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Julia Margaret Cameron: el desasosiego de la inocencia

julia margaret cameron
«Recogida de moras», 1868

A pesar de haber sido proclamada madrina del pictorialismo, Julia Margaret Cameron murió décadas antes de que se comenzara a hablar de tal movimiento. Era el código estético prerrafaelista el que estaba en boga cuando ella desarrolló su carrera y, de hecho, algunas de sus fotografías pueden llegar a generar la desasosegante sensación de haber traído a la vida a alguno de esos seres feéricos, de mirada ausente e intenciones inciertas, que nos dejaron Rossetti, Millais o Burne-Jones. A fomentar esa ilusión contribuye el hecho de que en varias ocasiones se valió de las mismas modelos a las que recurrían los pintores de la Hermandad; pero también esa niebla de tragedia tamizada con la que lograba rodear a sus personajes. Mientras que en la pintura prerrafaelista tal refinamiento podía llegar a la edulcoración ―y en no pocas ocasiones traspasó la frontera de la autoparodia involuntaria―, las fotografías de Cameron cuentan con la crudeza de la carne y el hueso como herramienta para difuminar ese velo dulzón.

Cameron Beatrice
«Beatrice», 1866
Mayo
«Día de mayo», 1866

Muchos de los fotógrafos más influyentes de la historia nacieron en el siglo XIX y a nadie le sorprende tal cosa; pero Julia Margaret Cameron, cuyo apellido de soltera era Pattle, vino al mundo el 11 de junio de 1815: una semana antes de que unos 52.000 soldados de media Europa entregasen su vida o una parte significativa de su físico en la batalla de Waterloo. Conviene tenerlo en cuenta para percatarse de hasta qué punto fue pionera en un arte que ni siquiera había sido inventado cuando ella ya había dejado muy atrás la niñez.

Darwin Cameron
Retrato de Charles Darwin, 1868
Joachim Julia Margaret
Retrato de Joseph Joachim, 1868

Aunque se tiende a presentarla como un posible arquetipo de mujer victoriana de clase media-alta, todo indica que debió de ser considerada por sus contemporáneos como un personaje bastante excéntrico. No sólo se trataba de su afición por la fotografía, que en aquellos tiempos constituía un pasatiempo bastante sucio y molesto —y no exento del riesgo de sufrir intoxicaciones o quemaduras químicas—, sino de su actitud general ante la vida. Por ejemplo, se sabe que le gustaba aparecer en sociedad ataviada con un sari, así como que su forma habitual de vestirse y peinarse “a la occidental” podía estar más o menos de moda entre las chicas jóvenes de los barrios obreros, pero no desde luego entre damas como ella, por muy adaptadas que estuvieran a la vida campestre. Había nacido en Calcula y se había criado y educado entre la India, Versalles y Londres sin seguir ningún plan coherente, de modo que su cultura, aunque amplia, resultaba algo irregular y “desbritanizada”. No en vano, tan maternas fueron para ella el francés y el hindi como la lengua de Shakespeare y Milton, y en sus cartas solía referirse a “los ingleses” en tercera persona del plural, como si no se considerase englobada entre ellos.

Cameron Ceilán
«Campesinos de Kalutara (Ceilán), 1875

No obstante, el mero hecho de constituir una rareza dentro la sociedad victoriana no significaba no estar inmersa en ella ni sujeta a su peculiar forma de ver las cosas, de modo que varias fuentes de la época coinciden en destacar con toda naturalidad que fue la tercera y más fea de siete hermanas guapísimas y que cocinaba unos pasteles de boniato excelentes, mientras que ignoramos casi todo lo que le pudo ocurrir antes de contraer matrimonio. Según afirman varios de aquellos comentaristas, Julia Margaret y sus hermanas formaban una especie de logia inquebrantable, cuyas integrantes se esforzaban por potenciar su parecido físico poco menos que como un manifiesto identitario. Tal colectivo hermético llegó a ser bautizado por Henry Taylor como “Pattledom”, como si de una forma de gobierno se tratara.

Taylor Julia Margaret
Retrato de Henry Taylor, fecha desconocida

A las peculiaridades de las muchachas también contribuía el hecho de que su madre no se hubiese limitado a ser una francesa sin más, sino la hija de una dama y un paje de la corte de María Antonieta que se salvaron de la guillotina de puro milagro: él porque aparentaba ser mucho más niño de lo que en realidad era y ella porque estaba por ahí cogiendo flores cuando la multitud asaltó las Tullerías ―el 10 de agosto de 1792―. Su padre, por el contrario, no debía de exhibir demasiada distinción, sino más bien serios problemas con el alcohol, consigo mismo y con el mundo en general. Según Virginia Woolf, a la sazón sobrina nieta de Cameron:

Era un gentleman de notoria pero dudosa reputación, que tras una vida disoluta, en la que se ganó el título de “mayor mentiroso de la India”, halló muerte etílica, quedando consignado en un barril de ron en espera de ser embarcado de vuelta a Inglaterra.

