El 19 de julio de 1937 se inauguró en Munich una de las mejores exposiciones temporales que jamás se hayan visto. Durante varios meses, en las paredes del Instituto Arqueológico Municipal pudieron contemplarse reunidas obras de Max Ernst, Kirchner, Barlach, Paul Klee, Kokoschka, Max Beckmann, Edwin Scharff, Schiele, George Grosz, Franz Marc, Chagall, Lovis Corinth, Mondrian, Otto Dix y Kandinsky, entre muchos otros a los que la posteridad ha tratado con algo menos de consideración. La muestra se tituló “Entartete Kunst”, fue organizada por el Gobierno del Tercer Reich y tan sólo perseguía dos objetivos: la burla y la destrucción.
El verbo alemán entarten no tiene más traducción al castellano que “degenerar”, y entartete Kunst o “arte degenerado” es el término que eligió la propaganda nacionalsocialista para señalar a cualquier tipo de arte que, por el motivo que tocase en cada momento, se pretendiese difamar. En ocasiones se simplifica la cuestión afirmando que sus iras iban dirigidas contra todo arte de vanguardia o realizado por judíos, pero eso no es exacto. En realidad, nada que se proponga puede resultar exacto en una cuestión como ésta, porque no existía más criterio que la arbitrariedad de quien tomase la decisión en cada caso particular, que en muchas ocasiones era el propio Adolf Hitler. Más allá de su mayor o menor talento como pintor, algo que hoy resulta muy difícil de juzgar por el peso de su personaje y por la cantidad incalculable de falsificaciones de su obra que circulan por el mercado, basta echarle un vistazo a las páginas de “Mi lucha” (1925) para comprobar que, sin serlo ni por asomo, Hitler se consideraba todo un experto en cuestiones estéticas y culturales. En un principio, se supone que la cúpula nazi pretendía poner de manifiesto el deterioro del arte desde 1910, sobre todo el de la pintura. ¿Por qué esa fecha? Ellos sabrían. O más bien no, porque ni todos los cuadros eran posteriores a ese año ni los demás habrían podido pintarse sin seguir una cadena de influencias que, si nos ponemos pesados, podría llevarnos hasta el arte rupestre. Lo cierto es que la intolerancia hacia la mera existencia de todo aquél que no les demuestre una adhesión ortodoxa es una característica básica de todos los movimientos populistas o totalitarios ―valga la redundancia―. Por suerte para la humanidad, la gran mayoría de ellos se acaba difuminando sin llegar a alcanzar una cota de poder que les permita convertir sus fobias en leyes.
Así, la revista oficial de las SA, cuya rebuscada cabecera era Der SA-Mann (“El hombre de las SA”), calificó los objetos expuestos en “Arte degenerado” como “espeluznantes frutos de una humanidad degenerada y de una generación patológica de artistas”. Como vemos, con el término “patológico” se recurría a otra de las constantes totalitarias: otorgar marchamo científico a los dogmas y disfrazar de objetividad empírica a las manías. De este modo, la pobre ciencia, hija y madre de la duda y del escepticismo, es a menudo obligada a marchar al paso de la oca, a vestir algún hábito estrafalario o sencillamente a soltar sandeces. Esta tendencia no es, ni mucho menos, tan antigua como el hombre; pero su origen sí que se remonta hasta los tiempos de la Ilustración. Anteriormente solía bastar con arrogarse la portavocía de algún ser divino.
Es famosa la diatriba de Richard Wagner “El judaísmo en la música” (1850), de la que Hitler tomó frases casi literales para “Mi lucha” ―aparte de copiarle el estilo, casi más cargante por su pomposidad y su tono de falsa solvencia intelectual que por su antisemitismo―. Por medio de ella, Wagner perseguía poco más que mancillar la memoria de Mendelssohn ―y la de Meyerbeer, pero con una pasión visiblemente menor―. Se cree que, siendo aún un compositor en ciernes, y a pesar de tener sólo cuatro años menos que él, Wagner le hizo llegar a Mendelssohn una sinfonía a la que éste no debió de prestarle demasiada atención. De ahí derivaría la repulsión del de Leipzig tanto a la música de Mendelssohn como hacia las sinfonías, cuya llamativa ausencia entre su producción justificaba sentenciando que ya no tenía sentido componerlas porque ninguna iba a ser mejor que la Novena de Beethoven ―y así, de paso, aprovechaba para lanzarle un dardo de desprecio a Brahms―. Lo que resulta difícil de adivinar es por qué eligió las raíces hebreas de Mendelssohn como objeto de su ataque, máxime cuando era notorio que él mismo disfrutaba de la estrecha amistad de varios judíos, como la de su fiel discípulo Carl Tausig o la de Hermann Levi, al que incluso confió la dirección del estreno de “Parsifal” (1882)―. En cualquier caso, si ese opúsculo de lectura embarazosa es recordado y mencionado en contextos como éste, no es, desde luego, ni por su calidad literaria ni por su claridad de ideas ni por ser el único en su especie, sino por lo sonoro de su autor ―nunca mejor dicho― y por la nefasta influencia que acabó teniendo sobre varias generaciones de alemanes, que aún hoy siguen viendo en Wagner a una especie de padre espiritual de la nación. Su rareza, su fuerza y su peligro, por lo tanto, estriban en que vino escrito por un artista de calidad indiscutible y de gravedad extrema en la historia de la música, y no por cualquier “genio” incomprendido ni por un completo lego en la materia, como es la norma en estos casos:
Porque, señores, estamos ante una tendencia que, desde mi punto de vista profano, representa una degeneración, uno de los síntomas de una época de enfermedad.
