El desierto del Namib es el más antiguo del planeta. Los últimos estudios indican que se formó hace alrededor de 65 millones de años, quizá como una consecuencia más o menos directa del mismo evento que acabó con los dinosaurios. Abarca unos 81.000 km2 en el suroeste de África, privando de territorio habitable a tres países: a Angola, a la República Sudafricana y, sobre todo, a Namibia, a la que le presta su nombre y le moldea el carácter. Su diversidad de ecosistemas se acerca a lo increíble y cuenta con una infinidad de especies endémicas de animales y plantas, algunas de las cuales no desentonarían en una fantasía extraterrestre. En algunos de sus enclaves, como en la aterradora costa de los Esqueletos ―cuyo nombre proviene de la impresión que devuelven al mar los restos forrados de salitre de los más de mil naufragios ocurridos allí desde el siglo XVI―, pueden observarse escenas insólitas, como duelos intimidatorios entre leones y leones marinos, hienas y chacales devorando ballenas varadas, elefantes vagando entre las dunas cantoras de una playa infinita, buitres y aves marinas compitiendo por la misma carroña o rinocerontes, cebras y jirafas probando el sabor de las algas mientras las orcas y los tiburones blancos aguardan la oportunidad de saborearlos a ellos. Todo ese crossover natural lo facilita el choque de la corriente atlántica de Benguela con el aire tórrido del interior sudafricano, que no sólo genera estampas de despiadada lucha por la vida en las que el ser humano no tiene mucho que decir, sino también las condiciones óptimas para producir unos vinos excelentes.
Por si fuesen pocas todas esas maravillas de ver en el Namib, desde 2019 es posible detectar en medio de la nada un rumor musical deformado por el viento. Quien se deje guiar por él se acabará topando con seis bloques blancos de material plástico colocados formando un anillo. Cada uno de ellos soporta un altavoz, conectado mediante un cable a un reproductor de música de color azul que se alimenta de energía solar y que se asienta sobre un séptimo bloque, algo más alto y situado en el centro. El conjunto reproduce en bucle y a buen volumen la canción “Africa”, lanzada por el grupo musical Toto en 1982. No se trata de una atracción turística ni de uno de esos regalos absurdos que van dejando por ahí los alienígenas, sino de una instalación conceptual sonora titulada “Toto Forever”.
En teoría, “Toto Forever” podría seguir funcionando hasta que algo inesperado la destruya o hasta que cambie de modo radical la relación gravitatoria entre la Tierra y el Sol, pero su propio creador alberga alguna duda al respecto:
La mayoría de las partes de la instalación fueron escogidas atendiendo a su durabilidad, para que puedan perdurar lo máximo posible; pero estoy seguro de que el desierto la acabará devorando tarde o temprano: es un medio muy hostil.
Quien así habla es Max Siedentopf, un artista germano-namibio que nació el 27 de junio de 1991 en el pueblo bávaro de Tegernsee ―de unos cuatro mil habitantes―, pero que se crio en la capital de Namibia, Windhoek, una ciudad del tamaño de Murcia que no responde a ninguno de los tópicos sobre el África negra: cuenta con un diseño urbanístico más o menos comprensible, servicios básicos normales y cierta vida cultural, si bien su principal monumento no pasa de ser una pintoresca iglesia entre neobizantina y neogótica que parece la casita de chocolate. Se llama Christuskirche (“Iglesia de Cristo”) y está consagrada al culto luterano.
Las obras de Siedentopf suelen alcanzar una gran notoriedad en la prensa especializada; pero no son fáciles de comercializar, de modo que este artista continúa viviendo de su trabajo de diseñador publicitario, que tampoco es que sea precisamente precario. Entre sus clientes habituales se encuentran Apple, Adidas, Greenpeace o las cadenas televisivas ARTE y BBC. Sin embargo, es en el campo de la moda donde más prestigio ha ido ganando; y no sólo como publicista, sino también como fotógrafo. Así, es responsable absoluto de varias de las últimas campañas de Gucci, Bimba y Lola y Happy Socks, y también colabora a menudo con la revista Vogue y el diario Zeit. Actualmente está afincado en Londres; pero ha vivido en Berlín, Los Ángeles y Ámsterdam, y todo ello antes de haber cumplido los treinta y tres años. Ha tenido tiempo incluso para subsistir una buena temporada como empleado raso en un hotel porque no encontraba otro trabajo, y no parece guardar muy buen recuerdo ni de esa etapa ni del establecimiento en sí.