julia jackson
Retrato de Julia Jackson, sobrina de Cameron y madre de Virginia Woolf, 1867

Aparte de un famoso borracho, parece que era bastante violento y muy poco dado a controlar las pasiones del alma, y lo cierto es que, por mucho que se revuelvan los cajones de su posteridad, resulta imposible dar con el más mínimo guiño de simpatía hacia él. En realidad, todo parece indicar que se trataba de una especie de aventurero de origen incierto que había llegado a alcanzar un alto cargo dentro de la Compañía de las Indias Orientales; algo que, desde luego, no solía lograrse a base de amabilidad y delicadeza. Por decirlo de un modo delicado, una estatua suya habría sido la candidata ideal para acabar pintarrajeada y por los suelos cualquier día de éstos ―en el supuesto caso de que a alguien se le hubiese pasado por la cabeza erigirle alguna, claro está―.

Artillero
«Connor, de la Artillería Real», 1864

Bien fuera por contagio ambiental, bien por mera herencia genética, todas las hijas de este señor dieron en algún momento muestras claras de padecer cierto desequilibrio emocional. Julia Margaret debía de llevarse la palma en este sentido, aunque también es cierto que nadie se ha preocupado por analizar la personalidad de sus hermanas con tanto detalle como la suya. Virginia Woolf recurre al testimonio de la actriz y modelo Ellen Terry para aportar algunas líneas sobre su carácter:

Parecía reunir en sí misma todas las cualidades de esa admirable familia, desplegándolas en forma doblemente destilada. Doblaba la generosidad de la más generosa de las hermanas y la impulsividad de la más impulsiva. Si ellas eran entusiastas, ella lo era por partida doble; si eran persuasivas, ella era invencible. Tenía unos ojos extraordinariamente bellos, que centelleaban como sus frases y que se movían suaves y tiernos cuando se conmovía.

ellen terry
«Tristeza», 1864. Ellen Terry, que sólo tenía 16 años cuando posó para esta foto, es recordada en Inglaterra como una de las más grandes damas de su teatro, superando en celebridad a los tres ilustres maridos que tuvo a lo largo de su vida: G. F. Watts, el arquitecto y diseñador Edward Wlliam Gowdin y el también actor, aunque más centrado en el cine, James Carew (29 años menor que ella).

Sabemos que era bastante dada a sufrir ataques de nervios y a caer en periodos depresivos, aunque rara vez sin un motivo más o menos comprensible. Como era frecuente en la época —y factible, dado que el Imperio británico se extendía por los cinco continentes—, Julia Margaret, todavía Pattle, viajó al Cabo de Buena Esperanza en 1837 para recuperarse de una de esas crisis, en esta ocasión provocada por la muerte de su hermana mayor tras un parto complicado. Allí conoció a Charles Cameron, un afamado jurista veinte años mayor que ella con el que se casó en seguida para huir del dominio paterno ―entre otros motivos de corte más erótico, presumiblemente―. En diciembre de 1838 ya había parido a su primera hija, a la que también llamó Julia. En total daría a luz cinco veces, y después redondearía la media docena de descendientes adoptando a un niño huérfano.

Charles Hay Cameron
Charles Cameron en el jardín de Freshwater, 1865

Durante su estancia en Sudáfrica también conoció a sir John Herschel, que, además de matemático y astrónomo, era el prototipo de hombre progresista decimonónico, fascinado e ilusionado a partes iguales ante la velocidad a la que la ciencia y la tecnología estaban consiguiendo introducir en los hogares lo que hasta entonces era más propio de la magia o de la literatura fantástica. Le maravillaban especialmente los distintos avances en la captura de imágenes y, lejos de limitarse a presenciar su desarrollo, inventó la cianotipia y una buena serie de contribuciones útiles en el campo de la química aplicada al revelado. Además, y aunque la cuestión no está exenta de polémica, varios estudiosos le atribuyen el cuño de la propia palabra “fotografía”, así como el de varias de las expresiones que han ido conformando el argot de este arte, como la dicotomía “positivo, negativo”.

Herschel Cameron
Retato de John Herschel, 1867

Se supone que las primeras fotografías que vio Julia Margaret Cameron fueron una serie de talbotipos —imágenes impresas en papel a partir de un negativo, aunque aún de forma algo rudimentaria— que, en 1842, Herschel le hizo llegar como regalo a su casa de Calcuta. No creo que una mentalidad contemporánea, que ha nacido y crecido rodeada de ellas, sea capaz de imaginarse la sorpresa de un adulto al toparse con una foto por primera vez en su vida; pero, superado el primer sobresalto, parece que ella ya entonces lo concibió más como una disciplina artística en potencia que como una mera curiosidad tecnológica.

