Durante su juventud, en una época en la que tampoco parecía muy normal que un soberano empuñase un arma si no era para irse de caza o para posar para un retrato, Felipe V se ganó el apodo de “el Animoso” debido a sus arrebatos temerarios en el campo de batalla. Después, en tiempos de paz, fue pasando poco a poco a ser más bien conocido por su “melancolía”, un término que muchos historiadores tienden a interpretar como un tipo de locura, a pesar de que su significado en el siglo XVIII no debía de diferir demasiado del que tiene ahora. El Diccionario de Autoridades, realizado durante su reinado, emplea la palabra en veinticuatro definiciones con la grafía actual; pero, por algún motivo, los primeros académicos prefirieron la forma grecolatina melancholia para encabezar su propia entrada. La primera acepción es la que la que se refiere a uno de los cuatro humores corporales primarios ―junto con la sangre, la flema y la cólera―, en cuya existencia entonces se seguía creyendo; pero la que interesa en este caso es la segunda:
MELANCHOLIA. Significa tambien tristeza grande y permanente, procedida de humor melanchólico que domína, y hace que el que la padece no halle gusto ni diversión en cosa alguna.
A pesar de ello, catalogar a Felipe V como bipolar, psicótico, paranoico o adicto al sexo, como si resultase posible diagnosticar la mente de una persona que lleva muerta cerca de tres siglos, se ha convertido en un lugar común. Tampoco es infrecuente encontrarse afirmaciones inverosímiles sobre su comportamiento: desde que creía ser una rana hasta que trataba de subirse a los caballos de los tapices, pasando ―cómo no…― por la clásica acusación de que no se lavaba nunca. Sin embargo, lo único que se sabe a ciencia cierta es que, ya desde niño, era muy dado a sumirse en la tristeza y en la apatía, que sufría estallidos puntuales de cólera o que constituía una presa muy fácil para el insomnio, lo que durante algunas temporadas le llevó a despachar de madrugada y a dormir de día ―con la condena a vivir entre las tinieblas oscilantes de las velas que entonces conllevaba tal costumbre―. Resulta lógico que a una persona con esos padecimientos le costase sostener sobre sus hombros el peso del que seguía siendo el mayor imperio sobre la faz de la tierra, como tampoco sería de extrañar que durante esos trances descuidase algo las formas o incluso la higiene, pero desde luego no hasta el punto de vivir como un gorrino en una cochiquera.
Al parecer, el origen del mito sobre la chifladura de Felipe V se encuentra en las cartas de embajadores ingleses como Benjamin Keene o Charles Burney, que se filtraban con fines propagandísticos y que posteriormente fueron recogidas y divulgadas por historiadores de la época como si fuesen ciertas. No en vano, la Europa de aquel entonces estaba repleta de motivos para difamar al rey de España, y más a este rey en concreto. Nacido en Versalles el 19 de diciembre de 1683 como Felipe de Borbón o Felipe de Anjou —ése era el ducado que ostentaba—, fue el segundo hijo del Gran Delfín, por lo que durante la mayor parte de su vida ocupó uno de los tres primeros lugares dentro de la lista sucesoria de la monarquía francesa. La sola perspectiva de que las coronas francesa y española coincidiesen sobre la misma cabeza significaba la pesadilla perfecta para el resto de las naciones, sobre todo para Inglaterra, que no cejó en su empeño hasta que en 1712 logró hacerle renunciar a sus derechos al trono de París como condición para reconocerle como legítimo ocupante del de Madrid. Lo cierto es que tal renuncia era papel mojado desde el punto de vista jurídico, puesto que los soberanos lo eran por derecho divino; pero todo indica que ambas partes lo asumieron como un pacto de honor entre caballeros.
Carlos II de España lo había designado como su sucesor el 3 de octubre de 1700, cuando aún no había cumplido los diecisiete años. Ni un mes más tarde, el 1 de noviembre, el último de los Austrias decía adiós a una vida de menos de cuatro décadas que no debió de ser demasiado alegre. Felipe V fue proclamado el 16 de noviembre en el Palacio de Versalles, convirtiéndose así en el primer rey de España que recibía el título en territorio extranjero ―José I, en Bayona, sería el segundo y último hasta la fecha―. No obstante, tardó aún un par de meses en tomar posesión de su reinado y, contrariamente a la creencia más extendida, lo hizo con grandes muestras de entusiasmo en todo el país ―la guerra de sucesión no comenzaría hasta julio del año siguiente―. Quizá Carlos II no fuera el monstruo sin cerebro y de baba candente que a veces se nos describe, y sin duda su reinado se desarrolló de una manera más que aceptable en muchos aspectos; pero no debía de haber ni un solo español en el mundo que no fuese consciente de que el gobierno del imperio precisaba de sangre nueva, en este caso en el sentido literal: se estima que el coeficiente de consanguinidad de Carlos II superaba el 25 %, cuando es muy raro que alcance el uno por ciento en cualquier persona que no sea fruto de un incesto directo. Eso quiere decir, grosso modo, que la cuarta parte de sus genes tenía grandes posibilidades de presentar un tipo recesivo, así que muy adaptado al medio, cualquiera que fuese éste, no podía estar.