Así, reconociendo su ignorancia y ―cómo no…― diagnosticando trastornos de la salud, se pronunciaba el 12 de abril de 1913 ante la Cámara de Señores de Prusia el diputado Julius Voster tras haber presenciado algo tan intolerable como el cuadro de Franz Marc “La vaca amarilla” (1911). Por algún motivo, a este noble varón no le gustó en absoluto que un bóvido presentase esa tonalidad, tampoco tan alejada de la realidad natural, y consideró que el asunto conllevaba la suficiente trascendencia como para plantearlo ante un parlamento nacional. La cámara no adoptó ninguna resolución al respecto, pero el nombre de Franz Marc ya quedó marcado y a gran parte de la población le sonó como muy judío. Lo cierto es que ni lo era ni lo habían sido sus antepasados, aunque él sí que se había mostrado abiertamente revolucionario en varios sentidos. En cualquier caso, murió en Verdún defendiendo al Imperio alemán y portando una Cruz de Hierro que le había sido concedida pocos días antes, de modo que “antialemán” seguramente no era. No obstante, eso no impidió que, unos años más tarde, su figura fuese una de las más vilipendiadas dentro de “Arte degenerado”.
Con respecto a por qué se tachó a ese arte precisamente de degenerado y no de cualquier otro término peyorativo, la explicación podría resultar incluso cómica. En 1892, y en un sentido contrario a esa línea de intolerancia germánica, Max Nordau, quizá el principal ideólogo del sionismo, tituló “Degeneración” a un ensayo en el que cargaba contra todo lo que no le gustaba a él, Wagner incluido, y prácticamente contra cualquier autor de cualquier arte del que sospechase su homosexualidad, como de Baudelaire o de Oscar Wilde, o algún signo de simpatía hacia el protofeminismo, como de Ibsen. Ni que decir tiene que, para justificar sus tirrias, también ofrecía lo que él consideraba argumentos científicos. Nietzsche, Marx, Bakunin, Mussolini, Mao, Franco, Castro, Pinochet, Stalin, Jomeini… Pocos totalitarios contemporáneos, ya fueran teóricos o prácticos, han escapado a la tentación de considerar patológico todo aquello que no se ajustara a sus planteamientos, aunque fuese algo que, como el arte, se moviese en una esfera en principio ajena a su campo de acción ―y muchas veces a su entendimiento―. Para los nazis, era patológica cualquier manifestación artística que percibiesen como extranjera, pacifista, pesimista, capitalista, liberal, afeminada, neutra, realizada por comunistas o judíos o la que les saliera de las narices en cualquier momento. En realidad, el hecho de señalar a los judíos en esta cuestión podía ser tomado incluso como un halago, porque en general la capacidad artística se consideraba un don reservado a las razas superiores.
Como vemos, la exposición “Arte degenerado” no puede aislarse de la política cultural nazi, que no sólo existió, sino que se convirtió en un pilar fundamental del desarrollo del régimen. 1933, el año del acceso absoluto y definitivo de Hitler al poder, marcó el inicio de una serie de barbaridades contra el arte, la primera de las cuales fue la quema simultánea de libros en veintidós ciudades de lo que todavía pretendía ser una democracia. Apenas un mes antes, había entrado en vigor la Ley Habilitante o “Ley para el remedio de las necesidades del pueblo y del Reich”, que otorgaba a Hitler todos los poderes del parlamento; y también la “Ley para la restauración de la función pública” o Ley de Servicio Civil, que, trufada de todo tipo de ambigüedades, sirvió para cesar a cualquier funcionario o trabajador público que molestase al partido, o como mínimo para hostigarlo de forma impune hasta que la víctima abandonase su plaza por decisión propia ―tal y como ocurrió, por ejemplo, con Albert Einstein, que acabó dejando su cargo en la Academia Prusiana de las Ciencias para emigrar a los Estados Unidos―. Aparte de criterios raciales inventados para cada ocasión, y con el fin de asegurarse de que la purga resultase efectiva de verdad, se incluyó como “traidor al Estado” a todo el que mostrase su oposición al nacionalsocialismo.
Por lo que se refiere al arte, la principal consecuencia práctica de esas aberraciones legislativas fue que todo artista judío, comunista o sobre el que recayera alguna sospecha de resultar indeseable para el régimen vio cortada de cuajo cualquier relación profesional que mantuviese con la Administración alemana. Si la Ley Habilitante puso fin a la República de Weimar en el plano político, el discurso de Goebbels en la plaza de la Ópera de Berlín, justo después de la quema de libros del 10 de mayo de 1933, terminó con su esplendor cultural; quizá el único tipo de esplendor que conoció en sus poco menos de quince años de resistencia ―más que de existencia―. Tras aquellos dos hechos, y tras comprobar que no habían desatado ninguna reacción a tener en cuenta, no pararon de publicarse normas de todo rango dirigidas a arreciar la censura, hasta que en 1936 ya se procedió directamente a prohibir todo el “arte moderno”, quisiera decir eso lo que quisiera decir. Aparte de vetar el trabajo en el Reich a cualquier artista que resultase señalado ―compositores, literatos, arquitectos y diseñadores incluidos―, la principal consecuencia fue que se desató una campaña obsesiva de confiscación de piezas, ya estuvieran en manos públicas o privadas. Entró entonces en juego la corrupción inherente a toda autocracia y hasta el más humilde enchufado nazi pudo lucrarse vendiendo algún que otro cuadrito en el extranjero. Otras obras, tanto por torpeza como con toda la intención, fueron destruidas en el mismo momento de su decomiso o durante su almacenamiento.
