperarse por ello, hace todo lo posible por empeorar constantemente en lugar de por mejorar. Imagínate un hombre cuyas esperanzas más vivas se han quedado en nada, al que el amor y la amistad, en el mejor de los casos, tan sólo le ofrecen dolor, alguien cuya reacción (en el plano creativo, al menos) a todo eso consiste en preciosas amenazas de desaparición… “Mi paz se ha ido, mi corazón pesa; nunca, nunca más, encontraré la paz.” Ésa podría ser mi canción cada día, cuando me duermo con la esperanza de no despertar nunca y cada mañana me devuelve a la pena de ayer.

Aunque en un principio pueda parecer un debate algo frívolo ―o incluso morboso, teniendo en cuenta la naturaleza de sus afecciones―, las elucubraciones acerca de la sexualidad de Schubert han transcendido la mera curiosidad para convertirse en una cuestión musicológica que suscita debates muy acalorados. El abanico de posturas es tan amplio que en un extremo se encuentran los que dibujan a un Schubert poco menos que precursor de la cultura gay y en el otro los que lo presentan como un émulo de Casanova. Hasta el momento, nadie parece contar con pruebas concluyentes que respalden sus afirmaciones, pero todos los musicólogos coinciden en que la vida erótico-sentimental del compositor resultó determinante en la evolución de su obra, y precisa y únicamente por eso se trata de una cuestión digna de estudio.

Schubert Abel
Josef Abel retrató de esta manera a un jovencísimo Schubert. Se desconoce la fecha exacta en que fue realizado, aunque el pintor murió en 1818.

Con los documentos en la mano, tan sólo se sabe de una persona con nombre y apellido que embargara su corazón: Therese Grob, una chica que cantaba como soprano en el mismo coro que él y que se acabó casando con un panadero cuando Schubert fracasó en su intento de demostrar que contaba con recursos económicos suficientes para sostener a una familia, requisito que exigía la Ley del Consentimiento Matrimonial aprobada por el gobierno de Metternich. Se conserva una carta del compositor a un amigo en la que muestra su aflicción por haber dejado escapar a alguien a quien amaba, sin ofrecer más detalles acerca de su identidad, y en la que explica las anteriores circunstancias muy por encima.

Aparte de esta señora, de la que poco más ha perdurado, no se le conocen más amantes. Lo que sí que se le conoce es la sífilis. Si la contrajo de varón o de mujer, quizá nunca llegue a saberse; pero lo que no puede dudarse es que asumir ese contagio suponía un golpe lo suficientemente brutal como para trastocar la personalidad de quien lo recibía ―por su gravedad, mal pronóstico y peor tratamiento, así como por todo lo que conllevaba de mácula social, resultaba incluso peor que saberse enfermo de sida durante los años noventa―. Si además de trataba de alguien dotado de la sensibilidad e inteligencia que Schubert desprendía en sus escritos, parece imposible que sus tempestades internas no se reflejaran en sus obras, siendo además la música el arte que probablemente mejor se preste para transmitir emociones abstractas.

Kupelwieser Schubert
Schubert tal y como lo dibujó su amigo Kupelwieser en 1821.

Al parecer, la principal característica del curso de la sífilis es su aparente intermitencia, en la que se alternan periodos de una sintomatología muy diversa e intensa con otros en los que el paciente puede llegar a convencerse de haberse curado. En el caso de Schubert, todo apunta a que los primeros síntomas, algo ambiguos todavía, se manifestaron en 1822; pero los médicos aún tardaron más de un año en confirmarle el diagnóstico. Se sabe que durante 1824 tuvo muchas dificultades para trabajar, con una prolongada laringitis que le incapacitaba para el canto y dolores óseos que le impedían tocar el piano. A pesar de que se le hizo pasar por todos los remedios de la época, incluidas las no muy saludables pomadas de mercurio, el morbo gálico siguió su curso típico y en pocas semanas su cuerpo se llenó de erupciones, provocándole además la pérdida de grandes cantidades de cabello y obligándole a recluirse en un hospital muy moderno ―la “muymodernidad” consistía en que, en la medida de lo posible, se procuraba no acostar a más de un paciente en cada cama―.