Por propia iniciativa o bien aconsejado, Felipe V llegó con una voluntad claramente continuista, dispuesto a convertirse en español lo antes posible y a aceptar tanto las formas protocolarias como el fondo político, aprovechando la experiencia del cardenal Portocarrero, del obispo Arias, de Antonio Ubilla, del marqués de Villafranca, del conde de Santiesteban, de Medinasidonia y de otros nobles del círculo de confianza del anterior monarca. En 1701 se casó con María Luisa de Saboya, con la que tuvo cuatro hijos: los futuros Luis I y Fernando VI y dos niños llamados Felipe, que murieron uno con siete años y el otro a los pocos días de nacer. La propia reina tampoco tardaría mucho en fallecer: a principios de 1714, con veinticinco años, no logró superar una tuberculosis. Parece ser que fue a partir de entonces cuando Felipe V comenzó a dar las primeras y preocupantes muestras de melancolía, por lo que toda la diplomacia se puso en marcha para buscarle una nueva esposa. La elegida fue Isabel de Farnesio, sobrina política de Carlos II, con la que, sin haberla visto en su vida, se casó por poderes en Parma el 14 de septiembre de ese mismo año.
La nueva reina había recibido una educación exquisita, sobre todo centrada en el arte; pero eso no la llevó a estar privada de carácter. Su primera acción al llegar a España fue mandar de vuelta a Francia a la princesa de los Ursinos, una aristócrata a quien Luis XIV le había encomendado el control de su nieto cuando éste partió hacia Madrid. En teoría, la Ursinos ocupaba el puesto de camarera mayor de la reina María Luisa, con la que trabó una gran amistad; pero en la práctica, y de modo descarado, no era sino una agente francesa. Mientras el rey aguardaba en Guadalajara la llegada de la reina, la princesa, que ya contaba más de setenta años, salió a encontrarse con ella en Jadraque para darle la bienvenida, y es de esperar que para dejar clara su posición en la corte. La entrevista entre las dos mujeres fue larga y secreta. No se tiene ni la más remota idea de qué pudieron decirse la una a la otra, pero la noble cortesana francesa fue inmediatamente despachada hacia los Pirineos ―con la calurosa compañía de cincuenta guardias de corps para que no se distrajese por el camino―. Tanto en “El arte de reinar”, del marqués de San Felipe (1724), como en los “Comentarios de la guerra de España”, del duque de Saint-Simon (1725), se achaca el altercado a una torpeza por parte de la expulsada, que como saludo no habría tenido mejor idea que criticar la vestimenta de la nueva consorte: a su parecer, demasiado ligera para un 23 de diciembre en Guadalajara; y también en general. Evidentemente, ninguno de los dos cronistas estuvo presente en la discusión, pero ambos llegaron a conocer bien a Isabel, de modo que es posible que ella misma les contase lo sucedido. Saint-Simon incluso da a entender que la orden verbal de destierro debió de adoptar la fórmula, a todas luces irregular, de: “¡Que me quiten a esta loca de mi vista!”. A continuación, el autor desliza que seguramente Felipe V estuviese de acuerdo con la decisión, o incluso que todo podría haber sido idea suya ―lo cierto es que no protestó en absoluto―. Sea como fuere, tal despliegue de autoridad causó sensación no sólo entre la corte española y el pueblo, sino en todas las monarquías europeas, donde la princesa de los Ursinos era un personaje más que conocido. Lo más curioso del asunto es que la defenestrada fue una de las personas que más intrigó para que Isabel fuese la elegida por Felipe, se supone que porque la consideraba débil de carácter y tanto o más fácilmente manejable que María Luisa. Como vemos, la historia se empeña en demostrarnos una y otra vez que las maniobras para favorecer el ascenso de alguien destinado a mandar sobre nosotros distan mucho de constituir un negocio exento de riesgos.
A pesar de no haberse visto hasta aquella Nochebuena, los reyes se hicieron inseparables desde el primer día, compartiéndolo todo, desde lo más íntimo hasta las acciones de gobierno, pasando por el ocio y las diversiones. Según parece, Isabel había aprendido a cazar y a cabalgar con la misma habilidad que cualquier varón de la nobleza, algo que llamaba mucho la atención en aquel momento histórico. Saint-Simon destacaba además que sus facultades cinegéticas no parecían resentirse por el hecho de estar embarazada o de acabar de parir, seguramente debido a la práctica acumulada, puesto que dio a luz siete veces en menos de trece años, y con una tasa de supervivencia chocante para la época. Salvo por lo que se refiere a su segundo vástago, Francisco, que murió al mes de haber nacido, no sólo llegaron a adultos todos sus hijos, sino que ocuparon puestos importantes en el panorama político europeo. Carlos, el mayor, es hoy conocido como Carlos III de España; María Ana Victoria sería reina de Portugal; Felipe, rey de Nápoles-Sicilia; María Teresa, esposa del Delfín; Luis Antonio Jaime, arzobispo-cardenal de Toledo; y María Antonia Fernanda, reina consorte de Cerdeña.
Sin embargo, ni el arrojo ni el apoyo constante de Isabel resultaron suficientes para levantar la moral de Felipe. La intensidad de sus pesares fue tal que abdicó en su hijo Luis en cuanto consideró que éste ya estaba preparado para asumir el trono. Esto ocurrió, contra la voluntad de Isabel, el 10 de enero de 1724; pero el 31 de agosto de ese mismo año el joven Luis I murió de viruela. Lo lógico, lo legal e incluso lo teológico ―pues llegó a celebrarse una junta de doctores, de los que tiene la Iglesia, para debatir la cuestión― habría sido proseguir con la línea sucesoria y haber proclamado ya entonces al que unos años más tarde acabaría siendo Fernando VI; sin embargo, Isabel de Farnesio no estaba dispuesta a perder la oportunidad de recuperar su condición de reina, de modo que, desoyendo las imprecaciones de su marido, que poco menos que prefería una muerte lenta y dolorosa antes que volver a asumir el peso de la corona, se plantó ante el Consejo de Castilla y no paró de persuadir a sus miembros hasta que logró que decidiesen restituir a Felipe V como rey de España.