Ya en 1937, ciento un museos de Alemania habían sido expoliados de alguna manera por los jerarcas del régimen. Al año siguiente, con el Anschluss, le tocaría el turno a Austria; y del mismo modo, uno por uno, a todos los territorios que fueron cayendo bajo el dominio alemán. A la vez que eso ocurría, se extendieron los cierres indiscriminados de exposiciones, las detenciones, las agresiones físicas y todo tipo de maniobras represivas frente a creadores, marchantes y galeristas, lo que desembocó en que centenares de ellos huyesen a países aún no nazificados. Conviene resaltar además que, a pesar del poder omnímodo del partido nazi, la confiscación acabó siendo respaldada legalmente el 31 de mayo de 1938 mediante la “Ley de Confiscación de Productos Artísticos Degenerados”. Se tiende a pensar que una dictadura es un régimen en el que el gobierno hace y deshace a capricho y sin ningún límite ―o, tomando prestada la definición de Malaparte, aquél en el que todo lo que no está prohibido es obligatorio―, pero raro ha sido el tirano que no se ha cuidado de legitimar cosméticamente sus decisiones. Hasta los césares más sanguinarios y chiflados mantuvieron la comedia de que los verdaderos gobernantes seguían siendo el Senado y el Pueblo romano.
Con la presentación del botín a la nación, como si se tratase del desfile triunfal del nacionalsocialismo sobre el arte, el 19 de julio de 1937 se inauguró “Arte degenerado”. Contó en su primera jornada con seiscientas cincuenta obras, todas ellas confiscadas a sus legítimos poseedores, que en muchos casos eran las propias Administraciones alemanas ―manifestándose así otros dos de los rasgos característicos de todo gobierno despótico: la desaparición práctica del derecho a la propiedad y la confusión absoluta entre lo público y lo privado―. Tras permanecer en Munich hasta el 30 de noviembre, la exposición comenzó una gira por el Reich. Envalentonado ante la falta de contestación, el Gobierno decretó que todos los colegios debían llevar a sus alumnos a verla, por lo que la extraordinaria promoción del arte contemporáneo que los nazis acabaron llevando a cabo en contra de su intención no resulta desdeñable. En total, se calcula que entre dos y tres millones de personas, la mayoría de ellas menores de edad, contemplaron la muestra. Por desgracia, el daño material que las obras sufrieron por la mera sucesión de traslados fue inmenso ―no en vano, un dicho ancestral de los archiveros vaticanos reza que tres mudanzas equivalen a un incendio―.
Joseph Goebbels presidió la inauguración; pero, a pesar de la creencia comúnmente extendida, no fue él quien se encargó de comisariarla, sino Adolf Ziegler: uno de los muchos que han recibido el dudoso honor de ser calificados como “el artista favorito de Hitler”. Nacido en Bremen el 16 de octubre de 1892, no puede decirse que fuese un mal pintor. Su técnica rozaba lo notable, y su estética parece anticipar la exaltación de lo kitsch que sigue vigente en autores actuales como Jeff Koons, Eric Fischl, John Currin y sus respectivos imitadores ―con la pequeña salvedad de que Ziegler lo hacía buscando elegancia y grandiosidad, sobre todo a través de desnudos idealizados; sus detractores le acabaron apodando «Der Meister des Deutschen Schamhaares” (“El maestro del vello púbico alemán”)―. No se conocen sus primeras obras, seguramente porque él mismo se encargó de eliminarlas; pero alguno de sus antiguos maestros afirmó ―desde el exilio, por supuesto― que exhibían una marcada tendencia vanguardista.
Ziegler fue nombrado presidente de la Academia Prusiana de las Artes y, tras haber pasado años dedicado a dirigir las confiscaciones ―entre 16.000 y más de 20.000 objetos, según diferentes cálculos―, tan sólo le llevó un par de semanas organizar la exposición. En la inauguración, tomó la palabra tras Goebbels y, con una vehemencia incluso más exaltada, pronunció sentencias como: “A nuestro alrededor, podemos observar todos estos productos de la locura, de la osadía, de la inutilidad y de la degeneración. Todos estamos conmocionados y compungidos ante semejante visión”. Aprovechó también para censurar con severidad y publicidad la dejadez y tolerancia que los directores de los museos habían mostrado hacia tamaña porquería. No obstante, y salvo la defenestración de la mayoría de esos pobres funcionarios, muchos de los cuales ya habían sido cesados con anterioridad, las declaraciones de Ziegler no desembocaron en sanciones más graves, lo cual suele ser tomado como un indicio de que su estrella ya había comenzado a declinar por aquel entonces.
Parece que Goebbels lo veía como una persona un poco irritante, y su labor como comisario de “Arte degenerado” tampoco puede calificarse como memorable. Se limitó a dividir la exposición en tres secciones: arte contra la religión ―algo que, en principio, podría chocar con la idiosincrasia del régimen, que propugnaba una suerte de laicismo místico sui géneris y que mantuvo relaciones ambiguas, cuando no abiertamente enfrentadas, con las diferentes iglesias cristianas del país; de hecho, pertenecer al clero de cualquier credo se acabó convirtiendo en un buen motivo para morir en un campo de concentración―, arte producido por judíos y, por último, arte insultante para los militares, los trabajadores o “la mujer” ―quien quiera que fuese esa señora―; todo ello interpretado desde una perspectiva nacionalsocialista, quizá no del todo bien asimilada, y con un criterio un tanto hermético a la hora de incardinar las obras en una u otra categoría. Aparte, como una especie de suplemento, se abrió una sala especial para el arte abstracto que se denominó “Sala de la locura” y en la que las obras expuestas se mezclaron con pinturas realizadas ex profeso por enfermos mentales recluidos en manicomios. Ni que decir tiene que muchos de los cuadros que Ziegler etiquetó como abstractos en realidad no lo eran, sino que respondían a formas vanguardistas de figuración. En definitiva, no se sabe cuánto llegó a cobrar Ziegler por ese trabajo, pero sin duda fue demasiado.
