Felix Gonzalez-Torres no era muy dado a hablar de sí mismo si nadie le preguntaba y, como tampoco fueron muchos los que lo hicieron, no se conocen demasiados detalles de su corta existencia. Nunca, ni vivo ni muerto, ha sido un artista de masas, y entre los aficionados al arte tan sólo llegó a adquirir cierta fama mundial un par de años antes de su fallecimiento. Hasta entonces, no había pasado de ser otro cromo del Chelsea neoyorquino, el típico nombre que cualquier esnob ochentero trataría de hacer encajar en una conversación con una compañera de squash. El hecho de que su primera mención en las páginas del New York Times fuese en su necrológica habla bien a las claras de la escasa popularidad que llegó a merecer mientras se mantuvo respirando. Desde entonces, su presencia en los medios especializados no ha dejado de crecer, hasta el punto de que sus presuntas influencias sobre creadores actuales se mencionan hoy con la misma ligereza con la que se incurre en un lugar común.
Por desgracia para él, Gonzalez-Torres no era una persona a la que le gustase dar la nota ni promocionar su trabajo haciendo el payaso. Se dice que se comportaba en público con tanta cortesía como timidez, y cuando se leen las entrevistas que concedió y se contrastan con su obra, resulta inevitable convencerse de que nunca dejó de sorprenderle despertar interés en alguien. En su último viaje a Europa, poco antes de morir, fue entrevistado por Maurizio Cattelan, en lo que más bien acabó siendo una conversación pública entre dos artistas que se admiraban y se caían muy bien el uno al otro:
Me tomo mi obra en serio, pero no a mí mismo. A veces resulta inevitable mirar atrás y decir: “Joder… ¿Cómo fui capaz de hacer esa porquería?”. Y entonces no queda más remedio que reírse de ello y seguir adelante, y, si todavía es posible, destruir la obra. He destruido muchísimo de lo que he hecho. No me asustan los errores, lo que me da miedo es mantenerlos.
Por lo poco que se nos ha permitido conocer, Felix Gonzalez-Torres nació en Cuba el 26 de noviembre de 1957, en una pequeña ciudad de Camagüey llamada Guáimaro. Su padre era un pequeño terrateniente que, a pesar de ello, hasta 1971 no tuvo problemas serios con el régimen castrista. No se sabe muy bien qué pasó ese año, pero algo o alguien aconsejó a la familia González-Torres ir abandonando la isla poco a poco y sin armar mucho ruido. Como parte de esa estrategia, Felix y su hermana pequeña fueron enviados a un internado en Madrid, donde probablemente no permanecieron más de tres o cuatro meses: los suficientes como para que el artista los recordara como la peor etapa de su vida. Siempre se mostró muy reacio a ofrecer detalles al respecto, y ni siquiera se conoce el nombre del colegio, al que en ocasiones se refería más bien como hospicio.
Por algún motivo que ignoro, se ha extendido el bulo de que ese episodio madrileño le generó tal animadversión hacia todo lo español que decidió eliminar las tildes de sus apellidos. Sin embargo, no existe ni el más mínimo indicio de que así fuera: Gonzalez-Torres nunca hizo ninguna declaración en ese sentido ni mostró ningún asomo de renuencia a volver a España siempre que le pareció oportuno ―por otra parte, parece que las tildes siguen siendo tan cubanas como españolas―. En realidad, no se sabe por qué dejó de escribirlas, pero todo apunta a que se rindió a la evidencia de que nadie en los Estados Unidos se iba a acordar de hacerlo.
De Madrid pasó a establecerse en Puerto Rico, donde se fue reagrupando su familia y donde, en 1976, empezó a estudiar arte en la Universidad boricua. Tres años más tarde obtuvo una beca para participar en el Whitney Independent Study Program —sólo uno de cada mil aspirantes, aproximadamente, logra ser admitido en este curso anual—, por lo que se mudó a Nueva York. Entre más becas y lo que ganaba trabajando como camarero, logró establecerse en los Estados Unidos e ingresar en la facultad de Bellas Artes del Pratt Institute. Cuatro años más tarde se graduó en la especialidad de fotografía, aunque quizá no acabó del todo satisfecho con la formación recibida:
El Pratt Institute es el sitio más banal, descerebrado, vulgar y majadero que te puedas echar a la cara, y lo peor es que lo saben y les da igual. Gástate tu dinero en un coche o en lo que quieras, pero no lo desperdicies en el Pratt.