Durante los meses de relativas vacaciones que el destino le concedió a nuestro primer Borbón, el matrimonio residió en la recién estrenada Granja de San Ildefonso, con Isabel de Farnesio consagrada con toda su alma a formar un cuerpo de obras de arte sin el cual el Museo del Prado sería hoy bastante menos de lo que es. Una de las adquisiciones más destacadas de este periodo, con el fin de decorar el nuevo palacio, fue la de la colección de Cristina de Suecia. Cristina, a la que los cinéfilos evocarán con el rostro de Greta Garbo —aunque en la vida real debió de ser algo menos placentera de mirar―, ostentó el título de reina de los suecos, los godos y los vándalos ―Sveriges, Götes och Vendes drottning― entre 1632 y 1654, si bien no gobernó todo ese tiempo, porque cuando fue aupada al trono, en este caso literalmente, aún no había cumplido los seis años. Tras convertirse en secreto al catolicismo ―tan sólo lo revelaría meses después de haberse alejado de su país―, abdicó y se trasladó a Roma para acabar fijando su residencia en el Palazzo Riario, hoy conocido como Palazzo Corsini, en el Trastévere. Es famosa por su elevado nivel intelectual, que le permitió hasta mantener una correspondencia de igual a igual con Descartes ―a quien llegó a atraer a su corte, si bien para poco más que verle morir de una pulmonía: la Suecia del siglo XVII no era apta para intelectuales debiluchos― e ir armando su colección con unos criterios muy similares a los que se emplean hoy en día.
Aunque adquirió todo tipo de obras, su verdadera pasión fue la escultura. Llegó a reunir alrededor de ciento veinte piezas de mármol. No obstante, por muy impresionante que nos pueda parecer esa cantidad hoy en día, por aquel entonces resultaba bastante discreta si era comparada con los patrimonios de las grandes familias italianas. Lo que la hacía singular y muy admirada ya en su época era la calidad de cada una de las obras y la armonía con la que habían sido reunidas, características que siempre sirven para marcar la diferencia entre una verdadera amante del arte y quien tan sólo persigue la ostentación o la especulación. De este modo, distribuyó los objetos entre las salas de su palacio de acuerdo con su temática y permitió su visita como si de un museo se tratara; no evidentemente con entrada libre para toda la población, lo cual en aquella Roma habría supuesto una temeridad inconcebible, pero sí con bastante manga ancha. Además, se preocupó de restaurar las obras clásicas que iba adquiriendo, labor que siempre encargó a la escuela de Bernini. Desde una perspectiva actual, cabría criticar que esas restauraciones casi siempre implicaban añadirle a las esculturas mutiladas las partes que les faltasen, con lo cual la imaginación y la intuición del restaurador cobraban casi todo el protagonismo. A nadie se le ocurriría hoy en día ponerse a pintarrajear la Victoria de Samotracia (anónima griega, S. II a. C.), a pesar de que sabemos que la práctica totalidad de las estatuas grecorromanas estaban policromadas; pero en los siglos XVII y XVIII el criterio era distinto y no se encontraba nada de malo en reparar lo que, a sus ojos, siglos de entierro habían ido deteriorando.
Otro importante conjunto escultórico adquirido por los reyes de España fue la colección de Gaspar de Haro y Guzmán, séptimo marqués de Carpio y marqués de Eliche: un importante coleccionista que llegó a ser propietario de “La Venus del espejo” (Velázquez, 1647-1651) ―y de otras tres mil obras― y que ocupó cargos de diversa responsabilidad durante el reinado de Carlos II, entre ellos la embajada en Roma o el virreinato de Nápoles. Tanto en Italia como en España, llevó a cabo además una gran labor como mecenas. Aunque en su mayor parte la colección estaba formada por esculturas, destacan también piezas pictóricas bastante importantes, como dos tablas de Rubens: “El triunfo de la Iglesia” y “Los defensores de la Eucaristía”, ambas realizadas entre 1625 y 1626 y que no son sino bocetos para la serie de tapices que aún puede contemplarse en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. También se incluía “San Francisco de Asís en éxtasis”, de van Dyck (1627-1632), que hoy se halla colgado en la pared de la sala 016B del Museo del Prado.
En cuanto al famoso Tesoro del Delfín, que reposa entre deliciosas penumbras en la segunda planta, se trata de parte de la herencia que Felipe V recibió de su padre. Consiste en una colección de vasos, copas y otro tipo de objetos y alhajas adornados con tal número y variedad de perlas, esmaltes, cristales de roca, piedras preciosas y semipreciosas y demás minerales raros y vistosos que, unos años más tarde, Carlos III le encontró bastante más valor científico que artístico, por lo que lo cedió al Real Gabinete de Historia Natural ―para el que, curiosamente, fue construido el edificio que alberga en la actualidad el Museo del Prado―. Aparte de como un símbolo de suntuosidad y poder ―algunos de los elementos de la colección son de época clásica y de otros se sospecha su procedencia sasánida o bizantina―, se cree que el tesoro fue siendo compilado durante generaciones —su primera referencia como conjunto, no obstante, es de la época del propio Delfín—, seguramente con criterios alquímicos o incluso mágicos en un primer momento, aunque en tiempos de Felipe V casi todas aquellas creencias ya habían quedado orilladas ante el avance de las ciencias.