Esas dolencias desaparecieron, pero no dejaron de brotar otras nuevas para mortificarle durante el resto de su vida. Finalmente, víctima de la infección, de los tratamientos o de la alianza de ambas cosas y alguna más, su organismo falló definitivamente el 19 de noviembre de 1828. La causa oficial de la muerte fue “fiebre tifoidea”: todo un detalle por parte del facultativo, que sabía perfectamente que consignar “sífilis” en el parte de defunción habría equivalido a condenar al muerto al oprobio eterno. De hecho, no se ha hallado ningún documento médico relativo a Schubert en el que figure el nombre maldito; pero sí que se conocen los tratamientos a los que se le sometió y también los síntomas que, tan desesperado como asustado, el propio enfermo describía en su correspondencia. Tan sólo una semana antes de su fallecimiento, Schubert enviaba la siguiente carta:

Querido Schober:

Estoy enfermo. Hace once días que no como ni bebo. Sólo puedo dar algunos pasos vacilantes entre el sillón y la cama. Rinna me está tratando, pero en cuanto como algo lo vomito. Por favor, ayúdame y mándame algo para leer. Acabo de terminar “El último mohicano”, de Cooper, “El espía”, “El piloto” y “Los pioneros”. Si tienes alguno de sus libros, déjaselo a Frau von Bogner en el café. Mi hermano, que es muy diligente, me lo entregará. O cualquier otra cosa que se te ocurra.

Tu amigo, Schubert.

Hasta nosotros ha llegado la imagen de un Schubert ignorado por el público y en quien tan sólo tenía fe un pequeño círculo de amigos; pero la realidad no fue exactamente así. Es cierto que, salvo por lo que se refiere a su Trío para piano nº 2, D. 929 (1827) ―el catálogo generalmente aceptado de la obra de Schubert es el realizado por Otto Erich Deutsch, cuya abreviatura es “D.”―, ninguna de sus composiciones tuvo repercusión fuera del ámbito local; aunque también hay que tener en cuenta el pequeño matiz de que su “ámbito local” era Viena, con lo que tampoco hacía falta que le conocieran en muchos más sitios. No obstante, es verdad que nunca obtuvo ningún éxito en un gran teatro ni, como hubiese sido su gran ilusión, consiguió escuchar una de sus sinfonías interpretada por una orquesta profesional completa.

Schuber 1827
Schubert, menos de un año antes de fallecer, tal y como quiso verle el pintor Franz Eybl.

Como buen seguidor de Beethoven, Schubert consideraba que la sinfonía era la forma suprema que podía adoptar la música. Por desgracia, fruto de esa falta de estudio sistemático que sufrió su obra durante más de un siglo, ni siquiera se ha alcanzado todavía un consenso académico acerca de cuántas llegó a componer. Son unánimemente aceptadas las numeradas del uno al seis porque están completas y ―se cree que― bien colocadas desde un punto de vista cronológico. Se supone que la siguiente fue la Inacabada por excelencia; sin embargo, resulta muy difícil datarla con seguridad, dado que no fue descubierta hasta 1865, treinta y siete años después de la muerte de su creador ―tradicionalmente, lo más normal ha sido nombrarla como “la Octava”, aunque la tendencia actual es a señalarla sin el ordinal―. Tras ella se encuentra la sinfonía Grande, que en buena lógica debería ser ordenada como la séptima, por ser ése el lugar cronológico que le corresponde entre las acabadas, pero que casi siempre es numerada como la novena. Finalmente, parece que dedicó las últimas semanas de su vida a trabajar a destajo en lo que a punto estuvo de ser otra sinfonía en re mayor completa, la D 966A. Por lo demás, su obra está repleta de fragmentos, leyendas, misterios y sinfonías más o menos inacabadas o perdidas. Por contar, Schubert cuenta hasta con una sinfonía fantasma: la llamada “Sinfonía Gastein”, de la que no se conoce ni una sola nota ―lo que no ha impedido que se le otorgue el número 849 del catálogo de Deutsch―.