Lo cierto es que Siedentopf no encaja en absoluto con el prototipo de artista actual, y quizá sea debido a haber crecido en Windhoek. Por poner un ejemplo, en una entrevista se le preguntó por sus principales influencias y, en lugar de recitar la típica lista de nombres poco comprometedores, se descolgó mencionando la versión alemana de la revista infantojuvenil Don Miki y los catálogos de ropa que editaba la marca Diesel durante los años noventa. Al principio uno está tentado de tomárselo como otra de sus constantes bromas, o incluso como un ensayo de genialidad forzada que se recibe con una sonrisa; pero entonces el entrevistado aclara con naturalidad que hasta hace poco no llegaban muchas más cosas a Namibia y a uno se le queda la sonrisa colgando de la cara.
Según los últimos datos disponibles, el PIB namibio ronda aún el puesto centésimo trigésimo del mundo; y eso que en las últimas décadas, con algún que otro bache, el país viene exhibiendo un desarrollo económico y humano tan sorprendente como admirable. Tenemos que tener en cuenta que en 1990, cuando logró acceder a la plena independencia tras décadas de guerras civiles y conflictos étnicos, Namibia estaba sin hacer: era un territorio sin gobierno y con infraestructuras ridículas, una de las naciones más pobres y desgraciadas que haya conocido el mundo. Hasta entonces había pertenecido, en todo o en parte, a los imperios holandés y británico, que no abusaron de ella de una manera extraordinaria —para sus costumbres—, y al alemán, que sí que lo hizo: bajo su dominio ocurrió el llamado “primer genocidio del siglo XX”, cuando un ejército comandado por el general Lothar von Trotha aniquiló miembro a miembro, con exhaustividad germánica, a toda una coalición de tribus sublevadas. Tras la Primera Guerra Mundial, el territorio pasó a depender de la Unión Sudafricana, cuyos gobernantes no dudaron en imponer también en él su régimen de apartheid, con el horror añadido de que casi nadie en el mundo lo sabía. Johannesburgo, Soweto y Pretoria eran nombres familiares que aparecían en las noticias casi a diario para escandalizar a los telespectadores y contribuir a amargarles comida, merienda y cena. De Windhoek, en cambió, nunca se oyó hablar; y allí las condiciones para cualquiera que no fuese blanco no eran mejores que en la metrópoli.
Siedentopf creció en plena transición a la democracia, que, en líneas generales, y a pesar de que siempre ha gobernado el mismo partido político ―el SWAPO, parece que legítimamente―, ha acabado resultando modélica en muchos aspectos y, a diferencia de lo que en mayor o menor medida ha ocurrido en Sudáfrica, Zimbabue o Botsuana, no se han dado casos importantes de agresiones revanchistas hacia los blancos. Aun así, las posibilidades de que alguien consiga darse a conocer mundialmente desde Namibia eran y siguen siendo muy remotas, por lo que Siedentopf tuvo que salir de su país para que, en 2016, su nombre comenzase a escucharse gracias a sus escapadas nocturnas amsterdamesas, en las que se dedicaba a fotografiar vehículos ajenos que previamente había tuneando con trozos de cartón.
La acogida que obtuvo esa especie de cruce entre proyecto fotográfico y performance, sin embargo, le resultó un tanto agridulce. Aunque no cabe duda de que en su ánimo estaba realizar una sátira, el público se quedó con la parte gamberra de la intervención y no reparó demasiado en su naturaleza artística. No obstante, él no se mostró decepcionado en ningún momento. Es consciente de que el riesgo de que el arte conceptual se confunda con una payasada siempre está al acecho, y no parece que le asuste demasiado.
Lo que de verdad me interesa de la vida cotidiana es que siempre nos la tomamos como algo garantizado.