Esa política de adquisiciones, sin embargo, se vio interrumpida abruptamente con el retorno de Felipe al trono tras la muerte de su hijo Luis. En general, y por lo que se refiere a lo más estrictamente personal, la segunda etapa de su reinado no le trajo nada bueno a su majestad. Sus angustias y melancolías fueron haciéndose cada vez más largas, reiteradas y pronunciadas; y ello a pesar de los esfuerzos de la reina por mantenerlo a flote. En enero de 1729, Isabel de Farnesio tomó la medida, tan drástica como costosa, de llevárselo de viaje a Andalucía. Drástica porque se decidió de un día para otro y sin turno de réplica, y costosa porque supuso trasladar la corte entera a Sevilla durante casi cinco años, con estancias puntuales más o menos prolongadas en Badajoz, Isla de León, Cádiz, Sanlúcar de Barrameda y Granada. El objetivo de aquella mudanza no era otro que el de buscar luz porque, seguramente no sin acierto, los médicos consideraban que el ambiente oscuro y casi tenebroso del antiguo Real Alcázar, si bien quizá no pudiera ser señalado como la causa inmediata de los padecimientos del monarca, tampoco es que contribuyese mucho a su alivio. Fue en aquellos años cuando Isabel comenzó a llevar sin demasiado disimulo el peso de la gobernación ―se acabó acostumbrando a firmar cartas y documentos oficiales con la fórmula “el Rey y yo”, como si ella fuese la soberana y Felipe el consorte―, para lo que contó con la ayuda de un puñado de buenos y fieles ministros, como Alberoni, Ripperdá o Patiño, a los que tampoco dudaba en contradecir si lo estimaba oportuno. Felipe, mientras tanto, comenzaba a sufrir otros síntomas algo más corporales que sus vapores melancólicos, como migrañas, astenias o todo lo malo que le pueda pasar a un aparato digestivo sin llegar a poner en serio peligro la vida del que lo acoge.
El 16 de mayo de 1733, seguramente intuyendo que se avecinaba otro verano hispalense, los monarcas iniciaron el viaje de regreso a Madrid. Todo indicaba que, desde el punto de vista terapéutico, el viaje había resultado un completo fracaso; pero al menos había servido para que la reina volviese fascinada por la pintura de Murillo, por aquel entonces prácticamente desconocido en Madrid, a pesar de que en Flandes seguía estando muy cotizado medio siglo después de su muerte. Así, gran parte de su obra, sobre todo la de tema profano, se halla en el extranjero, y es muy posible que esa parte fuese incluso mayor de no haber comenzado a coleccionarla Isabel de Farnesio, lo que llevó a muchos nobles a imitarla. Gracias a ello, el Museo del Prado alberga hoy en día setenta Murillos, de los cuales entre la cuarta y la quinta parte fueron adquiridos por la reina. Del mismo modo, compró varios óleos de la escuela holandesa del siglo XVII y los dos únicos Watteaus con los que cuenta la colección del Prado: “Capitulaciones de boda y baile campestre” (1706-1716) y “Fiesta en un parque” (1712-1713).
Por lo que se refiere a los pintores de cámara, casi nadie pone en duda que fue Felipe quien eligió al primero de ellos, Michel-Ange Houasse, al que ya conocía de la corte del Rey Sol. No obstante, no parece que su habilidad para los retratos terminase de convencer nunca a los monarcas, que en 1723 tomaron la decisión de contratar para realizarlos al también versallesco Jean Ranc. A partir de entonces, a ambos artistas les tocó compartir la corte, o más bien combatir en la corte, porque poco les debía de faltar para liarse a palos cada vez que se veían. Ninguno de los dos cuenta con demasiadas obras maestras en su historial, y en el caso de Ranc incluso podría decirse que destruyó muchas más de las que creó, porque cada vez resulta más verosímil que el incendio del Alcázar en la Nochebuena de 1734 comenzase en sus aposentos. Ya en aquel momento se comprendió que sus deficiencias visuales, que llevaba tiempo disimulando con torpeza por miedo a perder su trabajo, le habían hecho tropezar con una silla en la que reposaba un candil encendido, de modo que no se le exigió ninguna responsabilidad y fue más objeto de lástima que de reproche. De hecho, de no ser por las obras de valor incalculable que se perdieron dentro ―unos quinientos cuadros (¡500!) de pintores como Velázquez, Tiziano, Rubens, Tintotetto, Ribera, Veronés, El Bosco, Sánchez Coello, Carreño de Miranda, El Greco, Carracci, Guido Reni, Leonardo da Vinci, Correggio, Veronés, Pieter Brueghel el Viejo… Lo suficiente como para montar otra de las pinacotecas más importantes del mundo―, lo más probable es que el rey se llevase una alegría al ver su prisión reducida a cenizas. En cualquier caso, y a pesar de las muestras de comprensión y simpatía que recibió, Ranc asumió que su carrera estaba acabada y nunca volvió a tomar un pincel. Murió medio año más tarde, también sumido en algo más que melancolía.
Su vacío fue llenado por Louis-Michel van Loo, quizá el más elegante y talentoso de todos los pintores que pasaron por aquella corte, y al que puede que le haya pesado su extranjería a la hora de ser poco recordado en España. También se contó en los primeros años del reinado con el asturiano Miguel Jacinto Meléndez, pero su importancia fue disminuyendo hasta desaparecer del todo cuando no fue invitado a mudarse a Sevilla. Por último, de su antecesor en el trono, Felipe V había heredado a Manuel de Castro, pero su trabajo nunca pareció entusiasmarle.