Escucha
«¡Escucha! ¡Escucha!», 1868-72

Tres años más tarde, el matrimonio Cameron se instalaba definitivamente en Inglaterra junto con su prole. Como si en el fondo no vivieran más que un puñado de personas en toda la isla de Gran Bretaña —y a efectos mundanos así era—, uno de sus primeros contactos sociales fue el de Henry Taylor, que a su vez les presentó a Alfred Tennyson y a su esposa. Quizá Julia Margaret se pasase un poco tratando de granjearse la amistad del poeta, porque todo indica que al principio fue tomada por una pelmaza medio loca. Tal percepción cambió radicalmente cuando, bregada como estaba en asuntos reproductivos, Cameron supo reconocer en la señora Tennyson los primeros síntomas de un parto prematuro y, cual Filípides pelirroja, corrió hasta Londres para traer a tiempo a su médico personal, lo que le salvó la vida —no así al bebé, que apenas duró unas agónicas horas en este mundo cruel, seguramente sin ser muy consciente de ello—. A partir de entonces, su amistad siguió creciendo, hasta que Cameron pasó a ser la única mujer, aparte de su esposa, a la que el poeta llamaba por su nombre, es decir: “Julia” en lugar de “Mrs Cameron”, a dónde ya había llegado tras pasar una buena temporada como “Mrs Julia Cameron”. En ese extraño universo paralelo que fue la Inglaterra victoriana, el apearle tanto el tratamiento a alguien suponía equipararle a un miembro de la familia y otorgarle carta blanca para presentarse en casa sin avisar, así como para permanecer en ella tanto tiempo como desease, muchas veces varios meses seguidos.

Lionel Tennyson
Lionel Tennyson como el Marqués de St. Cast, fecha desconocida
Tennyson Cameron
«Philip Ray, Annie Lee y Enoch Arden» (tres personajes de un poema de Tennyson), 1864-66

En 1853, los Tennyson se mudaron a un pueblecito de la Isla de Wight llamado Freshwater, donde también se acabaría instalando el matrimonio Cameron siete años más tarde con la excusa médica de que Charles necesitaba recuperarse de unas fiebres que le habían atacado en Ceilán, durante un viaje de control de las plantaciones de té y café cuyas rentas sostenían a la familia. Julia Margaret compró dos cotages cercanas y las unió construyendo una torre entre ambas. El resultado arquitectónico, sin duda de apariencia tan peculiar como su dueña, fue bautizado con el nombre de Dimbola ―como su finca cingalesa―, y allí fue donde Julia Margaret comenzó a practicar la fotografía tras recibir su primera cámara como regalo en las navidades de 1863, cuando ya contaba con cuarenta y ocho años. Así lo señalaba ella misma en “Annals of My Glass House”, un esbozo de memorias de algo más de veinte páginas que dan la impresión de haber sido escritas de un tirón en una sola tarde y después olvidadas por completo:

De ahí que no sea sin esfuerzo que contengo mis emociones para indicar, simplemente, que fue mi difunta y muy amada hija y su marido quienes me regalaron mi primera cámara: “Quizá te divierta, Madre, probar la fotografía en tu soledad de Freshwater”.

Ese obsequio de mis seres queridos reforzó mi hondo amor por la belleza, y desde el primer momento manejé la cámara con pasión y ternura, como si de un ser vivo se tratara, dotado de voz, memoria y fuerza creativa. Semana tras semana, en ese año de 1864, trabajé sin lograr resultados, pero sin perder la esperanza.

María
«María madre», 1867

No se sabe muy bien a qué se refería su hija con “su soledad en Freshwater”, porque aquella casa se parecía más a la Factory de Warhol que a un hogar solitario. Aparte de Alfred Tennyson, Henry Taylor y demás personalidades ya citadas, por allí pasaban con frecuencia Robert Browning, Anthony Trollope, Thomas Carlyle, George Frederic Watts, Charles Darwin, Gustave Doré, Joseph Joachim… Por no hablar de los innumerables artistas o modelos, hoy prácticamente desconocidos, a los que invitaba cada vez que le llamaba la atención algo de ellos. Hay quien cree que podría tratarse de una ironía, pero parece que a una señora victoriana bien educada, como sin duda era la hija de Cameron, jamás se le hubiese ocurrido emplear la ironía por escrito —no por ninguna cuestión moral ni nada por el estilo, sino porque podía constituir una fuente de malentendidos en una época en la que las notas manuscritas eran el principal medio de comunicación a distancia—. Otros biógrafos tienden a pensar más bien que estaba hablando del abandono del hogar de todos sus hermanos: tan sólo el más pequeño seguía conviviendo con su madre, y se esperaba que pronto se marchara a Londres para completar sus estudios. Por último, basándose en ciertas cartas íntimas de la propia Cameron, están los que entienden una referencia a la frialdad que su marido había desarrollado desde que se mudaron a la Isla de Wight. Dormouse state, lo llamaba ella ―literalmente, “estado de lirón”―, que a lo mejor tenía algo que ver con el tratamiento a base de láudano con el que pretendían que sanase de sus fiebres tropicales —o, si no se recuperaba, que al menos no se pasase el día quejándose, supongo—.