Sin duda, la Inacabada resulta especial entre todas ellas, no sólo por su belleza y expresividad sobresalientes, sino porque puede exponerse sin problemas como una alegoría de la vida de su autor, o como mínimo de su corta carrera artística. Los vocablos “inacabada” o “inconclusa”, como también se la nombra a veces, parecen sugerir que tan sólo le faltan ciertos remates o detalles; pero en este caso debemos tomárnoslos en un sentido más cualitativo que cuantitativo. En realidad, la obra habría debido bautizarse como “la Mediada”, porque poco más de la mitad es lo que nos dejó su autor: los dos primeros movimientos completos ―que son los que generalmente se interpretan en la actualidad―, los nueve primeros compases del scherzo y un bosquejo a piano de lo que hubiese podido ser el resto de este movimiento.

La partitura original está fechada el 30 de octubre de 1822, aunque no vería la luz hasta 1865, año en el que se estrenó en Viena el 17 de diciembre bajo la dirección de Johann von Herbeck. El documento llegó a sus manos tras haberle sido entregada por Anselm Hüttenbrenner, un compañero de estudios de Schubert que, si bien gozó de cierto prestigio en vida, hoy es sobre todo recordado por asuntos tangenciales a su obra, como precisamente el haber sido el depositario de la Inacabada, así como el haber mantenido grandes amistades tanto con su autor como con Beethoven ―en cuyo lecho de muerte estuvo presente― y el haber dictado sus memorias a Liszt, que comenzó a recogerlas entusiasmado, creyendo que tenía ante sí a un Vasari de la música romántica, para ir descubriendo progresivamente que casi todo lo que había ido apuntando eran las fantasías de un demente senil. Aunque su Sonata para piano en mi mayor, Op. 16, (1826) todavía forma parte de muchos repertorios, la ironía del destino ha querido que las Variaciones Hüttenbrenner, D. 576, realizadas por Schubert sobre un tema suyo, sean mucho más conocidas que el tema que les sirvió de base.

Inacabada partitura
Fragmento de la partitura original de la Inacabada.

Por qué poseía el manuscrito y por qué lo retuvo en secreto durante tantos años tampoco está nada claro. Para encontrar algo parecido a una explicación, tenemos que remontarnos hasta el 10 de abril de 1823, cuando Johann Baptist Jenger ―el tercer músico de un triángulo de amistad con Schubert y Hüttenbrenner― propuso a Schubert como miembro honorario de la Sociedad Musical Estiria de Graz ―que, a pesar de su nombre pomposo, carecía de la más mínima importancia―, dado que: “aunque todavía joven, ya ha demostrado con sus obras que algún día rayará muy alto entre los compositores”. Tras breves deliberaciones, esa misma tarde fue admitida su candidatura y, diez días después, Schubert les escribía para agradecerles la distinción:

Me lo tomo como la recompensa por mi denuedo con el arte musical que, algún día, espero que me convierta en digno merecedor de este honor. Con el fin de expresar mi viva gratitud en términos musicales, me tomaré la libertad de, en cuanto me sea posible, obsequiar a su honorable Sociedad con una de mis sinfonías en su integridad.

Anselm Hüttenbrenner le contó a Von Herbeck que la Inacabada constituía ese obsequio, que le había sido entregado a su hermano Josef para que se la hiciera llegar a la Sociedad. El tal Josef no suele ser descrito como trigo limpio y no está muy claro a qué se dedicaba, aparte de a pulular constantemente alrededor de Schubert y su hermano. A veces se le califica de guardaespaldas, otras como algo parecido a un representante o incluso, en un tono algo jocoso y exagerado, como el primer gruppie de la historia. Lo cierto es que, puestos a comparar su comportamiento con categorías actuales, quizá fuese más sencillo incardinarle dentro de la etiqueta de hooligan, porque se sabe que más de una vez llegó a soltar los puños contra quien osaba discutir la genialidad de sus ídolos. Su pleitesía debía de ser tan servil que en más de una ocasión Schubert se quejó de sus adulaciones: “A ese hombre le gustan todas y cada una de las cosas que hago”, le dijo a Schober en una de sus cartas.