La pasión por el arte de los reyes iba de lo más pequeño a lo más grande. Una de las primeras medidas tomadas por Felipe V fue la restauración de los palacios madrileños más representativos de los Austrias: la Casa del Campo, el Pardo, la Zarzuela y el Buen Retiro. El Escorial quedó fuera de estas obras por dos motivos: porque se consideró que su estado era en general bueno y porque el rey lo encontraba demasiado aislado —su hijo Carlos III terminaría encargando a Juan de Villanueva la construcción de una villa cortesana que le sirviese de apoyo—. Igualmente, se prosiguió con la edificación del Palacio de Aranjuez, que había sido comenzada por Felipe II y no se concluyó hasta 1752, ya con Fernando VI en el trono ―hay que tener en cuenta que la obra casi no se tocó durante el siglo XVII y que también fue presa de un incendio muy poco documentado―.
No obstante, las principales aportaciones de Felipe V e Isabel de Farnesio al patrimonio arquitectónico español fueron la Granja de San Ildefonso y el Palacio Real. Éste último vino a sustituir al carbonizado Alcázar, y lo hizo a lo grande: alberga 3.418 habitaciones y ocupa una superficie total de más de 135.000 metros cuadrados, lo cual lo convierte en el palacio más colosal de Europa junto con el Parlamento Rumano ―sus dimensiones son prácticamente las mismas, y el señalar a uno u otro edificio como el mayor depende de los criterios que se empleen a la hora de medirlos—. Semejante grandiosidad no respondía, sin embargo, a la ambición de los reyes de poseer la residencia más ostentosa posible, sino a la intención práctica de albergar en una misma sede a todas las dependencias del gobierno. El proyecto le fue encomendado a Filippo Juvarra, que por aquel entonces era el arquitecto más prestigioso del mundo, aunque lo concluiría su discípulo Giambattista Sacchetti, que incluso moderó algo el pretencioso proyecto de su difunto maestro. En lo que, por lo que fuese, estuvieron de acuerdo tanto los arquitectos como los comitentes fue en la necesidad de evitar en la medida de lo posible el empleo de madera y otros materiales combustibles. Posteriormente, ya durante el reinado de Carlos III, Francisco Sabatini realizó algunas modificaciones.
En cuanto a La Granja, el matrimonio había comprado el sitio de San Ildefonso en 1720 a la Orden de San Jerónimo, donde ésta tenía lo que realmente denominaban “una granja”. El proyecto original del palacio le fue encomendado a Teodoro Ardemans, que a la sazón era el maestro mayor de la Villa ―pese a que su apellido tampoco brindaba augurios especialmente optimistas por lo que a lo ignífugo se refiere―. Para el diseño del jardín se prefirió a René Carlier, escultor francés muy conocedor de la obra de André Le Notre, el jardinero de Luis XIV y diseñador de los jardines versallescos. La denominación del cargo no debe hacernos pensar que se ocupaba de podar los setos y cosas así, sino que era un arquitecto especializado en proyectar jardines. De hecho, diseñó los de Versalles, mientras que su padre y su abuelo hicieron lo propio con los de las Tullerías. En 1736, aprovechando la estancia de Juvarra, también se le encargó a éste la construcción de la fachada que da al eje central del jardín, que tras su muerte, y como en el caso anterior, tuvo que ser terminada por Sacchetti.
Preocupada también, si no escandalizada, por el ínfimo nivel cultural que exhibía la mayor parte de los aristócratas españoles, en 1725 promovió la fundación del Seminario de Nobles de Madrid y el relanzamiento del Colegio de Cordellas de Barcelona, si bien esto último fue asumido como una compensación por la disolución de todas las universidades de Cataluña ―no por catalanas, sino por austricistas―. Prosiguió también la creación de instituciones culturales comenzada por su esposo antes de que la melancolía le dejase disminuido: la Real Academia Española (1714), la Real Academia de la Historia (1738) y la Real Librería (1712), germen de la actual Biblioteca Nacional, formada en su inicio por la colección personal del libros del rey ―más de seis mil títulos― y ya por entonces conocida como Biblioteca Pública, pues su acceso era libre, universal y gratuito. Se financiaron también expediciones científicas, como la hispano-francesa de 1735 dirigida por Louis Godin, a la que se envió a Jorge Juan y a Antonio de Ulloa y que logró medir el meridiano terrestre a la altura del ecuador, demostrando el achatamiento del planeta en los polos que ya había conjeturado Isaac Newton unas décadas antes. Como vemos, la ciencia y el conocimiento ya eran percibidos como cuestiones de interés mundial, por encima de las diferencias políticas que pudiesen existir entre las potencias.
En cuanto a la música, destaca en primer lugar la acogida en la corte de Domenico Scarlatti, que con tan sólo diecisiete años ya fue nombrado organista de la Capilla Real. Posteriormente, tras un largo, glorioso y ajetreado periplo por Europa, regresó a Madrid en 1733 para ocuparse de la formación musical de Bárbara de Braganza y para componer el grueso de su obra, principalmente sus más de quinientas sonatas para clavicémbalo —si bien apenas unas cuarenta forman parte de su repertorio habitual—. Aparte de su valor artístico, estas composiciones, generalmente breves y con un solo movimiento ―no pensemos en las grandes sonatas de Mozart, Beethoven o Chopin—, constituyen una verdadera mina para los musicólogos, porque Scarlatti fue también un gran estudioso de la música folklórica de toda la península Ibérica y esa influencia está muy presente en sus composiciones, de modo que de ellas puede extraerse información muy valiosa sobre la evolución de danzas y cantos populares como las jotas, los fandangos, las tonadillas, los fados, los tangos, las saetas, las sevillanas, los boleros, las bulerías, las peteneras…, que rara vez eran objeto de notación en el siglo XVIII.