Cameron Freshwater
«Días en Freshwater», 1870

En cualquier caso, el aparato en cuestión no era ningún juguete, sino un buen mamotreto de madera que se enfocaba mediante el sistema de slidding boxes o cajas deslizantes. La cámara oscura estaba formada por dos cajas, una de las cuales, ligeramente menor, se deslizaba dentro de la otra adelante o atrás hasta que la imagen quedaba ajustada. En algunos modelos, las dos carcasas no llegaban a tocarse, sino que estaban unidas por algún material elástico y opaco que, a modo de fuelle de acordeón, permitía que se acercasen y separasen a voluntad del fotógrafo. Obtenía negativos en placas de cristal impregnadas de un barniz fotosensible ―colodión húmedo― que bajo ningún concepto debía secarse antes del revelado. Había que ser extremadamente cuidadoso y rápido, porque ―como no podía ser de otra manera― el químico parecía diseñado para correrse, degradarse o sublimarse en un abrir y cerrar de ojos. Las placas eran rectángulos de once pulgadas por nueve que, una vez reveladas, había que positivar en papel de albúmina ―otro follón―. Si el teorema de Pitágoras es cierto y no me fallan las cuentas, la diagonal de tales placas era de 14,21 pulgadas ―la de una tableta estándar es de entre diez y once pulgadas―, mientras que las de las cámaras que solían usar los aficionados eran de cuatro pulgadas por tres ―cinco de diagonal: como la pantalla de un móvil tirando a pequeño―.

Alice Liddell
«Altea», 1872. Alice Liddell, la niña que inspiró «Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas», también posó para Cameron aunque algo más crecidita. Éste parece ser el único vínculo mediato entre Cameron y Lewis Carroll. Se ha especulado mucho sobre la posibilidad de que los dos principales referentes de la fotografía victoriana llegasen a conocerse o incluso fuesen amigos; sin embargo, y a pesar de que ambos eran muy aficionados a la correspondencia, no se ha descubierto ningún documento que evidencie tal relación.

Pronto toda la granja estuvo transformada en un gran estudio y laboratorio fotográfico, y su existencia repercutió en la hasta entonces vida bucólica del pueblo, que comenzó convertirse en un lugar de peregrinación para intelectuales y todo tipo de burgueses raritos:

Convertí mi cueva de carbón en cuarto oscuro y un gallinero acristalado que había regalado a mis hijos en mi casa de cristal. Se liberó a los gallos —creo que nadie los echó de menos—. El rédito que sacaban mis chicos con cada nuevo huevo se desvaneció, pero cuantos me rodeaban me apoyaron en mi nueva labor, viendo cómo la sociedad de gallos y gallinas pronto dejó paso a otra de poetas, profetas, pintores y hermosas muchachas, que, uno tras otro, fueron inmortalizando nuestra humilde granja.

Hipatia Spartali
«Hipatia», 1867. Marie Spartali, con sus rasgos bizantinos y su metro noventa de estatura ―piénsese que Liszt medía 1,85 m y era considerado un gigante―, esta mujer de origen griego pasó de ser una de las más destacadas musas de la Hermandad a convertirse en una pintora excelente, capaz de combinar como nadie la ortodoxia prerrafaelista con las primeras luces modernistas. La fortuna quiso que Cameron y ella fueran vecinas.
Spartali Cameron
Como resulta fácil de comprender, Cameron quedó fascinada por la belleza y la expresividad del rostro de Spartali. Con ninguna otra modelo realizó tantos estudios como con ella. Estos dos son de 1868.
Marie Spartali
Pruebas para una dolorosa, 1868
Cameron Mnemosyne Spartali
«Mnemósine», 1868

Posar para cualquier fotógrafo de mediados del siglo XIX no podía calificarse como una experiencia placentera; pero hacerlo para Julia Margaret Cameron daba derecho a desgravárselo en el purgatorio. Basta repasar los escorzos y gestos teátricos de sus modelos para imaginar cómo debía de ser mantenerlos durante el tiempo de exposición. Es cierto que el colodión húmedo permitía reducirlo a poco menos de un minuto, pero Cameron consideraba que las fotos ganaban mucho con algo de movimiento, de modo que, a base de reducir la iluminación a la imprescindible, podía llegar a prolongar el martirio hasta los ocho o nueve minutos. Para ayudar a los modelos a mantener las poses de la manera menos engorrosa posible, existían una serie de soportes en los que hacer descansar la cabeza o las extremidades; pero la complejidad de las acrobacias que podía llegar a idear Cameron superaba con mucho la versatilidad de esos instrumentos. Una joven profesional, que prefirió guardar el anonimato y que quizá exageró un poco a favor de la vis cómica, llegó a afirmar haberse desmayado al sexto minuto de posado bajo el peso de una opulenta corona de atrezo.