Como dato casi anecdótico, pues la importancia histórica de Ziegler concluye en el momento en el que se clausura la exposición, él mismo tuvo la ocasión de probar el sabor de la difamación cuando, ya iniciada la guerra, fue acusado de criticar en privado la estrategia militar de Hitler. A la Gestapo le faltó tiempo para detenerlo como elemento derrotista y confinarlo en Dachau, donde “sólo” estuvo seis semanas ―seis horas habrían sido más que suficientes para destrozar a cualquiera, tanto en el sentido figurado como en el literal―. Parece ser que fue el propio Führer quien ordenó su liberación; a cambio, eso sí, de que se diese por acabado como pintor y se buscase la vida como pudiese. Ese episodio de represión atenuada le sirvió para no ser procesado tras la victoria aliada; pero, aunque lo intentó en repetidas ocasiones, ni volvió a ser admitido en la Academia ni logró exponer un solo cuadro más en lo que le quedó de vida.
La exposición siguió girando hasta abril de 1941, fecha en la que el Tercer Reich ya no estaba como para perder el tiempo con las artes, por muy degeneradas que fueran éstas. En su periplo, visitó Berlín, Viena, Salzburgo, Hamburgo, Leipzig, Dusseldorf, Frankfurt, Maguncia, Stettin y Halle. Cuando alguna obra desaparecía, se vendía o quedaba destruida de cualquier manera, era sustituida sin el más mínimo criterio por otra cualquiera de las muchas que permanecían almacenadas. En general, expuestas o no, se cifra en unas 5.000 las obras perdidas, aunque la cuestión sigue sin estar clara. Quizá para acrecentar la confusión, el 20 de marzo de 1939, el Ministerio para la Ilustración Pública y la Propaganda emitió un comunicado oficial firmado por su titular, Goebbels, mediante el que se anunciaba que en el patio del parque de bomberos de Berlín-Kreuzberg se acababan de quemar 1.004 cuadros y 3.825 obras gráficas de otro tipo, así como un número indeterminado de esculturas. Ni se dieron más detalles ni tal suceso había venido precedido por ningún tipo de anuncio.
No se han hallado indicios claros que la doten de gran verosimilitud, pero la “teoría de la falsa quema” tampoco ha podido ser descartada. Según ella, ninguna obra realmente valiosa habría sido incinerada, sino que todas o un porcentaje importante habrían sido distraídas para su venta a coleccionistas privados, la mayor parte de ellos extranjeros, con modos más propios de rateros o contrabandistas que de funcionarios gubernamentales. Los principales argumentos con que cuenta esta hipótesis se basan en que, aparte del comunicado oficial, no consta ningún registro documental referente al hecho, ni siquiera en el diario de Goebbels, algo que contrasta mucho con la inmensa difusión que se le dio a las quemas de libros. Igualmente, durante estos años se han ido hallando algunas obras que en los catálogos habían sido marcadas como destruidas. No obstante, esos hallazgos representan una pequeña fracción de todo lo que continúa desaparecido, y parece difícil de creer que ninguno de los herederos de los supuestos adquirientes secretos haya tratado de vender alguna en todos estos años. “Ningún cuadro merece clemencia”, anotó Goebbels en su diario personal el 13 de enero de 1938. Si mantuvo o no esa opinión hasta la fecha de la supuesta hoguera, se desconoce.
Lo que sí que se sabe con certeza es que a otros jerarcas nazis les parecía una soberana estupidez destruir tanto dinero porque sí. En este sentido se significó especialmente Göring, que logró crear una comisión mediante la que salvó de la destrucción a alrededor de ciento cincuenta obras de arte. No le movía ningún tipo de interés filantrópico, por supuesto ―aunque con un personaje tan complejo y contradictorio todo es posible―, sino la obtención de fondos con los que financiar el rearme alemán. La subasta fue llevada a cabo el 30 de junio de 1939 en la Galería Fischer, en Lucerna, que sigue abierta, aunque desde 2016 sólo se dedica al asesoramiento y ya no celebra subastas. Por algún motivo, se han olvidado de incluir este episodio en la escueta historia de la galería que figura en su página web; no obstante, es posible encontrar y descargar el catálogo de la subasta en su archivo, cedido a la Universidad de Heidelberg:
https://digi.ub.uni-heidelberg.de/diglit/fischer1939_06_30/0001/image,info,thumbs
Como puede comprobarse, la venta fue bautizada con la desfachatez de: “Cuadros y esculturas de los maestros modernos de los museos alemanes”; y éstos eran, según como son nombrados en el propio catálogo: Bracrue, Chagall. Derain, Ensor, Gauguin, van Gogh, Laurencin, Modigliani, Matisse, Pascin, Picasso, Vlaminck, Marc, Nolde, Klee, Hofer, Rohlfs, Dix, Kokoschka. Beckmann, Pechstein, Kirchner, Heckel, Grosz, Schmidt-Rottluff, Müller, Modersohn, Macke, Corinth, Liehermann, Amiet, Baraud, Feininger, Levy, Lehmbruck, Matare, Mareks, Archipenko y Barlach.
No constan grandes críticas o protestas contra la liquidación ―en propiedad, sólo así cabe llamarla―, sino más bien la llegada de una verdadera marabunta de hombres de paja enviados por marchantes y coleccionistas deseosos de aprovecharse de las aparentes necesidades financieras de Alemania. No parece que el origen de los objetos subastados supusiese ningún problema para los licitadores, a pesar de que su actuación podría servir como paradigma de la conducta típica de la receptación. En general, las pujas fueron muy bajas; en algunos casos tan ridículas que los artículos fueron retirados. Según se filtró en su momento, el propio Göring reconoció con cierta amargura que con lo recaudado, que fueron unos 115.000 dólares de la época, no alcanzaba ni para fabricar un pánzer ―en realidad, dependiendo del modelo, daba para entre dos y tres―.