Con el fin de demostrar que hay pocas cosas más frágiles que la cotidianidad, Siedentopf ha recurrido a disciplinas muy diversas. Es conocido por su faceta como realizador; sin embargo, sus vídeos tampoco son siempre bien entendidos, quizá porque se empeña en emplear un registro cómico para dirigirse a un mundo al que a veces parece que sólo le vale la gravedad impostada. Especialmente sangrante fue el caso del videoclip que realizó para la canción “Mine Right Now” (2019), de la noruega Sigrid —la misma que versiona el “Everybody Knows” de Leonard Cohen en “Liga de la Justicia” (Zack Snyder, 2017)—. Al principio de la filmación, antes de que comience a sonar la música, entre él y la cantante explican que ésta no ha llegado a tiempo a la grabación, de modo que va a ser él quien lo protagonice como si fuese ella, poniéndose su ropa, imitando sus gestos y fingiendo todo tipo de contrariedades durante el rodaje. La cuestión es que, aunque resulte embarazoso de creer, y como si los vídeos musicales no precisasen de guion ni de montaje ―bastante complejos ambos en este caso, por cierto― y la productora de Sigrid no pudiese permitirse un segundo día de rodaje ―al fin y al cabo, no es más que Island Records…―, casi todos los medios que lo reseñaron, incluidos los especializados, dieron por hecho que la historia era cierta. Como dicen en Italia, questo è il livello…
Con semejantes antecedentes, casi podríamos celebrar que el resto de sus producciones audiovisuales no hayan llamado la atención de la prensa generalista ni de las redes sociales, a pesar de que algunas de ellas puedan ser calificadas de extraordinarias piezas de videoarte sin exagerar lo más mínimo. Destacan el videoclip que realizó en 2018 para acompañar al tema “Patterns”, del trío alemán de jazz underground Mikio, y “Psychosis”, grabado en el mismo año con música de Gommi. Éste último no es propiamente un videoclip: en realidad, es el tema musical el que fue compuesto para acompañar a las imágenes y no al revés.
Como puede comprobarse, malinterpretado o no, el humor es una constante en su obra y se manifiesta hasta en los detalles más nimios, como que el cursor de su página web personal sea una sardina. No se trata de que pretenda hacer reír al espectador, sino de que el espíritu del humor funcione como amalgamante de los elementos que componen sus obras. Si “Toto Forever” se hallase en otro lugar, si sonase otra canción o si ésta no se llamase “Africa”, la instalación resultaría tan absurda que lo más probable que ni siquiera hubiese llegado a ser imaginada. Sólo desde una perspectiva humorística pudo Siedentopf otorgarle coherencia al conjunto.
Guiado por el mismo espíritu, en 2016 lanzó “Ordinary”: diez números de una falsa revista de quiosco. En cada uno de ellos, diez artistas se esforzaban por reinterpretar algún objeto de uso cotidiano que se adjuntaba con la publicación como si fuese un regalo promocional. Esos objetos fueron un juego de cubiertos de plástico ―tenedor, cuchillo y cuchara―, un estropajo, cuatro bastoncillos para los oídos, un calcetín blanco, una bolsa de basura, aire, una pajita de refresco, el cartón de un rollo de papel higiénico, un tampón menstrual y un CD virgen ―por suerte, y salvo el aire, todos ellos nuevos y sin utilizar―. En cuanto a los artistas elegidos, Siedentopf trató de reunir la gama más amplia posible, tanto por su procedencia geográfica o edad como por su disciplina o estilo, mezclando principiantes casi inéditos con creadores consagrados. El objetivo era conseguir el mayor número posible de ángulos e interpretaciones:
Si te paras por un momento a fijarte bien en lo que llamamos “objetos cotidianos”, poco a poco empezarás a percatarte de lo increíbles que pueden llegar a ser. Tanto desde el punto de vista del diseño como desde el del material, pero también desde el creativo. Si te pones a imaginar en la infinidad de formas diferentes en las que puedes usar un objeto, desde ese momento lo ordinario no vuelve a serlo nunca.
En cualquier caso, “Toto Forever” sigue siendo su carta de presentación ante el gran público, a pesar de que gran parte de éste, quizá una clara mayoría, ni siquiera lo considere arte. Además, Siedentopf ha tenido que aguantar los previsibles improperios de los que tratan de imponer que no se pueda bromear con nada referente a África porque en África ha habido matanzas y se han hecho esclavos —y no como en el resto del mundo, parece ser—; pero también de los que creen que la instalación puede provocar daños irreparables al ecosistema, e incluso de los que denuncian que su presencia supone una ofensa intolerable para alguna deidad —los razonamientos de estos tres grupos resultan sorprendentemente intercambiables entre sí, dicho sea de paso—. No obstante, Siedentopf sabe que la primera asignatura que todo artista debe aprobar es la de soportar tanto las críticas argumentadas como los venablos fanáticos:
A algunos namibios les encanta y a otros les parece que probablemente sea la peor instalación sonora de la historia. Me lo tomo como un gran cumplido. Si nadie la odia, nadie podría amarla. Creo que tener la peor instalación sonora del mundo es más interesante que tener una mediocre.