Nunca dejó de estudiar y siempre estaba muy atento a solicitar todas las becas que pudiera, especialmente las que le permitieran viajar a Europa. No obstante, a este espíritu aventurero y cosmopolita se le oponía una timidez patológica que prácticamente le impedía entablar nuevas relaciones. De este modo, se pasó sus primeros años neoyorkinos leyendo —sobre todo teatro— y yendo sin compañía a cines de sesión continua. Siempre reconoció la influencia que esas formas de ocio, así como la televisión, habían tenido en el conjunto de su obra, algo que resulta fácilmente detectable en el aroma a decorado que desprenden varias de sus instalaciones.
Quizá con el fin primordial de paliar esa soledad, se unió al Group Material, un colectivo de artistas activistas que por aquel entonces se centraba en denunciar los problemas sociales que estaba creando el sida. La protesta constituía para ellos más un fin que un medio, y además proclamaban su desprecio al sistema de galerías y a ganar dinero con el arte ―en realidad, nadie hasta entonces les había propuesto exponer su obra, ni mucho menos pagar por ella, por lo que era como si un pingüino proclamase su desprecio al cultivo de melocotones―. Con semejantes medios y condicionantes autoimpuestos, el grupo prácticamente se limitaba a realizar intervenciones efímeras en lugares públicos y a insertar anuncios extraños en los periódicos. Gonzalez-Torres aguantó unos tres años con ellos, hasta que se convenció de que aquella pérdida de tiempo no tenía nada que envidiarle a la del Pratt. No obstante, al menos en esta ocasión sí que fue capaz de extraer ciertas influencias, visibles sobre todo en sus famosos carteles, con una apariencia muy similar al de las esquelas del Group ―inspiradas la mayoría de ellas por Barbara Kruger, que también pasó brevemente por el colectivo―, y en la introducción de elementos semiefímeros en sus exposiciones.
De nuevo en solitario, y ante la posibilidad cierta de empezar a morirse de hambre, decidió unir su trayectoria a la de la marchante Andrea Rosen, que inauguró su galería en 1990 con una exposición suya y otra de John Currin ―su novio, por aquel entonces―:
[Hacer llegar su obra al público] Fue uno de los motivos que me impulsó a abrir la galería. Para mí, Felix era la personificación perfecta del artista verdaderamente interesado en temas formales. La obra de Felix en su conjunto resulta sobrecogedora en cierta medida: física, visceral, emocional y, aunque plasme temas muy complejos, también es universal. Felix era una persona increíble. Era generoso, activo y responsable, y articuló en su obra la idea de que uno puede hacerse oír en la esfera pública.
Aunque hoy en día la galería de Andrea Rosen, en el 544 de West 24th Street, es una de las más importantes del mundo, en sus inicios no pasaba de ser un proyecto barato y underground con mucha más ilusión por disfrutar de la obra de un grupo de amigos que por generar el dineral que ha llegado a generar, precisamente con Gonzalez-Torres como bandera ―las cosas con Currin no acabaron del todo bien (véase: “John Currin, un metaclásico entre nosotros”)―.
Su decisión de plegarse al pérfido sistema capitalista de las galerías no fue muy bien recibida ni por sus ex compañeros ni por el reducido y concienciado público que les seguía como a gurúes. Sin embargo, Gonzalez-Torres nunca consideró que su arte dejase de ser político sólo por estar expuesto para su venta. De hecho, estaba convencido de que toda forma de arte lo era:
Todo arte y toda producción cultural es política. Te pondré un ejemplo: cuando se plantea la dicotomía entre política y arte, la gente salta inmediatamente con Barbara Kruger, Louise Lawler, Leon Golub, Nancy Spero… Porque creen que ésos son los artistas políticos. Pero entonces, ¿quiénes son los no políticos? Fijémonos en la abstracción y pensemos en la más exitosa de todos esos artistas políticos: Helen Frankenthaler. ¿Por qué es ella la más exitosa de todos esos artistas políticos, incluso más que Kosuth, mucho más que Hans Haacke, mucho más que Nancy y Leon o Barbara Kruger? ¡Porque no parece arte político! Todo se basa en parecer natural, en encajar en el aspecto normativo de cualquier segmento cultural en el que participes, en cualquier segmento de la vida. Así consigue alguien como Frankenthaler ser la artista más políticamente correcta y exitosa y sacar adelante el programa político que sus obras llevan implícitas: el de la derecha.