Las ventas de esas obras no adjudicadas, o de otras distraídas del fuego, fueron encomendadas a varios marchantes, siendo los principales Bernhard A. Böhmer, Karl Buchholz, Hildebrand Gurlitt, Ferdinand Möller, Paul Graupe, Karl Haberstock y Hansjoachim Quantmeyer. En cuanto a los que se lucraron adquiriendo bienes robados a precios ridículos, destaca sobremanera el matrimonio Fohn ―Sophie y Emanuel―, que al menos tuvieron la decencia de donar su colección al Estado de Baviera, si bien esa decencia no se manifestó hasta 1964 y además hubo que “animarlos” un poco. Y, por extraño que pueda parecer, también hubo judíos entre los que se beneficiaron de esta infamia. Sobresale el caso de Curt Valentin, que, desde su exilio en Nueva York, consiguió hacerse con alrededor de seiscientos cincuenta cuadros gracias a la mediación de su antiguo jefe, el galerista abiertamente nazi Karl Buchholz, que hasta le consiguió una autorización oficial del Gobierno del Reich para vender arte degenerado en los Estados Unidos. Valentin aprovechó la ocasión para colocarle al MoMA (!) una acuarela de Paul Klee por 75 dólares (!!) y “La calle”, de Kirchner, por 160 dólares (!!!). Una vez sobrepuestos del escándalo, conviene consolarse pensando que de este modo se acabó dando el efecto paradójico de que, gracias a las políticas nazis, fueron judíos emigrados los que más hicieron por difundir en Norteamérica el arte de vanguardia alemán. Por una vez, la incultura, la estupidez, la indecencia, la rapiña y la corrupción rindieron un servicio involuntario a la humanidad; y la cosa no quedó ahí.
Se supone que determinados marchantes rescataron varias obras más sobornando a funcionarios, soldados o guardas para que hiciesen la vista gorda mientras ellos entraban por la noche en los almacenes y arramplaban con todo lo que podían. Lo que hiciesen después con lo sustraído ya se vuelve un poco más confuso. En 2010, por ejemplo, el heredero de Hildebrand Gurlitt, Cornelius Gurlitt, fue víctima de una inspección tributaria, en uno de cuyos registros se hallaron 1.406 obras de arte no declaradas, trescientas ochenta de las cuales fueron identificadas como fruto de los expolios de arte degenerado. Es decir, lo que no lograron en cuatro años de ocupación los ejércitos coaligados de la Unión Soviética, los Estados Unidos, Francia y el Imperio británico lo consiguió Hacienda ―la alemana, en este caso― con un puñado de diligencias. Se trata del mayor hallazgo de estas características, pero ni mucho menos del único. También, al igual que de vez en cuando todavía afloran bombas sin detonar, no resulta del todo infrecuente hallar restos de obras de arte cuando se hurga en el subsuelo de Berlín. Muchos son objetos confiscados, otros fueron escondidos por sus dueños legítimos para evitar tal confiscación; y todos ellos quedaron sepultados entre los escombros bombardeados de los edificios en que fueron almacenados. Así, mientras que en Atenas o en Roma no dejan de encontrarse vestigios artísticos gracias a siglos de civilización; en Berlín esto es debido a unos cuantos años de salvajismo.
En la actualidad, y desde hace bastante tiempo, existe un grupo de investigación en la Universidad Libre de Berlín que se encarga exclusivamente de tratar de dilucidar todos los aspectos oscuros de “Arte degenerado”, que no son pocos. En opinión de la doctora Meike Hoffman, miembro de dicho grupo, la quema anunciada por Goebbels sí que fue llevada a cabo; y si ésta no está documentada, se debe, ni más ni menos, a que el volumen de la destrucción desbordó la capacidad de la burocracia nazi, que no era poca. Sin ir más lejos, Rolf Hetsch, director del Departamento de Bellas Artes del Reich, logró catalogar en dos tomos mecanografiados todos los objetos de arte degenerado confiscados ―o todos los que logró catalogar: según Hoffman, la relación es sólo parcial y además está plagada de errores―. La lista resulta inabarcable, y no es que goce de la organización interna más eficiente posible cuando de buscar un nombre concreto se trata: las obras están clasificadas de acuerdo con su lugar de procedencia, de modo que si se busca una obra de Picasso, por ejemplo, resulta preciso revisar la letra pe en todas y cada una de las colecciones expoliadas. El Victoria & Albert Museum posee una copia completa de dicho catálogo; la única conocida, de hecho. Es denominada “The Harry Fischer List”, por haber sido hallada tras su muerte en el archivo de este marchante, cofundador en 1946 de la galería Marlborough Fine Art. Su viuda la donó al V&A, que en 2014 la digitalizó y la colgó en su página web, de modo que cualquiera puede descargarla en formato pdf o consultarla en línea en la siguiente dirección:
Lo que propició que tantas obras de arte contemporáneo estuvieran al alcance de las garras nazis fue, y así lo quiso la ironía, la labor coleccionista que había llevado a cabo la República de Weimar, que deseaba contar con museos públicos de calidad equiparable a los de otros países. Es decir, se trató de un verdadero esfuerzo institucional por reintegrar a Alemania en la galaxia cultural europea, de la que se había visto dramáticamente desplazada tras la Primera Guerra Mundial. El esplendor del bullicio artístico alemán de aquellos escasos quince años, con el expresionismo, la nueva objetividad, la Bauhaus, la UFA, el cabaret o una lista inconmensurable de narradores, poetas y ensayistas, encuentra muy pocos términos de comparación a lo largo de la historia. Por desgracia, no se alcanzaron muchos más logros en una República que nació económicamente muerta por el Tratado de Versalles y políticamente malherida por los asesinatos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, así como por otros crímenes de Estado menos notorios que no casaban demasiado bien con un verdadero espíritu democrático y liberal.