Como es evidente que no se fía del público, se ha esforzado por dificultar la localización de la obra para evitarle daños intencionados o negligentes, tanto por parte de sus propios seguidores y detractores como de las autoridades públicas, que en Namibia todavía tienden a veces a actuar de un modo quizá un tanto arbitrario. En cualquier caso, afirma no estar excesivamente preocupado: “Encontrarla puede llevarles algún tiempo…”, declaró, lanzando un guiño a la canción, uno de cuyos versos más conocidos dice: “Gonna take some time to do the things we never had” (“Llevará algún tiempo hacer las cosas que nunca hicimos”). Sin embargo, debido a la insistencia de la prensa y de los usuarios de las redes sociales, el artista acabó cediendo a la presión y anunció que publicaría en su página web un mapa con la ubicación aproximada de “Toto Forever”. Tras unos días de expectación, finalmente lo hizo:
Como parte de la broma o no, Siedentopf también ha dejado una especie de pista algo enigmática: “Sólo los fans de Toto más leales serán capaces de encontrarla”. El problema es que Toto no es un grupo precisamente conocido por arrastrar masas de incondicionales. No es frecuente cruzarse por la calle con alguien que lleve una camiseta de Toto ni que en los bares musicales se formen colas para exigirles sus canciones a los pinchas. Más bien se trata de un conjunto que suele agradar a casi todo el mundo, pero sin levantar tantas pasiones como para adentrarse a ciegas en el Namib en busca de una epifanía. En realidad, Toto es una de esas bandas de rock mucho menos populares que algunas de sus canciones. “Hold The Line”, “Rosanna” y, por supuesto, “Africa” se escuchan todos los días en todos los países del mundo ―salvo en Corea del Norte y alguno más por el estilo, supongo― y han servido para publicitar todo tipo de productos o servicios. Igualmente, los temas que realizaron para la banda sonora de “Dune” (David Lynch, 1984) se han convertido en standards del cine fantástico, sirviendo de clara inspiración a Hans Zimmer para poner música a “Dune” (Denis Villeneuve, 2021). La relación del compositor alemán con Toto viene de más lejos: David Paich, miembro fundador del grupo, produjo uno de los temas que Zimmer compuso para la banda sonora de “Black Rain” (Ridley Scott, 1989); y si revisamos la de “Rain Man” (Barry Levinson, 1988), su primer éxito mundial, descubriremos que algunos pasajes le deben algo más que mucho a “Africa”.
Toto no tiene tras de sí la típica historia de adolescentes inquietos luchando por grabar una maqueta, ni tampoco la de ex miembros de otros grupos que se reúnen para escribir la segunda parte de sus respectivas carreras. Más bien, podría definirse como un supergrupo de serie B, dado que fue formado por músicos de estudio desconocidos para el gran público, pero con un gran prestigio entre las primeras figuras del rock, del jazz y de otros géneros de música popular. Steely Dan, Sonny & Cher, Michael Jackson, Quincy Jones, Yes, Jefferson Airplane, George Benson, Eric Clapton, Joe Cocker, Christopher Cross, Miles Davis, Dire Straits, Stan Getz, Al Jarreau, Elton John, Leo Sayer, Paul McCartney, Bee Gees, Sérgio Mendes, Pink Floyd, Diana Ross, Bruce Springsteen, Barbra Streisand, Warren Zevon, Richard Marx, Don Henley, Donna Summer y 10cc son algunos de los conjuntos y solistas que en alguna ocasión han contado con alguno o algunos de los componentes originales de Toto para sus grabaciones ―la lista se convierte en universal si añadimos a los que lo han hecho con miembros no originales―. “Africa”, que seguramente haya sido su mayor éxito, fue editada en 1982 y no tardó en alcanzar el número uno en el Billboard.