Tarde Cameron
«¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!», 1874
Cameron deseperación
«Desesperación», 1868-72

En semejantes condiciones, no resulta extraño que la mayor parte de las veces tuviese que apañarse con familiares o amigos, y tampoco solía limitarse a retratarlos sin más. Por si fuesen pocas las incomodidades a las que los sometía, se esforzaba por caracterizarlos como personajes históricos, bíblicos, mitológicos o literarios. Sus hermanas eran de las pocas personas que siempre estaban dispuestas a enfundarse aquellos extraños disfraces cosidos para la ocasión y llenos de cosas que pinchaban, cortaban o apretaban demasiado; y cuando no encontraba a ningún varón dispuesto a actuar como contraparte imprescindible, no dudaba en suplirlo con un bulto cubierto con una capa o una manta. A lo largo de su carrera como fotógrafa, Cameron captó más de mil posados, y prácticamente ninguno de ellos parece fácil de conseguir. Todo indica que, contrariamente a lo que sería normal en una aficionada, no ajustaba sus anhelos artísticos a sus habilidades técnicas, sino que primero decidía qué instantánea deseaba y después se ponía a darle vueltas a la cabeza hasta que hallaba la mejor forma de lograrla. Lo que podemos descartar es que emplease el método de ensayo-error, porque los materiales eran lo suficientemente caros como para no poder arriesgarlos. Eso no significa que no cometiese numerosas pifias, sino que se esforzaba mucho por evitarlas. Virginia Woolf relata cómo su tía abuela era capaz de destruir negativo tras negativo hasta que daba con lo que buscaba, pero cada una de esas destrucciones debía de saberle a chipirones con arena.

Cameron Calais
«La reina Felipa intercede por los burgueses de Calais», 1868-72
Lear Cameron
«El rey Lear y sus tres hijas», 1874

No todo el mundo percibía por aquel entonces las posibilidades artísticas de la fotografía, al menos no las que ella pretendía estar descubriendo. Tennyson, por ejemplo, solía sacarla de quicio —posiblemente con toda la intención, dado que eran amigos— cuando empleaba el sustantivo “víctimas” para referirse a sus modelos, así como cuando procedía a informarla de que prefería mil veces las fotos que le hacían en Mayall & Co., un famoso estudio comercial que repetía hasta la fatiga el mismo puñado de posados. A esos comentarios solían seguir unas discusiones encendidas que, pese a amainar con bastante velocidad, parece que fueron contribuyendo a que Cameron desarrollase cierto complejo de impostora que la llevaba a justificarse presentándose como una aprendiz autodidacta que, sin la más mínima ambición comercial y sin ningún interés por las últimas tendencias o técnicas, tan sólo pretendía divertirse recreando su propia imaginería. Lo cierto es que, al igual que su forma de ser resultaba excéntrica para la época, su forma de fotografiar seguramente fuese percibida como hortera por un amplio sector de la crítica, y disponemos de bases sólidas para pensar que ella misma era muy consciente de ambas cosas. Aún así, y aunque tampoco parece que se sintiese excesivamente cómoda en ese papel de mono de ferias ―en sus cortas memorias demuestra considerar, con grandes dosis de modestia impostada, que no recibe el reconocimiento que merece―, Julia Margaret Cameron nunca renunció a hacer lo que le daba la gana en cada momento.

Rey Arturo Cameron Tennyson
«El rey Arturo», 1874. A pesar de los piques puntuales que pudiesen tener, Tennyson demostró apreciar el trabajo de su amiga cuando le encargó ilustrar la reedición de su poemario artúrico «Idilios del rey» (1873)
Idilios del rey tennyson
«La despedida de Lanzarote y la reina Ginebra», 1874. Cameron no sólo no quiso cobrarle, sino que se negó obstinadamente a repercutir el coste del material: empleó doscientas cuarenta y cinco placas para terminar seleccionando las doce que cabían en el libro.
La dama del lago
«Merlín y la Dama del Lago», 1874. Dado que quedó muy decepcionada al ver sus fotos convertidas en pequeñas litografías ―entonces era la forma más habitual y barata de imprimir fotografías―, pagó de su bolsillo una edición de lujo en gran formato y con técnicas de impresión más sofisticadas, que resultó venderse mejor que la estándar. Por supuesto, Cameron rehusó participar en los beneficios.