Las autoridades nacionalsocialistas, con Goebbels al frente como mago Merlín de la propaganda, no perdieron la ocasión de dar una lección magistral de demagogia al incluir en “Arte degenerado” los precios que la República de Weimar había pagado por cada objeto “mientras el pueblo alemán se moría de hambre” ―todo un leitmotiv de la rapsodia populista―. Había casos en los que, teniendo en cuenta la calidad de la obra, hasta los mismos nazis se percataban de que el precio pagado era más que sensato o incluso una ganga. Cuando algo así ocurría, se reforzaba la impresión de burla colocando el cuadro torcido o con mensajes de ironía burda y cómplice. «¡Las obras de arte que no puedan ser entendidas por sí mismas y necesiten de un pretencioso libro de instrucciones para justificar su existencia nunca más llegarán al pueblo alemán!», voceó un Hitler especialmente paternalista en un discurso radiado a todo el mundo. Partiendo de la base falaz de que todo arte debe ser “entendido”, el dictador lanzaba a sus súbditos el siguiente mensaje: “No es que tú seas tonto, ¡es que éstos jetas son demasiado listos! Pero no te preocupes, que aquí estamos nosotros, que somos como tú pero más fuertes, para protegerte y poner orden”.
Es una tesis bastante extendida que las confiscaciones y destrucciones nazis no sólo supusieron una hecatombe cultural en su momento, sino que modificaron el curso lógico de la historia del arte al segar de raíz la carrera de toda una generación de creadores. Los nombres de Gerta Overbeck-Schenk, Erich Schmid, Curt Querner, Jankel Adler, Walter Gramatté, Curt Grosspietsch, Maximilian Jahns, Rudolf Jahns, Richard Haizmann, Ludwig Haller-Rechtern, Fritz Heinsheimer, Werner Hofmann, Johannes Molzahn, Carl Rabus, Anita Rée, Fritz Stuckenberg, Kasia von Szadurska, Florenz Robert Schabbon, Grete Schick, Fritz Schulze, Kurt Scheele, Valentin Nagel, Georg Alfred Stockburger, Franz Wilhelm Seiwert, Oscar Zügel, Werner Scholz o Josef Steiner quizá no le digan demasiado a casi nadie, o puede que alguno de ellos le suene vagamente a algún gran aficionado a la pintura. Se trata de artistas que en su día llegaron a tener cierto renombre, pero con los que los nazis prácticamente lograron su objetivo de borrarlos de la historia. Algunos fueron asesinados, otros se suicidaron ―como Kirchner; aunque, por suerte, su obra y memoria pervivieron en una buena medida― o murieron en la indigencia, y la obra de todos ellos fue destruida por completo o en gran parte. Unos pocos sobrevivieron al régimen, pero a casi ninguno le quedaron ganas de volver a pintar, y los que lo intentaron tuvieron que comprobar que sus estilos se habían quedado anclados a un universo que ya no existía.
Si pintores y escultores fueron los más perjudicados por la persecución nacionalsocialista, fue debido a lo fácilmente destructibles que resultan sus obras, que son tangibles y suelen ser únicas. Eliminar de la faz de la tierra algo más conceptual o abstracto, como una obra literaria o musical, requiere de mucho más esfuerzo. Aun así, también lo intentaron. Como la consideraban una música de negros, a los nazis tampoco les gustaba el jazz; y en eso, como en tantas otras cosas, coincidían con los comunistas, que denostaban la blue note por ser, decían, un producto escapista del imperialismo yanqui. Por supuesto, las cosas luego fueron cambiando y la Unión Soviética llegó a tener su propia orquesta estatal de jazz ―que recordaba vagamente a una orquesta de jazz― y para la que Shostakovich compuso sus célebres suites jazz ―que no recuerdan al jazz en absoluto―; pero tocar cualquier tipo de jazz en la Alemania de los años treinta era un ejercicio de doble riesgo mortal, porque las palizas podían llegar desde ambas orillas del río político. En cualquier caso, el jazz no era para los nazis el único género musical a exterminar.
El cartel de la exposición Entartete Musik (“Música degenerada”) presentaba la caricatura de un saxofonista negro con una argolla en el lóbulo de la oreja y una estrella de David en el pecho. El ánimo denigrador resulta hoy más que evidente, pero la realidad es que en su época no se diferenciaba mucho de los carteles que alguien como Paul Colin podía diseñar para promocionar en París a artistas como Joséphine Baker y otras figuras del Harlem Renaissance. La diferencia estribaba precisamente en esos dos detalles añadidos: mediante el pendiente basto se indicaba el salvajismo consustancial a las razas negras, mientras que con la estrella de David se pretendía potenciar la idea de que todo lo que no fuese nazi era un arma de los judíos para destruir Alemania, incluidos el comunismo, el liberalismo, la socialdemocracia y los saxofones.