Conviene precisar que cuando Gonzalez-Torres hablaba de política no solía referirse al concepto cotidiano, sino a algo más cercano al campo de estudio filosófico que pudieron labrar Platón o Aristóteles. En consecuencia, su discurso nunca resulta maniqueo y no pretende convencer a nadie de nada, sino que se limita a plantear ciertos aspectos de la relación de unos individuos con otros y de cada uno de ellos con el conjunto de los demás. De este modo, nunca cayó en la trampa fácil de confundir la política en el arte con la mera propaganda estilizada:
Creo que es necesario avanzar un poco en el tipo de arte-protesta que te cuenta que el capitalismo es malo, que Benetton es malo… ¡Ya lo sé! De verdad que lo sé. No necesitamos acudir a una galería para enterarnos de algo que nos pasamos la vida leyendo en los periódicos.
Se trata del mismo espíritu político que subyace en las obras de los minimalistas de finales de los años sesenta, a los que admiraba públicamente. La mala interpretación de los elogios que les dedicó ha provocado que su propia obra sea con frecuencia calificada de minimalista sin más, y aunque es cierto que muy rara vez aparecen en ella elementos superfluos y que ambos términos no son excluyentes en absoluto, la mayor parte de su trabajo puede definirse con más propiedad como conceptual, en el sentido de que la verdadera obra de arte es la idea que transmite al espectador a través de lo material.
Necesito que el público colabore. Sin el público, estas obras no son nada. El público es necesario para completarlas, así que le pido que me ayude, que comparta mi responsabilidad, que se convierta en parte de mi obra, que se una.
Aunque el arte no necesita ser “comprendido” para poder disfrutarse, una cierta exageración de ese conceptualismo lleva a que algunas de las obras de Gonzalez-Torres pierdan bastante capacidad de universalidad, dado que gravitan casi exclusivamente alrededor de circunstancias personales del autor que el espectador tampoco tendría por qué conocer o adivinar. Uno de los mejores ejemplos de esa necesidad de un relato ulterior lo encontramos en “Untitled (Portrait of Ross in L. A.)” ―“Sin título (Retrato de Ross en Los Ángeles)”―, de 1991, compuesta por un montón de caramelos envueltos en celofán de varios colores apiñados en un rincón. La instalación resulta vistosa por sí misma y es fácil de recordar, pero lo que se ve es sólo una parte de la obra. Para su consumación resulta necesario saber que Ross fue su pareja durante varios años, que murió de sida bastante joven y que mientras estuvieron de viaje en Los Ángeles aún pesaba 80 kilos: exactamente lo que pesa el conjunto de los caramelos. La instalación se completa con una autorización al público para ir comiéndose las golosinas si les apetece, de modo que el montón de dulzura va desapareciendo poco a poco —no obstante, no se trata de una obra efímera, puesto que los caramelos deben ser repuestos al final de cada jornada—. Todo cobra entonces sentido en la mente del espectador, con las conclusiones que pueda extraer y los sentimientos que le puedan provocar, y ese conjunto de ideas es lo que conforma la verdadera obra de arte conceptual.
Le diagnosticaron sida un año antes. Tuvo un ataque de apendicitis, le hicieron la prueba antes de operarle y dio positivo en VIH. Pero en aquel momento seguía estando hecho una mala bestia. Pesaba 195 libras, podría haberte construido una casa él solo si se lo hubieses pedido. Es increíble… Tienes delante toda esa belleza, ese cuerpo perfecto, y de repente comienza a consumirse ante tus propios ojos sin que puedas hacer nada por evitarlo.
No fue la única vez que utilizó golosinas, pero seguramente sí la más dolorosa. Como vemos, del conjunto de su obra se desprende su fascinación por la mutabilidad de la identidad individual, a veces por propia elección y otras muchas por mero accidente o por desgracia. Ello le llevó incluso a utilizar modelos vivos intercambiables como parte de sus esculturas, como en “Untitled” (Go-Go Dancing Platform), donde un bailarín se mueve al compás de una música que sólo oye él y sin trabar ningún tipo de contacto, siquiera visual, con el público:
Lo más habitual es que el bailarín sea un varón, aunque la literalidad de la descripción no impide que pueda tratarse de una mujer. Lo único que determinó el artista es que quien baile debe ir vestido exclusivamente con unos pantaloncitos plateados, algo que viene siendo incumplido sistemáticamente por los curadores cuando se trata de una bailarina, a la que sin fundamento ni justificación alguna cubren los pechos con un top del mismo color.