Como siempre ocurre con la obra de los artistas que apuestan por el barroquismo —o por el otro extremo—, la valoración del legado de Julia Margaret Cameron ha sufrido grandes fluctuaciones a lo largo del tiempo. Tan famosa se ha hecho por sus ambientes fabulosos como por sus ―supuestos― descuidos a la hora de manipular las placas o de enfocar; y efectivamente sus fotografías presentan ciertas imperfecciones técnicas, pero todas ellas pueden encontrar explicaciones lógicas sin necesidad de atribuirlas a la negligencia inconsciente. En muchas ocasiones, esos defectos ya se encontraban en el material antes de que Cameron hiciese uso de él. Las placas, por ejemplo, eran tan frágiles que resultaba difícil conservarlas sin rayones o pequeñas roturas, y lo suficientemente caras como para obviar esas máculas mientras siguiesen resultando servibles. Lo cierto es que sus retratos por encargo son prácticamente impecables, de modo que parece claro que reservaba los cristales dañados para los trabajos que realizaba por propia iniciativa, y en ocasiones incluso se las apañaba para integrar esas marcas en la composición. Otra cosa son las huellas dactilares que resultan visibles en algunas de sus primeras fotografías y que son claramente achacables a la impericia del neófito, aunque no tardó mucho en aprender a evitarlas.

annie cameron
«Annie: mi primer éxito», 29 de enero de 1864. Tras el éxito con el granjero, lo intenté con dos niñas; mi hijo, Hardinge, en sus vacaciones universitarias de Oxford, me ayudó en los difíciles ajustes de la lente. Estaba camino de lograr una bella fotografía, cuando un ataque de risa en una de las niñas hizo fracasar el posado. Menos ambiciosa, tomé una de las niñas y apelé a sus sentimientos, diciéndole que si se movía desperdiciaría la paciencia y los productos químicos de la pobre Mrs Cameron. Mi petición funcionó, y pude lograr una fotografía que titulé: “Mi primer éxito”. [Gracias a que se ha identificado su letra en varios álbumes privados anteriores a esa fecha, hoy se sabe que Julia Margaret Cameron ya estaba muy familiarizada con la fotografía al menos desde 1857. Al hablar de su primer éxito, seguramente se refería a su primer éxito artístico con un equipo profesional.]
susurro musa
«El susurro de la musa», 1865

En ocasiones, se toma por errores o descuidos lo que en realidad fueron efectos deliberados. Quizá resulte un poco exagerado afirmar que desarrolló su propio lenguaje visual, pero no se le puede negar que al menos sí que lo esbozó. La ligera borrosidad que presentan sus escenas del mundo ficticio, por ejemplo, se torna en nitidez cuando se trata de lo real. Incluso dentro de una misma fotografía, los elementos físicos suelen ser presentados de una manera más definida que los oníricos. Eso lo logró gracias a la técnica del enfoque diferencial, que hasta entonces no se había puesto en práctica. Aunque no puede decirse que fuera ella quien lo descubriese, porque se trata de algo que descubre por sí mismo cualquier principiante —generalmente con gran desagrado por su parte—, sí que fue la primera en detectar su potencial estético y creativo y en aprender a dominarlo a su antojo:

Mis primeros éxitos, siendo fotografías desenfocadas, fueron fruto de la casualidad. Es decir, que al enfocar y dar con algo que me resultaba bello me conformaba, sin pararme a ajustar la lente en busca de esa nitidez en el enfoque que tanto persiguen los fotógrafos.

Eco Cameron
«Eco», 1868
El beso de la paz
«El beso de la paz», 1869

Como vemos, hablaba de “los fotógrafos” con la misma distancia con la que se refería a sus compatriotas los ingleses; pero eso no debe llevarnos al engaño de creer que nos encontramos ante alguien frustrado. A pesar de su inseguridad, de las huellas digitales y de la creencia más extendida, Julia Margaret Cameron tuvo mucho éxito entre el público, hasta el punto de que fue una de las primeras personas en exponer en lo que hoy conocemos como Victoria & Albert Museum, que en vida llegó a comprarle más de ochenta impresiones ―actualmente alberga la mayor colección de su obra―. Además, protagonizó varias muestras a lo largo y ancho de las Islas Británicas, así como en Australia o Norteamérica ―lugares que no llegó a pisar en su vida―, o incluso en países ajenos al ámbito anglosajón, como Holanda o Alemania. Su trabajo también se vio en las exposiciones universales de 1869 y de 1873, recibiendo además un importante galardón en ésta última.

wait
«Espero», 1872

Lo chocante del asunto es que, quizá por coherencia con su papel de aficionada diletante, le costaba mucho acceder a vender sus fotos. No era una cuestión de que le sobrase el dinero, porque aunque su familia nunca llegó a intuir el sabor de la pobreza, casi todo su capital estaba invertido en la plantación cingalesa, de modo que siempre se mantuvo a un mal tifón de la ruina. Tampoco se debía a que no quisiese desprenderse de su obra, porque parece ser que no exhibía demasiados remilgos a la hora de regalarla a cualquiera que demostrase apreciarla. Lo que sí que hizo fue contratar con Colnaghi, que por aquel entonces seguía siendo una simple tienda de arte en el West End, la publicación y venta al público de copias a precios reducidos.