Curiosamente, y como si el apellido estuviese predestinado, el comisario de esta nueva exposición fue Hans Severus Ziegler, que no tenía ningún parentesco con Adolf Ziegler. Este nuevo Ziegler ni siquiera era músico, sino propagandista y empresario de teatro, aparte de un oficial del NSDAP especialmente obsesionado con los asuntos raciales y con la homosexualidad ―tanto con perseguirla como con practicarla: fue expedientado por ese motivo en varias ocasiones―. Su nombramiento como comisario vino motivado por la violenta línea crítica que siempre había demostrado hacia Schönberg y sus discípulos, especialmente Alban Berg, Walter Braunfels, Wilheim Grosz y Karol Rathaus. Para él, la música atonal era una muestra clarísima de la decadencia cultural bolchevique. Dejando a un lado que posiblemente a Lenin tampoco le hiciese demasiada gracia ese tipo de música, lo cierto es que la condena no acabó recayendo en el estilo, sino en los autores, dado que tampoco se salvaron sus obras tonales. En realidad, parece bastante improbable que Ziegler fuese capaz de distinguir las unas de las otras.
La exposición se inauguró en Düsseldorf en mayo de 1938 y no tuvo, ni por asomo, la misma trascendencia que su predecesora plástica. En comparación con “Arte degenerado”, y dado que tan sólo podían exhibirse objetos relacionados con la música y no la música en sí, “Música degenerada” partía con una gran desventaja en cuanto a espectacularidad. Además, su objeto de escarnio quedó incluso peor definido. Junto a Schönberg y compañía, fueron añadidos compositores que ni siquiera podrían ser llamados propiamente vanguardistas, como Mahler, o incluso algunos que están a caballo entre el clasicismo y el primer romanticismo, como el pobre Mendelssohn, que llevaba casi cien años muerto. Estos dos casos son especialmente representativos del sinsentido de los principios nacionalsocialistas y de las contradicciones constantes que generaba su aplicación práctica. En el caso de Mahler, porque la influencia de la ópera de Wagner en sus composiciones resulta más que evidente y, por otra parte, porque está reconocido como uno de los directores de orquesta que mejor la han interpretado. Por lo que se refiere a Mendelssohn, si alguna crítica machacona recibió en su vida fue precisamente la de ser demasiado clasicista y muy poco intrépido a la hora de innovar. Como resulta obvio, ni siquiera el oído más obtuso del partido nazi podría haber encontrado nada de degenerado en la obra de estos dos maestros; no obstante, pese a que Mendelssohn ya pertenecía a una tercera generación de cristianos y Mahler se bautizó con treinta y nueve años, ambos eran racialmente judíos a ojos del Tercer Reich.
También fue eso lo que motivó que los nazis la tomasen con Kurt Weill incluso antes de que Hitler alcanzase el control total del partido. A pesar de que su obra constituye toda una bandera sonora alemana en el resto del mundo, el hecho de ser hijo de un hacán motivó que los camisas pardas se convirtiesen en su pesadilla y en la del público que osaba asistir a sus representaciones, hasta el punto de que en 1933, en cuanto conoció los resultados electorales, no dudó en emigrar a los Estados Unidos con su esposa, Lotte Lenya, a la que a continuación podemos escuchar cantando el emblemático «Macky Messer»:
Quizá el caso más ridículo de todos fuese el del Carl Orff, cuyos “Carmina Burana” (1937) pasaron de “deleznable decadencia primitivista” a “gloria de la nación alemana” en menos de lo que se tarda en interpretarlos. No se sabe muy bien quién ni por qué, pero alguien intercedió a su favor ante la jerarquía del partido y Orff llegó a recibir, aceptar y ejecutar varios encargos ―musicales― del Gobierno. En un supuesto muy parecido al de Shostakóvich en la Unión Soviética, sigue sin estar del todo claro si su adhesión al régimen fue sincera o simulada, aunque en ambos casos todo apunta a que el terror tuvo mucho que ver. Nadie nace obligado a comportarse como un héroe, ni mucho menos como un mártir.
En cualquier caso, la mayor parte de los compositores insultados en “Música degenerada” eran completos desconocidos para el común de los mortales. Como resultaba fácil de adivinar si no se era un fanático obsesivo, el pueblo llano alemán no estaba por aquel entonces demasiado familiarizado, y mucho menos preocupado, con la atonalidad, el dodecafonismo ni nada por el estilo, de modo que esa parte de la exposición resultó un tanto incomprensible para la mayoría de los asistentes. La estrella de la muestra, por lo tanto, fue el jazz; y parece que no sin polémica interna previa. Aunque no hay registros documentales que lo prueben, se da por hecho que Goebbels no estaba del todo conforme con que se incluyese sin más; no porque le gustase ―algo que en realidad se desconoce―, sino porque era consciente de su enorme popularidad en Alemania y, en consecuencia, de sus posibilidades como vehículo de propaganda. De hecho, al igual que acabó ocurriendo en la Unión Soviética, en pocos meses el régimen nazi estaba tratando de crear un “jazz alemán” ―algún historiador incluso sostiene, sin gran fundamento aparente, que la última música que oyó Hitler antes de morir fue la de un disco de swing que algunos soldados del búnker de la Cancillería hacían sonar una y otra vez―.
Copiando el criterio arcano del anterior Ziegler, este Ziegler organizó la muestra en secciones, que en este caso fueron: “La influencia del judaísmo”; “Schönberg, Kurt Weill y Ernst Krenek”, a los que, por algún motivo, les encontró grandes similitudes; “Bolcheviques menores”, donde incluyó, básicamente, a los discípulos no judíos de Schönberg; “Leo Kestenberg”, pianista de profesión, fue el último titular del departamento gubernamental de educación musical durante la República de Weimar ―tan famoso en aquel momento como pueda serlo hoy en España quienquiera que fuese hace seis años el director general de Formación Profesional―; “Óperas y oratorios de Hindermith” ―contra sus sinfonías no debía de tener nada―; y, por último, sabrán los dioses por qué, “Igor Stravinski”, cuya relación con Alemania se había limitado a pasar por allí de gira. En el colmo de lo contraintuitivo, Ziegler se olvidó bastante de los negros y del bolchevismo durante su discurso de inauguración y centró sus ataques en el capitalismo, al que también calificó de arma del judaísmo internacional. El concreto interés que pudiese tener el gran capital en promover la atonalidad continúa vagando por los neblinosos campos del misterio. En esta ocasión ni siquiera Goebbels estuvo presente.