Lo que Hüttenbrenner se olvidó de incluir en su explicación es cómo acabó la partitura en su poder. En cualquier caso, la realidad es que ni la suya ni ninguna de las explicaciones propuestas sobre la pérdida y posterior hallazgo de la Inacabada resultan satisfactorias. En primer lugar, la sinfonía fue comenzada el 30 de octubre de 1822, antes del nombramiento de Schubert, de modo que no pudo ser deliberadamente escrita para la Sociedad Musical Estiria. Así mismo, también resultaría sorprendente que el compositor pretendiese dar por cumplida con un fragmento su promesa expresa de una sinfonía íntegra. Por otra parte, hay un detalle que, incomprensiblemente —al menos para mí—, parece pasar desapercibido a la hora de plantear teorías acerca del viaje del manuscrito, y es el hecho de que se sabe que Josef le prestaba dinero a Schubert y que, al menos en una ocasión, éste le entregó en prenda la partitura de una ópera. Se sabe porque el prestamista, olvidando por un momento su idolatría, trató de venderla en 1822. Cabe preguntarse si tan extraño resulta que el manuscrito de la Inacabada fuese a seguir la misma suerte y Anselm lo rescatase en el último instante.

Tres amigos
«Tres amigos (Jenger, Huttenbrenner y Schubert)», de Eduard Teltscher (1827).

Tampoco sabemos a ciencia cierta cómo se enteró el director de orquesta de la existencia de la partitura, aunque todo parece indicar que fue Liszt quien se lo reveló. Según el hijo de Von Herbeck ―Ludwig―, que escribió la biografía de su padre, éste acudió a visitar a Hüttenbrenner a la casa de campo cerca de Graz donde se había recluido. Von Herbeck había sido advertido de que el anciano había ido desarrollando un carácter algo anormal y vivía convencido de ser un genio minusvalorado debido a algún tipo de conspiración ―a pesar de que todavía disfrutaba de un gran prestigio―, así que le aduló hasta que logró acceder a un cajón repleto de papelotes, donde halló el documento. Después, le persuadió para que se lo dejara llevar, prometiéndole que lo estrenaría en un programa en el que también incluiría una obertura suya y una pieza de Franz Lachner, el más joven de su círculo de amigos; y así lo hizo.

En cuanto a por qué quedó inacabada, se ha extendido la creencia popular ―seguramente por contaminación con la historia del Réquiem de Mozart― de que la muerte sorprendió a Schubert mientras la componía; pero lo cierto es que aún vivió seis años más desde el último día en el que trabajó en ella. Se han propuesto innumerables teorías acerca del motivo que le llevó a abandonarla, pero hoy se considera que lo más probable es que sencillamente llegase a un punto en el que no supiera cómo continuar. La clave puede hallarse precisamente en ese scherzo apenas bosquejado: según una opinión casi unánime, su planteamiento inicial no permitía un desarrollo a la altura de los dos primeros movimientos, por lo que probablemente lo dejó apartado a la espera de que se le ocurriera un desenlace algo más digno. Aunque tampoco aportan más pruebas que el ojo de buen cubero, algunos musicólogos, como Gerald Abraham, están convencidos de que la obra de Schubert está plagada de finales descartados para su Inacabada, destacando el primer entreacto de la música incidental para “Rosamunda” (1823) como el ejemplo más claro. En cualquier caso, nadie ha estudiado esta cuestión con la profundidad y la dedicación que demostró Hans Gál en su artículo “El enigma de la Inacabada de Schubert. Una contribución a la psicología del proceso creativo de la música”, publicado en el primer número de la revista The Musical Review (febrero de 1940):

El fragmento comprende un borrador completo del scherzo y la primera parte de un trío. Una página de orquestación, que contiene las nueve primeras líneas, aporta una impresión definitiva acerca de cuál iba a ser su carácter. No puedo imaginarme a ningún músico que lea esos apuntes sin sentirse asombrado por la vacuidad de este movimiento tan desafortunado, incluso aunque se le presente sacado de contexto. Si además se compara con la majestuosidad y la riqueza fastuosa del glorioso allegro y el divino andante, nadie es capaz de concebir cómo algo tan pobre, tan estrecho y tan estéril puede formar parte del mismo cuerpo. ¡Estamos ante un enigma, sin duda! No obstante, se pueden encontrar casos similares entre las obras de los más grandes maestros, y Schubert se hallaba todavía en el umbral de su maestría cuando escribió esa música. La interrupción temporal de la capacidad creativa, una repentina debilidad de la inspiración, es un fenómeno que cualquier artista conoce de sobra. No ha habido músico ni poeta en el mundo que no haya sufrido, en uno u otro momento, la experiencia deprimente en la que el misterioso e indefinible motor de su inventiva se para de golpe. Sobreviene y se cursa como una enfermedad, y el boceto de Schubert nos ofrece su imagen clínica con todo detalle. El mayor de los obstáculos, en cualquier caso, seguramente fue la gigantesca carga de responsabilidad que sintió al comprobar el milagro de los dos movimientos que había acabado. Por primera vez en su vida había alcanzado un logro equiparable a los de los más grandes maestros.