Aunque casi todas las obras de Scarlatti han sido adaptadas al piano, o incluso a otros instrumentos, como la guitarra, su repertorio sigue siendo tocado principalmente por clavecinistas. Como los más prestigiosos suele citarse a Andreas Staier y al ya fallecido Gustav Leonhardt, a quien a continuación podemos escuchar interpretando la Sonata en re menor K. 52, según el catálogo de Kirkpatrick:
En cualquier caso, por mucha importancia que revista la figura de Scarlatti, la historia ha de teñirse de leyenda cuando se habla de Carlo Broschi, más conocido como Farinelli. Nacido en 1705 en Andria, una ciudad más bien pequeña de la Apulia, no está claro si su castración fue debida a las prácticas bárbaras de la época o a un accidente de equitación. Según sostienen algunos historiadores, se cayó del caballo y tuvo la mala suerte de que lo más desgarrable del cuerpo masculino se le quedó enganchado en alguna parte de la silla de montar; y aunque supongo que muchos lectores acaban de encoger el abdomen involuntariamente, hemos de tener presente que la cosa no hubiese sido mucho mejor para él de haberse seguido el procedimiento normalizado.
Aunque existen varias creencias asentadas acerca de cómo se creaba un castrato, a cada cual más escalofriante, la “parte buena” es que en realidad no se amputaban los testículos al modo chacinero, entre otros motivos porque muchas veces ni siquiera habían llegado a descender al saco escrotal del niño. Lo que se solía hacer era una operación, llevada a cabo por un cirujano, que consistía en practicar una incisión en el perineo para extraer por ahí las glándulas en cuestión —algo parecido a lo que en la actualidad se le hace a los gatos—. Falta por añadir que en aquellos años el llamado “cirujano” casi siempre era el barbero del pueblo, que al fin y al cabo era el que sabía de navajas ―el famoso poste de barbero, que en casi todo el mundo identifica a las peluquerías con sus colores azul, blanco y rojo, no representa un recuerdo de las banderas francesa o estadounidense, como generalmente se supone, sino de las manchas sanguinolentas que dejaban en el palo los paños puestos a secar en él―. Con respecto a la higiene o a la antisepsia, sus conceptos ni siquiera existían. El riesgo de morir durante la escabechina o en los días posteriores, ya fuese desangrado o víctima de una infección y entre dolores inimaginables, era extremo.
La castración de cantantes venía siendo aceptada en toda Europa desde el Renacimiento, pero fue en Italia donde alcanzó el grado de compulsión. Algunos historiadores calculan que llegaron a mutilarse entre tres mil y cuatro mil niños, ¡al año! Y de todos ellos, los estudiosos sólo recuerdan los nombres de poco más de un centenar ―los legos únicamente el de Farinelli, si acaso―. Lo que se pretendía mediante esa salvajada, por si alguien lo ignora, no era tanto que los castratos conservasen su voz infantil, algo prácticamente imposible, sino que desarrollasen un peculiar timbre andrógino, con el que además podían abarcar una tesitura muy amplia. Tampoco resulta necesario aclarar que no eran precisamente los hijos de las familias de las clases altas los que se entregaban a la carnicería.
De todos modos, ya fuese emasculado por accidente o por necesidad, lo cierto es que Farinelli no habría llegado a ser nadie de no haber educado su voz con Niccolò Porpora, que también fue maestro de Haydn, y que había desarrollado una especial habilidad para entrenar capones, como se les denominaba en castellano sin el más mínimo sentido peyorativo o burlesco. De algún modo, Porpora intuyó lo que tenía entre manos cuando se encontró con Farinelli, así que no le permitió debutar hasta que consideró que su voz se había estabilizado y su genio había aprendido a dominarla. Ocurrió en Nápoles, cuando el castrato acababa de cumplir quince años, y ya en esa primera velada causó una gran sensación entre el público. Desde ese mismo día, su carrera comenzó a acelerarse hasta llegar al vértigo y pasó años girando por las principales capitales europeas. En 1734 estableció su residencia en Londres, donde las temporadas de ópera del Covent Garden —inaugurado el 7 de diciembre de 1732; destruido por las llamas en 1808; reconstruido y reinaugurado el 18 de septiembre de 1809; vuelto a achicharrar el 5 de marzo de 1856 y finalmente sustituido por la actual Royal Opera House el 15 de mayo de 1858, que desde entonces ha sufrido varias remodelaciones sustanciales— habían ido ganando una gran popularidad, trascendiendo el mero disfrute artístico para convertirse en una verdadera cuestión de Estado.