Aunque todo indica que también fue pagado por su trabajo, sobre este Ziegler no pesaron cargos tras la guerra, y aunque su pasado de destacado militante nazi le marcó de por vida, sobrevivió bastante bien como profesor privado e incluso, al estilo de Degrelle o Mosley, llegó a organizar nuevos grupúsculos ultraderechistas maquillados como asociaciones culturales. Además, mantuvo una relación muy estrecha con Winifred Wagner y, de hecho, murió en Bayreuth un primero de mayo ―concretamente, el de 1978―.
Sin más exposiciones burlescas de esas dimensiones, el ataque de los nazis a la cultura causó un número de víctimas tan alto que nadie será jamás capaz de realizar una lista exhaustiva de represaliados. No obstante, entre la jerarquía nazi siempre imperó el convencimiento de que no estaban destruyendo nada, sino garantizando la pervivencia del arte verdadero, que a sus ojos estaba pereciendo ahogado por el peso de la degeneración. Para demostrarlo, en paralelo a “Arte degenerado” y “Música degenerada”, se organizaron la “Gran exposición de arte alemán”, donde pudieron contemplarse los cuadros de Ziegler y sus amigos, y las llamadas “Jornadas musicales del Reich”, que se centraron en darle un empujoncito a la obra de compositores del ámbito germano muy poco conocidos, como Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Wagner, Brahms o Bruckner.
A pesar de los esfuerzos gubernamentales, estas muestras canónicas suscitaron mucho menos interés popular que la exhibición de degeneraciones, y eso que tampoco estaban desprovistas de calidad. Siempre ha existido una clara tendencia, quizá hoy en día más exacerbada, a denigrar y a querer destruir la obra de grandes artistas sólo porque le caían bien al régimen nazi o, como en los casos de Richard Strauss, Lenni Riefelsthal o el ya mencionado Carl Orff, porque directamente trabajaron para él; pero eso supone asumir que algo está bien o mal dependiendo de quién lo haya hecho y, por lo tanto, actuar como un nazi con el polo invertido. El arte en sí es algo inanimado y nunca tiene la culpa de nada. Si alguna obra ha sido creada con intención política o ha sido empleada para ello, no por eso va a perder su calidad ni a ganar la que le falte. Su prohibición, eliminación, ocultación o “cancelación” nunca serán opciones legítimas para nadie que se considere capaz de equivocarse. Lo grave y monstruoso de los ataques nazis al arte y a la cultura fueron los ataques en sí mismos, no sobre la obra de quién recayesen ni quiénes los perpetrasen. Algo que siempre debemos tener presente es que la idea de “limpiar el arte” ni la inventó Hitler ni murió con él.
Recomendaciones: para cualquier amante del arte o de la historia, el periodo de entreguerras en Alemania supone un objeto de estudio apasionante. Una forma bastante amena de adentrarse en él «a pie de calle», como quien dice, es leer la Trilogía de Berlín de Jason Lutes, que además presta especial atención al ambiente cultural de la ciudad (aparece Josephine Baker como personaje y todo). Se trata de la obra vital del autor, que tardó veintidós años en terminarla. Está compuesta por las novelas gráficas «Ciudad de piedras», «Ciudad de humo» y «Ciudad de luz» y, en mi opinión, es uno de los mejores cómics de la historia. Hace poco se ha lanzado una edición íntegra, a un precio bastante sensato, que puede adquirirse a través de este enlace.
En la serie básica de Taschen, aunque creo que de momento no ha sido traducido al español, puede encontrarse «1920s Berin», de Rainer Metzger (2022). Metzger es profesor de Historia del Arte en la Academia de Karlsruhe, y para este volumen ha realizado un ensayo algo más profundo y extenso de lo que suele ser normal en la colección. Las ilustraciones, como siempre, son excelentes. Puede adquirirse en inglés a través de este enlace, o en francés a través de éste otro.
De la misma editorial, aunque en un formato muy distinto, es «Night falls on the Berlin of the Roaring Twenties», con ilustraciones de Robert Nippoldt. Desde luego, puede emplearse como un libro de consulta, pero es más bien un «libro-juguete», con más vocación de resultar bonito que útil (como bonito, es precioso, desde luego). Adjunta un CD con 26 canciones alemanas de la época y sólo ha sido editado en inglés. Puede revisarse y adquirirse a través de este enlace.
Por último, siempre es un buen momento para leer o releer el ensayo de Hannah Arendt «Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal» (1963), quizá el retrato más certero de que se ha realizado jamás acerca de la mentalidad nazi. Hay muchas ediciones buenas y es sencillo de encontrar en cualquier biblioteca; aquí dejo el enlace a Amazon por si alguien desea comprarlo.
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Según tengo entendido, ese Berlin de entre guerras fue un estallido de libertad. En algunos casos considerada por algunos excesiva para su época y de ahí el ascenso, entre otros motivos, del partido Nazi que según ellos, venían a erradicar la decandencia cultural en la que habia caído la ciudad.
Preciosos cuadros. Me gusta especialmente Franz Marc.
Un placer leerle, como siempre. Un saludo en la sombra.
Excelente articulo. Muy completo. Gracias!