cameron ceilán
«Dos chicas. Ceilán», 1875-79

Su relativa popularidad no le hizo ninguna gracia a las asociaciones de fotógrafos profesionales, que la percibían como una especie de intrusa en el sector, a pesar de que su trabajo siempre fue demasiado excéntrico como para entrar en competencia directa con los estudios comerciales. En cualquier caso, los recursos defensivos de éstos últimos se reducían a pataleos más o menos finos en los medios de comunicación y a tenderle algunas celadas fastidiosas. Por ejemplo, se la invitó, con aparente buena intención, a participar en la exposición anual de la Sociedad Fotográfica de Escocia, honor que Cameron aceptó gustosa para, a continuación, tener que leer la siguiente crítica en el Photographic Journal, la publicación oficiosa de sus anfitriones:

Mrs Cameron exhibió sus series de retratos desenfocados de celebridades. Es necesario reconocerle a esta dama su intrépida originalidad, aunque haya sido lograda a costa de prescindir del resto de las virtudes fotográficas. Un verdadero artista emplea todos los recursos a su alcance, independientemente de la disciplina artística que practique. Sin embargo, en estas imágenes, ha sido malgastado todo lo que ofrece el arte de la fotografía, mientras que todos sus posibles defectos brillan con prominencia. Nos duele tener que hablar de una manera tan severa del trabajo de una dama, pero es nuestro deber hacerlo en el nombre del arte.

Coutts Lindsey
Retrato de Coutts Lindsey, 1865

Contrariamente a lo que cabría esperar, y quizá tras algún movimiento de hilos por parte de la criticada, que literalmente llegó a enfermar de furia al leer la reseña, ésta fue contestada por el Illustrated London News, que calificó sus retratos como: “La aproximación más cercana al arte, o incluso la más certera, amplia y exitosa aplicación a la fotografía de los principios rectores de las bellas artes”. El contrataque escocés no tardó en llegar, evidenciando que la cuestión acerca de la calidad de las fotos de Cameron trascendía con mucho la mera anécdota:

Una ligera manipulación puede servir para cubrir cierta falta de precisión entre lo pretendido y lo logrado, pero semejante falta de pericia y semejante forma de tratar de enmascararla no merecen no el más mínimo elogio.

gurney cameron
«Laura y Rachel Gurney», 1872
pasando el rato
«Pasando el rato», 1872

Estos debates encendidos se reprodujeron allá donde fueron exhibidas las fotografías de Cameron ―y, en menor medida y con mucho menos sustrato intelectual, siguen trabándose hoy en día―, poniendo de manifiesto la existencia de una profunda disensión en cuanto a la forma en que debía entenderse el arte de la fotografía y que, en el fondo, no se diferenciaba mucho de los que se suscitaban entre academicistas y vanguardistas en la pintura, la escultura, la música o la literatura. Hermann Wilhelm Vogel, el padre de la fotografía en color, se hizo eco de la polémica cuando ésta llegó hasta Berlín:

Esas enormes cabezas desenfocadas, fondos granulados y sombras opacas se parecían más al producto de un párvulo chapucero que a obras maestras, por lo que muchos fotógrafos se veían incapaces de contener sus carcajadas y no paraban de burlarse de los que le habían reservado un lugar de honor a semejantes fotografías. Pero, detrás de todos estos fotógrafos que sólo buscaban nitidez y virtudes técnicas en aquellas imágenes, había artistas muy interesados en ellas que destacaban, precisamente, su valor artístico, tan excepcional que cualquier defecto técnico apenas resultaba visible.

Florence Julia Margaret
«Florence», 1872

Quizá en ese contraste entre el manejo dubitativo del último grito tecnológico y la vuelta a una estética pretendidamente tardogótica sea donde resida el indiscutible encanto, no sólo de la fotografía de Julia Margaret Cameron o de las pinturas prerrafaelistas, sino de una sociedad que aunaba similitudes tan estrechas con la actual y, al mismo tiempo, diferencias tan opuestas que, junto con la Alemania de entreguerras, el Japón Meiji y pocas más, podría perfectamente ser percibida como la semilla de un modelo de mundo alternativo que no llegó a ser. En palabras de Roger Fry:

La Inglaterra que nos muestra Mrs Cameron era una Inglaterra vigorosamente individualista y entregada al arte de un modo que nos resulta incluso difícil de entender. El Prerrafaelismo había extendido por la sociedad culta una extraordinaria afición por la belleza, una verdadera pasión. Ciertamente, su idea de la belleza no estaba exenta de afectación, pero tampoco carecía de valentía. El culto a la belleza se convirtió en una religión, una religión de tipo protestante, acompañada de una aversión violenta e implacable al filisteísmo jocoso y vulgar. Los devotos cultivaban lo exótico y exquisito con la energía y determinación propia de la clase dominante. Armados con la confianza en su superioridad, denigraban lo escabroso y despreciaban lo vulgar. Eran engreídos en sus gustos, que reconocían abiertamente como “intensos”. La “Rosaleda de muchachas” es un buen reflejo de ese extraño mundo. Hay algo conmovedor y heroico en la ingenua confianza de esas personas; son tan ajenos al abismo de ridículo que se abre a sus pies, tan decididos, tan voluntariosos, tan orgullosamente provincianos…