Jeff Porcaro, difunto batería de Toto y coautor del tema, la definió como: “Lo que le sale a un chico blanco cuando trata de escribir una canción sobre África y, como nunca ha estado allí, no le queda más remedio que repetir lo que ha visto por televisión o le han contado”. Ése chico es Paich, que además de plantar el germen de la melodía y componer casi toda la letra, se encargó de la voz principal y del teclado:
Estaba probando un teclado nuevo. Hizo ese sonido como metálico e inmediatamente empecé a tocar lo que se acabaría convirtiendo en el riff inicial de “Africa”. Luego tarareé una melodía y en poco tiempo tuve el estribillo. “Espera”, pensé, “sé que soy un compositor con cierto talento, ¡pero no tanto!”. Era como si una energía superior estuviese componiendo a través de mí. La canción salía sola, como por arte de magia… Una de las razones por las que siempre había querido tocar en una banda de rock era porque quería ver mundo. De niño, siempre había estado fascinado por África. Me encantaban las películas sobre el Dr. Livingstone y sobre misioneros. Iba a un colegio de curas católicos en el que sólo admitían a chicos y muchos de los profesores habían estado de misiones en África. Contaban que los aldeanos bendecían las cuatro cosas que tenían: sus biblias, sus libros, sus cultivos… Y cada vez que llovía bendecían la lluvia. De ahí viene el verso principal: “bendita sea la lluvia que cae en Africa”. También decían que lo más duro de la vida allá era la soledad y el celibato, por lo que algunos no llegaron a ordenarse. Pensando en eso escribí sobre alguien que vuela para encontrarse con un misionero solitario. Por lo demás, es una historia romantizada de amor a África basada en cómo me la imaginé siempre. Las descripciones sobre sus preciosos paisajes las saqué de lo que leía en National Geographic.
Siedentopf, que pese a ser blanco es tan africano como lo fueron Aníbal, Cleopatra, san Agustín, Shaka Zulú o Mandela, no cree que nadie en África pueda sentirse molesto por la letra de esa canción. De hecho, afirma que tiene la virtud de ser entendida en todo el mundo y suele gustar a quien la escucha, por lo que considera que su homenaje está más que justificado. Paradójicamente, quien quizá no opine lo mismo acerca del éxito de la canción sea Steve “Luke” Lukather, el guitarrista de la banda, que cuando Paich les presentó lo que había ido componiendo lanzó una apuesta un tanto arriesgada:
“Si esto llega a ser un éxito”, les dije, “yo me bajo corriendo en pelotas todo Hollywood Boulevard”. A ver… Sí que me pareció que la canción tenía una melodía brillante, pero recuerdo que cuando escuché la letra salté: “David, tío… ¿África? Somos de North Hollywood, tío… ¿Sobre qué coño estás escribiendo? ¿Qué es eso de bendita sea la lluvia que cae en África? ¿Es que ahora eres Jesucristo, Dave…?”. Y después cogimos e hicimos ese vídeo tan cutre… Nos construyeron un escenario que parecía una pila de libros gigantes y nos plantaron encima. Ya te puedes imaginar la gracia que me hizo… Odiaba los vídeos y odio los ochenta por el mullet que llevaba. Y encima nos vistieron de una manera un tanto… Vamos a decir “andrógina”. No éramos el grupo que sale ahí. Cuando me enseñaron la portada del single y me vi con esas pintas tan sólo pude murmurar: “os voy a matar…”. Y ahora ya ves, aquí me tienes, comiéndome mis palabras porque “Africa” se ha convertido en un standard y yo no puedo estar más orgulloso de David por ello. ¡Pero si hasta una vez estaba viendo “South Park” y de repente ahí estaba yo como personaje, tocando “Africa”! Tardé como una hora en dejar de reírme y llamar al grupo. Luego también salió en “Padre de familia”, y nos la parodiaron en “American Dad” y en “Late Night Show”, con Jimmy Fallon y Justin Timberlake vestidos de boy scouts de los ochenta cantándola en su tienda de campaña. […] A veces viene alguien y me dice: odio esa puta canción. Y yo le contesto: hubo una vez en que yo también odié esa puta canción, y todavía a veces lo hago. Y con eso quiero decir que llevo tocándola desde 1982 y un poco harto puede que esté, pero hemos sobrevivido a los que nos odiaban y nos ha ido muy bien. Ahora tenemos un nuevo público más joven gracias a que algunos chicos de EDM (electronic dance music) usan Africa para terminar sus actuaciones. Casa muy bien con lo de Skrillex. El caso es que se olvidó lo que dije y al final me libré de bajar Hollywood Boulevard corriendo en pelotas. Ahora ya… Que me lo pidan: no podría hacerlo ni con un bastón.
A Siedentopf le gustaría que “Toto Forever” siguiese sonando donde está otros 65 millones de años, entre otras cosas porque eso querría decir que el Namib ha seguido existiendo, aunque ya no quede ningún ser humano para saberlo. Lo peor será cuando alguien perdido en el desierto comience a oír música a lo lejos y crea haber encontrado su salvación. Si lo pensamos con detenimiento, llegaremos a la conclusión de que las posibilidades de que algo así suceda al menos una vez en los próximos siglos son aterradoramente altas. Y no consta que se haya instalado allí ningún sistema para pedir socorro.
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