La orquestación de estos dos movimientos no tiene nada de extraordinario: cuenta con dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, dos trompetas, dos trompas, tres trombones, timbales y una sección completa de cuerdas. Sin embargo, nadie había comenzado jamás una sinfonía con un pianissimo de chelos y contrabajos tan siniestro. Beethoven se acercó mucho en su Sinfonía nº 4 (1806), pero lo hizo para introducir una exposición muy lenta. Schubert, en cambio, decidió dar paso a un allegro moderato sobre compases de tres por cuatro que hoy nos resulta plácidamente melódico, pero que le habría chocado mucho al oído del público de la época en que fue compuesto ―no tanto al del tiempo en el que fue estrenado―. Es muy probable que Salieri hubiese estado cerca de horrorizarse de haber llegado a escucharlo; sin embargo, no habría podido negar que fue él quien le proporcionó a Schubert los elementos para elaborar ese comienzo, dado que seguramente estén inspirados en los de la Sinfonía nº 103 de Haydn (1795), que era uno de los mejores amigos del maestro veneciano.

Salieri también habría podido consolarse al comprobar que este primer movimiento se ajusta a la forma sonata, si bien de un modo algo heterodoxo. En general, las exposiciones de Schubert son más largas de lo que mandan los cánones, lo que lleva a que los temas comiencen a desarrollarse anticipadamente. En su momento, este rasgo fue tomado como otra prueba de que nunca había logrado dominar las técnicas compositivas, y no fue hasta mediados del siglo XX cuando una nueva generación de musicólogos y algunos directores de orquesta algo más desenfadados y libres de prejuicios, como Leonard Bernstein o Nikolaus Harnoncourt, se dieron cuenta de que tal conclusión no podía basarse exclusivamente en que los movimientos con forma sonata de Schubert no fueran iguales que los de Mozart, Haydn o Beethoven, máxime teniendo en cuenta que los de estos tres tampoco son iguales entre sí. Por otra parte, el que Schubert sabía perfectamente lo que hacía al alterar la regla parece confirmarse cuando llegamos a la fase de desarrollo y nos encontramos con modulaciones lentas y otros rasgos más propios de la fase expositiva, lo que genera un juego de reequilibrio interno imposible de lograr de manera accidental. En palabras de Einstein:

Schubert escribió un movimiento en sonata maravillosamente integrado y con una tensión extraordinaria que, en cuanto a pura inspiración, sólo puede ser comparado con el primer movimiento de la Quinta de Beethoven. No obstante, por lo que se refiere al movimiento en sí, cualquier comparación con Beethoven resultaría engañosa. Entre los rasgos más característicos de la Inacabada están sus dinámicas, pero son distintas de las de Beethoven, el gran maestro de las dinámicas. Los crescendi poderosos de Beethoven siempre concluyen en su correspondiente poderosa explosión. Con Schubert esas conclusiones son más breves, más solemnes, por así decirlo, y los contrastes más bruscos y tajantes. Beethoven está repleto de pathos; Schubert está poseído por un demonio.

Como es común en el esquema de sonata, el movimiento está sustentado por dos temas principales: el tema A, que en este caso suele ser conocido como “el siniestro”, y el tema B, al que frecuentemente se alude como “el amable” o “el poético” y cuya interpretación es la que más dudas despierta entre los directores de orquesta. Según las indicaciones de la partitura, tanto el tema en sí como su acompañamiento deben tocarse pianissimo, lo cual entraña bastantes dificultades técnicas. Muchos piensan que se trata de un lapsus cometido por el propio Schubert en la partitura original, por lo que ignoran la indicación sin el más mínimo miramiento. La cuestión no es del todo baladí, porque si se renuncia a interpretarlo tal y como consta en la notación, fueran éstos los deseos de Schubert o no, se echa a perder el único momento de cierto lirismo de un movimiento por lo demás tan oscuro y tétrico que se ha empleado hasta el tópico para potenciar escenas sobre brujas y fantasmas o para escoltar la exposición de cualquier asunto tirando a esotérico ―véase “Haxan, la brujería a través de los tiempos, de Benjamin Christensen (1922)”, por ejemplo; o bien recordemos los fanáticos de Los Pitufos con qué música se nos daba la bienvenida al laboratorio de Gargamel―.