Rosaleda Cameron
«La rosaleda de muchachas», 1868

Y, en las de la propia Julia Margaret:

Mis aspiraciones son ennoblecer la fotografía y asegurarle un lugar entre las bellas artes mediante la combinación de lo real y lo ideal, sin que la devoción a la poesía y a la belleza implique el más mínimo sacrificio de la verdad.

lays the king
So like a chatter’d Column lay the King, 1875

De hecho, aunque muchas de sus placas rebosen erotismo, la impresión de conjunto es que “la belleza”, entendida como lo que ella consideraba belleza, ha ocupado el terreno legítimo de la lujuria: una característica que resulta extensible a la mayor parte de la producción artística británica de aquellos años. Por muy sorprendente que pueda llegar a resultar, y a pesar de la existencia de puntuales y engordadas leyendas libidinosas, como las de Dante Gabriel Rossetti, no hallaremos indicios claros de que las bajas pasiones permanecieran vivas bajo una capa de falsas apariencias. A muchos estudiosos de ambos personajes les resulta difícil de creer que la intimidad surgida entre Cameron y Tennyson no implicase relaciones sexuales; pero la cruda realidad es que no hay asomo tangible de tales contactos: ni siquiera de que estuviesen siendo reprimidos. El resultado práctico de tal templanza pudo consistir en una ganancia de tiempo increíble y en una mayor capacidad de concentración ―y lo cierto es que los artistas de la época, en cualquier ámbito, suelen destacar por lo prolífico de su genio―. Por supuesto, tal anormalidad no duró más de una década y no tardaría nada en desarrollarse esa espesa hipocresía que acabaría desembocando en el vodevil eduardiano, donde todo el mundo era tan casto y puro como enfermo de gonorrea.

julia margaret cameron
«Ésta es mi casa y ésta es mi mujercita», 1872
pescador cameron
«La despedida del pescador», 1874

Por suerte o por desgracia para ella, nuestra excéntrica fotógrafa no llegó a vivir esa época. Las inversiones realizadas en Ceilán no estaban dando los frutos previstos, de modo que en 1875 los Cameron tuvieron que acabar mudándose a la lágrima índica para ocuparse ellos mismos de la plantación. Al embarcar en Southampton, aparte del equipaje ordinario, que era un poco más extenso de lo que suele ser hoy en día ―incluía baúles y cosas así―, la familia aseguró la cámara fotográfica como su posesión más preciada; además de dos ataúdes y una vaca lechera ―seguro que todo tenía una explicación—.

vendedores ceilán
«Vendedores ambulantes. Ceilán», 1875-9

Poco más de tres años más tarde, el 26 de enero de 1879, tras una breve visita a Inglaterra, Julia Margaret murió en Ceilán de unas fiebres neumónicas sin identificar. Su hijo menor, Henry Herschel Hay Cameron, heredó la vocación de su madre y logró ser una figura a resaltar dentro de la generación pictorialista, que siempre mostró su admiración hacia quien, junto con Lewis Carroll, consideraban su gran precursora.

Cameron
Estudio sin título, 1868-72


Recomendaciones: sin lugar a dudas, el mejor trabajo nunca realizado sobre Julia Margaret Cameron es el catálogo razonado completo compilado por Julian Cox y Colin Ford. Fue editado en 2003 por el Getty Museum de Los Ángeles y recoge impresiones de los 1.222 negativos que entonces se le conocían a la artista, algunas de ellas realizadas ex profeso para la obra, así como reproducciones de documentos personales y una serie de textos explicativos quizá algo breves, pero muy interesantes. Desgraciadamente, está descatalogado, de modo que si alguien desea adquirirlo, deberá ponerse a bucear en el mercado de segunda mano. En cualquier caso, aquí dejo el enlace de Amazon, por si alguna vez vuelve a haber existencias: Julia Margaret Cameron: The Complete Photographs.

El resto de los libros recomendables se centran en una parte de su obra, y entre ellos destacan “Julia Margaret Cameron’s Women”, de Sylvia Wolf, publicado en 1998 por el MoMA en colaboración con el Art Institute de Chicago y la Universidad de Yale ―tampoco resulta fácilmente localizable―; y el catálogo de la exposición organizada por la Fundación Mapfre en 2016, dirigido por Marta Weiss, conservadora jefa de fotografía en el Victoria & Albert Museum.

Lo que, desde luego, no recomiendo con respecto a Mrs Cameron es perder el tiempo con su prosa ni con su poesía, que también la cultivó ―aunque no le llegó a dar frutos comestibles―.




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