Quizá porque Gonzalez-Torres es a la vez un artista contemporáneo y un artista muerto, es bastante frecuente que su obra no sea respetada por los expositores como lo es la de artistas clásicos o la de artistas vivos ―los primeros se defienden con su nombre; los segundos con demandas―. Sonroja sobremanera comprobar cómo en los últimos años se tiende a valorar su trabajo tan a la ligera que, incluso en un museo público de gran renombre —español y acrónimo, para más señas—, se le atribuyen y se anteponen a su condición de artista una serie de etiquetas sociales, actitudes e “identidades” que no sólo no mostró nunca, sino que incluso denostaba como categoría:
La cosa funciona de la siguiente manera: si la prensa te dice que va a haber una exposición en el Guggenheim y no dice nada más, va a ser una exposición de un varón heterosexual y blanco. Pero si hay algo más, entonces es una exposición de dos artistas gays en el Guggenheim, o de cuatro lesbianas negras de Brooklyn. Y esto hace mucho daño, porque cuando alguien te etiqueta de ese modo lo hace con el propósito de legitimar tu obra, y eso siempre es una actitud defensiva. Sí, soy gay; pero no creo obras sobre ser gay… Lo que he hecho es arte sobre estar enamorado de otro hombre.
Su activismo imparable fue precisamente la ausencia de una contestación expresa, en la misma línea de esa frase que tantos disgustos le ha costado a Morgan Freeman: “Si realmente quieres acabar con el racismo, no tienes más que dejar de repetir que soy negro”. Gonzalez-Torres sabía de sobra que ni su origen étnico ni sus preferencias sexuales coincidían con las de la mayor parte de su público; pero ni lo ocultó ni lo gritó: si para él no era algo importante, ¿por qué debería serlo para los demás? Su forma de luchar por sus derechos consistía en ejercerlos sin pedir permiso ni justificarse por ello. De hecho, consideraba que todo ese tipo de etiquetas no eran más una estrategia sutil del conservadurismo, no sólo para perpetuar las discriminaciones, sino para provocar que los propios discriminados colaborasen contentos en su perpetuación.
Cuando, no hace mucho, se comenzó a reivindicarlo como un artista “latinx” —término que ni siquiera había sido parido en los años en los que desarrolló su carrera—, Robert Storr, comisario de varias de sus retrospectivas, amigo en vida del artista y conductor de la entrevista más completa que jamás se le hizo, resumió su oposición al asunto con tres palabras: “No palm trees!”, destacando la ausencia de motivos tropicales en su obra. Como es obvio, esa expresión le valió una avalancha de insultos; pero parece que tampoco le importó mucho: todavía no ha suplicado disculpas en las redes sociales y no tiene pinta de ir a hacerlo mañana.
“Latinxidades” y sexualidades aparte, uno de los rasgos que más suelen llamar la atención a los que acaban aficionándose a la obra de Gonzalez-Torres es la cantidad de pathos que era capaz de imprimir en objetos deshumanizados, gracias precisamente a la maestría con la que sabía transmitir al espectador ese elemento conceptual. Así ocurre en sus series de “días de análisis de sangre”, compuestas de tantos lienzos monocromos como días hubo que esperar los resultados, o en una de sus primeras intervenciones de la mano de Andrea Rosen, que consistió en alquilar varias vallas publicitarias en Manhattan para colocar una fotografía, en blanco y negro, de una cama de matrimonio deshecha en la que todavía podían distinguirse las huellas de dos cabezas en las almohadas. Las vallas aparecieron en el primer aniversario de la muerte de Ross.
Sencillamente, desapareció como una flor que se va secando. Lo maravilloso de la vida y el amor es que a veces se manifiestan de las formas más insospechadas. Diría que a medida que se iba volviendo menos que una persona yo le iba amando más. Cada nueva úlcera que le salía, yo le amaba más. Así fue hasta el último segundo. Le dije: “Quiero quedarme contigo hasta tu último suspiro”, y hasta su último suspiro estuve. Una vez me pidió pastillas para suicidarse, pero yo no habría sido capaz de dárselas. Me limité a decirle: “Cariño, ya has luchado bastante, puedes irte. Puedes dejarme. Muere”. […] No he dejado de amarlo sólo porque se haya muerto. Cuando la gente me preguntaba: ‘¿Quién es tu público?’, yo contestaba sin dudarlo un segundo: ‘Ross’. Mi público era Ross. El resto de la gente sólo venía a ver mi trabajo.