Además, hay que sumar el problema de que Schubert tendía a anotar los símbolos de acentuación y de decrescendo de una forma casi indistinguible entre sí, de modo que a veces no queda más remedio que rellenar las lagunas interpretativas dejándose guiar por fuentes integradoras, como la analogía con otras obras del compositor, la mera lógica o la facilidad técnica, criterios que en asuntos tan eminentemente subjetivos como los artísticos nunca suponen una garantía de nada. Éste no deja de ser uno de los principales inconvenientes de los manuscritos póstumos: generalmente sólo existe una copia y ya no se puede recurrir al autor para rogarle que nos aclare su caligrafía. Como no podía ser de otra manera, este primer movimiento de la Inacabada era plagado de esos símbolos dudosos, de modo que su conducción acaba siendo muy complicada y, dependiendo de qué opción se elija en cada caso, la interpretación final puede variar de manera muy perceptible.

Bien sea por toda esa serie de peculiaridades, bien sencillamente por las sensaciones intensas que puede llegar a despertar su audición, la Inacabada ha estimulado muchos más estudios que la mayoría de las obras sinfónicas. En uno de ellos, Brigitte Massin, una de las más reputadas analistas de la obra de Schubert ―junto con su esposo Jean―, fue la primera en detectar en varios pasajes del tema siniestro el motivo del destino inexorable que Beethoven incluyó en varias de sus obras, siendo su manifestación más conocida las cuatro primeras notas de su Sinfonía nº 5 (1808). Este descubrimiento, así como el convencimiento de que no cuadraría con lo que se conoce de la personalidad de Schubert que se lanzase a componer algo tan complejo por mera estética, lleva a Massin a dar por hecho que la Inacabada encierra algún significado, aunque su propia naturaleza mutilada hace prácticamente imposible adivinar cuál. En lo que un gran número de musicólogos coincide con ella es en que la idea de la muerte protagoniza, al menos, este primer movimiento. La introducción resulta tan lúgubre que Massin llega a bautizarla como “el tema tétrico”, poniendo además de manifiesto que sus tres notas básicas están presentes durante todo el desarrollo, sonando en segundo plano como un largo ostinato y también apareciendo como anuncio de cada cambio de tema. Algunos estudiosos han propuesto que tanto Schubert como Beethoven, de quien seguramente aprendió esa técnica, emplean este tipo de motivos reiterados, en apariencia intranscendentes, tal y como en las óperas y en los dramas clásicos se incluye a un personaje secundario sin más peso en la trama que ayudar a vertebrar las escenas entre sí.

En ocasiones se ha descrito a Schubert como un hombre profundamente religioso; sin embargo, puede que más bien hubiese que calificarlo como alguien muy interesado en los asuntos espirituales. Su amigo Ferdinand Walcher, en una carta fechada el 25 de enero de 1827 y destinada a darle su opinión acerca de una de sus misas, señaló con una flecha el verso “Credo in unum Deum”, para a continuación indicar entre paréntesis: “Yo sé muy bien que no lo haces”. Es de suponer que se trataba de un guiño privado entre camaradas, quizá referido a cualquier anécdota o conversación al calor de alguna bebida estimulante; sin embargo, la relación de Schubert con la religión también ha sido objeto de interés, y lo cierto es que se nos presenta como muy ambigua y cambiante. Tuvo una etapa, entre 1817 y 1821, que podría llegar a calificarse como cercana al misticismo. En ese periodo compuso multitud de piezas sacras sin que nadie se las encargara, lo que en principio podría parecer un claro signo de piedad; sin embargo, las cosas no podían ser tan fáciles con él. De haberlo deseado, pudo haber sido el mejor y más cotizado compositor eclesiástico de su tiempo; pero prefirió la libertad creativa y, seguramente, ser fiel a una forma peculiar de espiritualidad, formalmente católica pero algo alejada de los cánones. Fruto de ello, la gran mayoría de sus misas no encajan en la tradición. En muchas, por ejemplo, el Credo aparece despojado de la frase: “Et unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam”, lo que en cierto modo equivale a despojar a la Iglesia de su poder temporal y, más en la práctica, convierte a sus misas en ineptas para el rito. Como tantas otras cosas, las razones de este rasgo tan poco eficiente se fueron con el propio artista, aunque algunos biógrafos las relacionan con cierta reacción hacia un supuesto clericalismo fanático que exhibía su padre ―del que tampoco tenemos mayor prueba―.