Hoy en día no está poco extendida la percepción de que todo se politiza, y quizá sea así; pero, en todo caso, tampoco constituiría un fenómeno excesivamente novedoso. En aquel Londres tan dieciochesco y tan musical, por un lado estaba Händel, favorito de la casa real inglesa, que contaba con los castrados Cusanino (cuyo nombre real era Giovanni Carestini) y con Senesino (Fancesco Bernardi), quizá los dos únicos verdaderos rivales que tuvo la voz de Farinelli en toda su vida. A esta facción se le enfrentaba la llamada Ópera de la Nobleza, sostenida la por la oposición al rey —en Inglaterra era posible tal cosa, siempre y cuando se tratase de “leal oposición”—, que para competir con el maestro alemán contrató a la compañía de Porpora, con Farinelli como estrella indiscutible. La pugna, sin embargo, pareció decantarse a favor de Händel y, a pesar de que la nobleza llegó a fichar a Senesino a golpe de talonario ―la primera vez que Farinelli y él coincidieron en el escenario terminó entre abrazos y lágrimas―, su proyecto acabó en bancarrota en 1737, y la compañía de Porpora prácticamente desmantelada.
Aunque fue tentado por el bando real para permanecer en Inglaterra, Farinelli adujo que el clima de Londres estaba dañando su voz, así que se trasladó a París —que, como todo el mundo sabe, tiene un clima muy distinto…— para cantar para Luis XV, sobrino de Felipe V ―y quizá, sólo quizá, mejor pagador que el rey de Inglaterra―. Fue allí donde Isabel de Farnesio le echó las redes, en una operación que, salvando todo tipo de distancias, no se diferenció demasiado de lo que hoy supondría el fichaje del mejor futbolista del mundo. Farinelli no sólo era un cantante prodigioso, capaz de cubrir tres octavas y media y de encadenar unas doscientas cincuenta notas entre dos inspiraciones, sino que además debía de contar con un timbre particularmente bonito, dominaba varios instrumentos de cuerda, poseía conocimientos de composición suficientes como para adaptar cualquier partitura a su propia voz y, en general, gozaba de un talento estético que le llevó a asumir todo tipo de responsabilidades tanto en la corte de Felipe e Isabel como en la de sus sucesores Fernando VI y Bárbara de Braganza.
Isabel de Farnesio era una apasionada de la música por encima de cualquier otro arte, de modo que seguramente habría terminado contratando a Farinelli independientemente del estado de salud de su marido. No obstante, pronto corrió el cuento de que Felipe V se hallaba en uno de sus peores momentos de melancolía y llevaba semanas postrado en una cama tan repugnante que habría hecho pasar a la de Tracey Emin por un lecho nupcial. Fue entonces cuando la reina, en secreto, mandó traer a Farinelli a España —algo que en aquel momento seguramente llevase algo de tiempo…— y una noche lo introdujo en la estancia contigua a la del rey, donde comenzó a cantar un aria del “Artajerjes” de su amigo Metastasio (1730) —o bien de la versión que ese mismo año compuso Hasse; hay cierta confusión al respecto—. El rey, emocionado —al menos tanto como sorprendido, es de esperar—, mandó llamar a su presencia al dueño de aquella voz increíble y, como en los cuentos de hadas —en los que, por lo que se ve, los monarcas no cuentan con un fisco administrando su tesoro—, se ofreció a concederle todo lo que desease. Farinelli, que de tonto no tenía nada —y que seguramente se supiese apuntado con una ballesta por Isabel, escondida entre las sombras—, le respondió que no ambicionaba riquezas ni honores ni nada por el estilo —quién en su sano juicio habría querido garantizarse pasar el resto de su vida sin estrecheces…—, sino que lo que más deseaba en el mundo era que su majestad se levantase, se asease y se pusiese a despachar los asuntos que tenía pendientes —por otra parte, y teniendo en cuenta cómo debía de oler allí, quizá no fuese una petición del todo descabellada—, a lo que Felipe V accedió poco menos que de un salto. Tras esa noche, Farinelli habría renunciado a volver a actuar en público y tan sólo lo haría, todas y cada una de las noches de los siguientes diez años —estuviese acatarrado o no—, ante los reyes, cantando las mismas cuatro arias de la primera vez —porque no debía de saberse ninguna más—.
Esta historia ha venido siendo reproducida sin apenas matices por diversos musicólogos e historiadores durante los últimos tres siglos, y ello a pesar de que, como acabamos de probar, rebosa absurdez por todos los lados. Sin duda, el canto de Farinelli tuvo que producir un efecto positivo sobre el ánimo de Felipe V, como lo habría producido cualquier otra cosa que le gustase mucho; pero ni fue traído ex profeso con el fin de sanarle ni Isabel de Farnesio era Amélie ni alguien dada a montar esos numeritos. Todo apunta a que el relato fue nuevamente ideado por el embajador inglés Charles Burney, sin más fin que el de presentar al rey de España como a un pobre enajenado, y difundido varios años después por el compositor e historiador de la música Jean-Benjamin de La Borde, cuyo nombre tampoco engañaba y que solía comenzar sus aseveraciones con el irritante “se cuenta que…” ―bien es cierto que lo que hoy puede parecer propio de un gacetillero de cotilleos en aquel momento constituía una manera normal de escribir historia; de hecho, se trata de una fórmula que encontramos recurrentemente hasta en la obra de Gibbon―.