El sida y su rutina espantosa de pruebas médicas, medidas profilácticas y lucha contra el tiempo inspiran gran parte de su creación ―no así las miserias físicas provocadas por la enfermedad, que en aquellos años seguían siendo tan numerosas como inevitables―. Cualquiera que haya estado pendiente de un diagnóstico peligroso para un ser querido o para sí mismo sabe que el resto del mundo, aun permaneciendo en su sitio, queda velado durante la espera. Lo mismo ocurre cuando el diagnóstico ya está establecido y comienza el rosario de pruebas y contrapruebas, a veces con alguna pequeña buena noticia capaz de alegrar un par de días, aunque inútil a la hora de frenar el viaje hacia lo inevitable. Es ese tránsito el que marcó a Gonzalez-Torres, y no sus manifestaciones corporales. Por aquel entonces, aunque saberse infectado por el VIH seguía constituyendo una gran desgracia, comenzaban a surgir noticias esperanzadoras acerca de la relativa cercanía de una posible cura. No obstante, no hallaremos ni rastro de esa esperanza en la obra de Gonzalez-Torres, porque su lamento no viene provocado por el sida, al que no presenta más que como un vehículo, sino por la certeza de no ser más que un destello en la oscuridad del tiempo.
Aunque pueda llegar a parecerlo, Gonzalez-Torres tampoco acabó convertido en el viudo eterno. Tuvo más parejas y, dentro de la dimensión de lo horroroso, no parece que sufriese un duelo fuera de lo normal. Sin embargo, la experiencia le hizo reflexionar de tal modo acerca de la existencia mortal que la mayor parte de su trabajo, como si de la de un compositor romántico se tratara, acabó desarrollando el motivo del destino inexorable. “Untitled (Perfect Lovers)”, una de sus obras más conocidas y desasosegantes —en sus propias palabras: “es la cosa más aterradora que he hecho nunca”—, presenta dos relojes de cocina —nada más hogareño— sincronizados a la perfección. Como es obvio, tarde o temprano uno de ellos comienza a atrasar y se acaba parando, dejando al otro funcionando solo.
La misma idea la representó también con dos bombillas encendidas que van agotándose. Cualquiera puede verse reflejado en ese tipo de creaciones sin necesidad de ser gay, y en realidad ése era uno de sus principales objetivos: demostrar que, hasta donde él sabía, no existía la más mínima diferencia entre el amor homosexual y el heterosexual.
Hay una cosa que me molesta de los artistas que hacen lo que llaman arte gay, y es la forma en la que acotan lo que ellos consideran que debe ser un objeto de deseo para los hombres gais. Cuando expuse en el Hirshhorn, el senador Stevens, que es uno de los senadores más homófobos y “antiarte” que hay, anunció que iba a venir a la inauguración; y en lo primero que pensé es en lo mal que lo iba a pasar tratando de explicarles a sus seguidores lo pornográficos y homoeróticos que pueden llegar a ser dos relojes pegados. Él venía buscando culos y pollas, claro; pero no había nada de eso.
“Untitled (Perfect Lovers)” fue creado en 1987, cuando el inspirador no sólo aún estaba con vida, sino que tan sólo acababa de recibir el diagnóstico demoledor. No resulta difícil de imaginar el dolor que tuvo que implicar el parto de esta obra, tanto para Felix como para su compañero, al que le acabó dedicando estas palabras:
No tengas miedo de los relojes: son nuestro tiempo, ese tiempo que ha sido tan generoso con nosotros y al que dejamos marcado con el dulce sabor de la victoria. Supimos vencer al destino al encontrarnos en un tiempo determinado en un lugar determinado. Somos el fruto del tiempo, así que le devolvemos el crédito a quien se lo debemos: al tiempo.
Estamos sincronizados, ahora y siempre.
Te amo.
Un lustro más tarde, el 9 de enero de 1996, a la de edad de treinta y ocho años, el sida también consiguió detener el segundo reloj. Artista conceptual, minimalista, político… Le haríamos un homenaje a la claridad si antepusiéramos su espíritu romántico a cualquier otra circunstancia: es precisamente el tiempo en que vivió lo único que impide calificarlo de tal forma.
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