El segundo movimiento, andante con moto y en mi mayor, resulta bastante más tranquilo que el precedente; sin embargo, no está exento de esos sobresaltos tan románticos que poblaban el primero y que pueden considerarse una de las firmas estilísticas del Schubert sinfónico ―se supone que los añadía con la intención de mantener viva la tensión del oyente durante toda la interpretación; pero, como casi todo con él, “se supone”―. Nuevamente, juega con dos temas, pero en esta ocasión ambos dotados de un gran lirismo. No obstante, y a pesar del claro contraste entre las dos partes de la sinfonía, el primer movimiento sigue presente en ciertos elementos del segundo, como los compases de cuerdas que introducen los diferentes pasajes y que apuntan a que Schubert seguramente pensaba introducir una vertebración muy clara a lo largo de todo el cuerpo musical. Por este motivo, y aunque este segundo movimiento despliega una calidad indiscutible, nadie duda de que la ausencia de un contexto completo en el que encajarlo le priva del acento que corona a las obras maestras.

Tratando de remediar esa cojera, han sido muchas las tentativas de concluir la sinfonía de acuerdo con lo que se intuye que pudo ser la idea original del compositor: desde las supuestas intentonas de Mendelssohn o Brahms, hasta la más reciente, en la que incluso se ha recurrido a la ayuda de la inteligencia artificial ―un recurso algo chocante, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una obra romántica―. Como es imaginable, los resultados no pasan de constituir hipótesis más o menos curiosas, pero ninguno de ellos puede llegar a ser tomado en serio. Dejando a un lado que a nadie se le pasaría por la cabeza culminar la Piedad Rondanini (Miguel Ángel, 1564) o “El proceso” (Franz Kafka, 1925), los aspirantes a acabar la Inacabada parecen no percatarse de que su empresa está condenada al fracaso, porque el mero hecho de que todos y cada uno de los finales propuestos sean distintos entre sí demuestra que resulta imposible dar con el verdadero, o al menos con uno digno. Cómo va a ser posible, si ni el propio Schubert lo encontró…

Gafas Schubert



Recomendaciones: la interpretación elegida para ilustrar este artículo es la grabada en 1978 por Carlos Kleiber, al frente de la Filarmónica de Viena, para la Deutsche Grammophon. El disco ha sido reeditado en varias ocasiones, y también incluye la interpretación de la Sinfonía nº 3 del compositor. Si alguien desea adquirir el disco en formato de compact disc, éste es el enlace de Amazon.

Aunque nunca ha sido traducido al castellano y lleva cincuenta años sin editarse en otras lenguas, el estudio completo de la vida y obra de Schubert llevado a cabo por Alfred Einstein es un libro que proporcionará horas de placer a cualquier amante de la música ―a cualquier amante de la música que desenvuelva bien leyendo en inglés, en este caso―.

En cualquier caso, la mejor recomendación que puedo hacer en este caso es dedicar una tarde a escuchar diferentes interpretaciones de esta sinfonía para comprobar cómo puede llegar a variar sin perder su magnetismo, y, con el permiso de los vecinos, hacerlo con el volumen bastante alto, porque la Inacabada está repleta de pequeños matices en segundos y terceros planos que de otro modo resultan imperceptibles. Aparte de la de Kleiber, las interpretaciones que gozan de más prestigio son las dirigidas por Furtwängler, Walter, Sawallisch, Klemperer, Giulini y el eterno Abbado. Todas ellas pueden ser encontradas entre YouTube y Spotify, y, en esta ocasión más que nunca, todo es cuestión de gustos.



 


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1 comentario en «Sinfonía en si menor, D. 759, Inacabada, de Franz Schubert (1822)»

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