Evidentemente, no tenemos ni la más remota idea de cómo sonaba la voz de Farinelli. Gracias a sus partituras, se sabe de sobra qué escalas cubría, pero resulta imposible adivinar su timbre personal. A pesar de ello, se ha intentado recrear el canto de los castratos de diversas maneras. En cuanto a la puramente natural, el contratenor Philippe Jaroussky, a quien, acompañado por la Orquesta Barroca de Venecia, acabamos de escuchar interpretando las arias “Mira in cielo”, de “Ariana y Teseo” (1728), «Nel gia bramoso petto2, de «Ifigenia in Aulide» (1735), «Dall’amor piu sventurato», de «Orfeo» y “Placidetti zefiretti”, de “Polifemo” (1735), compuestas por Porpora para Farinelli, es capaz de abarcar la tesitura de mezzosoprano ―según sus detractores, recurriendo al falsete; según sus defensores, aplicando las técnicas del canto femenino―, de modo que puede cantar sin excesivas dificultades partituras preparadas para castratos. También han existido intentos algo más alquímicos, como la mezcla informática que se realizó entre las voces del contratenor Derek Lee Ragin y la soprano Ewa Mallas Godlewska para la banda sonora de “Farinelli” (Gérard Corbiau, 1994). Aquí escuchamos el número “Son Qual Nave Ch’Agitata”, del “Artajerjes” de Hasse (1734), quizá la tonada que, en la leyenda, hizo levantarse a Felipe V de su repugnante lecho de desperdicios.
No obstante, incluso con los cantos del capón, Felipe V terminó de morirse el 9 de julio de 1746, con sesenta y dos años. Fue sucedido por Fernando VI, hijo de su primera mujer, María Luisa de Saboya. La relación entre Isabel y su hijastro, aunque respetuosa, nunca fue del todo buena porque, como es lógico, ella lo veía como un rival de su hijo mayor, el futuro Carlos III. No obstante, al menos de cara al público, siempre mantuvieron un trato dentro de lo que comúnmente aceptamos como civilización. Peor se desarrollaron las cosas entre Isabel y su sucesora, Bárbara de Braganza: una señora a la que tampoco convenía tomarse a broma. En su informe a la corte de Versalles, el embajador francés sentenció: “No se engañe Su Majestad. No es Fernando quien sucede a Felipe, sino Bárbara a Isabel”. Es seguro que semejante afirmación, lejos de la apariencia de sarcasmo que hoy podríamos adivinar, fue escrita con la mayor de las seriedades, y así debió de ser entendida por Luis XV.
Lo cierto es que, con toda la amabilidad y el cariño del mundo, los nuevos reyes tardaron pocos días en expulsar a Isabel de Farnesio del palacio del Buen Retiro. En un principio, la desalojada optó por instalarse en una casa propiedad de los duques de Osuna; pero seguía estando lo suficientemente cerca de la corte como para tratar de mover alguno de los innumerables hilos que había ido tejiendo durante su reinado conyugal, de modo que acabó siendo recluida en su querido palacio de La Granja ―si es que resulta físicamente posible estar “recluido” en un sitio así―. Pero no sería aquél su final, porque en 1759 su hijo Carlos llegaría al trono tras la muerte de Fernando, cuyos últimos meses constituyen todo un ejemplo de truculencia.
Bárbara había fallecido un año antes; no se sabe con certeza de qué porque su salud era en general bastante mala, pero todo apunta a que se trató de un cáncer, bien de útero, bien de colon. Es consuetudinario entre los historiadores españoles aclarar, o incluso destacar con hipérboles, que Bárbara de Braganza era una mujer extremadamente fea, así como sorprenderse por el hecho de que, ¡a pesar de ello!, Fernando VI la amase con una pasión incondicional ―prueba irrefutable, al parecer, de que también estaba como un cencerro―. La verdad comprobable es que, salvo algún que otro ataque de esa melancolía heredada, el reinado de Fernando se desarrolló dentro de la normalidad, pudiendo destacarse en líneas generales su compromiso con un ideal de paz entre las naciones y, si no desde luego con la unidad de Europa ―algo que en aquel momento ni se planteaba―, al menos sí con la creación de un ambiente de confraternidad entre los reinos que la componían. Valga señalar que si su padre fue “el Animoso”, a él lo titularon “el Prudente” y “el Justo”.
Todo esto, sin embargo, cambió con la muerte de Bárbara en 1758, con cuarenta y seis años. Fernando, en este caso sin duda alguna, se sumió en una verdadera locura de dolor que le acabó matando, de hambre, de sueño o de hartazgo, tras un año de alaridos, llantos y delirios que helaban la sangre de cualquiera que tuviese la desgracia de contemplarlos. Por su parte, su hermanastro Carlos, Carlos III a partir de entonces, se había ido asegurando desde su corte de Nápoles ―donde reinó entre 1734 y 1759 como Carlos VII de Nápoles y V de Sicilia― de remover cualquier obstáculo a la sucesión, en ocasiones con métodos de los que popularmente se atribuyen como típicos a los reinos que ostentaba.
Fiel y leal madre de su hijo, Isabel trató de recuperar con Carlos el papel protagónico que había ejercido durante el reinado de su marido; pero, por desgracia para sus intereses y para orgullo de sus genes, Carlos había heredado mucho más de ella que de su padre, de modo que la trató como la reina que había sido y la colmó de honores vacuos y de lujos; pero no le hizo el más mínimo caso en materia política ni le otorgó poder alguno. Isabel, que, como creo que a estas alturas habrá quedado claro, tonta del todo no era, se dio perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo y aceptó la voluntad de su hijo, resignándose a su nuevo papel de prestigioso adorno de la corte española. Acabó muriendo en Aranjuez en 1766, poco después del motín de Esquilache. Aparte del inconmensurable patrimonio que gracias a ella podemos seguir disfrutando en los Museos Nacionales y en las Colecciones Reales, su vida nos demuestra que la melancolía, sea lo que quiera que sea esa peste, no tiene por qué ser contagiosa.
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