Casi todas las culturas poseen su propio mito para explicar algo tan incomprensible y escandaloso como que el ser humano no sea inmortal. En la mayoría de ellas la conclusión es que tenemos lo que nos merecemos por haber desobedecido, desafiado u ofendido a alguna divinidad, tal y como se les ocurrió hacer a Adán y Eva poco menos que como estreno de su prometedora existencia. El pueblo igbo, que habita principalmente en una región del sudeste de Nigeria, también cuenta con su leyenda al respecto. Lo llamativo del caso es que para ellos la mortalidad no halla su origen en un castigo de ningún dios, sino en una especie de malentendido provocado por una actuación quizá no del todo diligente.
Según narra su tradición, cuando los hombres se percataron de que morirse también tenía a veces sus inconvenientes, decidieron enviarle un mensajero a Chuku, su dios supremo, para preguntarle si existía alguna manera de revertir la muerte, porque, de haberla, les gustaría conocerla a efectos de estudiar su aplicación inmediata. No obstante, por algún motivo que en aquel momento debía de estar clarísimo, eligieron a un perro como emisario, y además lo hicieron sin percatarse de que un sapo muy taimado estaba escuchándolo todo. Como tampoco resultaba complicado de prever, el perro se entretuvo por el camino haciendo cosas de perro, circunstancia que aprovechó el sapo para adelantársele. Por muy raro que resulte, parece que los dioses de los igbos no tenían nada en particular que reprocharles a los seres humanos; pero el sapo sí que debía de tenerlo, así que le croó a Chuku que le habíamos enviado para transmitirle el mensaje de que nos encantaba morirnos y bajo ningún concepto deseábamos volver a la vida terrena después de hacerlo. A la deidad le pareció una pretensión de lo más sensata y fácil de complacer, así que le aseguró al batracio que todos los hombres sin excepción morirían algún día y que ninguno resucitaría jamás, y que podía retirarse e ir a dejarnos tranquilos con su respuesta. Pero justo entonces llegó el perro, que al principio ni se enteró de que por allí había un sapo, y se puso a ladrar como si nada lo que le habían dicho que ladrase. Como hemos visto, Chuku era un dios más bien razonable, pero sospechar que le estaban tomando el pelo ya no le hizo tanta gracia, así que dijo que no, que haberse aclarado antes, que ahora todos a morir cuando tocase y para siempre. Es de suponer que entonces se inició algún tipo de debate forense entre perro y sapo, y parece que el primero, aunque distraído, era algo más elocuente o ladraba más alto, porque finalmente el dios se dejó persuadir un poco por sus motivos y concedió que los hombres podrían volver a la vida después de muertos si así lo deseaban; pero no con forma humana, sino con la que les tocase. No se dispone de estadísticas fiables acerca de qué número de muertos se han acogido hasta la fecha a semejante privilegio, pero se estima que es reducido.
Este relato siempre fascinó a Chinua Achebe por varios motivos. En primer lugar, no se trata de un patrimonio exclusivo de la religión de los igbos, sino que, en mayor o menor medida, puede oírse por casi toda África con pocas variaciones locales, referidas sobre todo al nombre de la divinidad ―que en algunas ocasiones puede incluso ser Dios o Alá―, a los animales implicados ―hienas, camaleones, lagartos, pájaros, serpientes…―, a los motivos por los que el emisario se retrasa, a si la iniciativa le corresponde a la deidad o a los mortales, a si se explica el método de inmortalidad o no… Incluso en algunas versiones sí que se puede volver con forma humana, pero reencarnado en otra persona. Lo que siempre permanece constante es la esencia del cuento: el fatalismo. Los hombres no lo hacen mal del todo. Quizá les falte algo de valor para comparecer en persona ante Chuku, que tampoco es que fuese un dios especialmente horroroso ―de hecho se le considera un ser eminentemente espiritual, por lo que hay poquísimas representaciones suyas―, pero la opción del perro tampoco parecía mala en principio, y lo cierto es que todo indica que el creador estaba dispuesto a concederles lo que hubiesen pedido. Sin embargo, el ser humano acaba perdiendo un don tan incalculablemente valioso por culpa de una enemistad que ni siquiera sospechaba sufrir.

Como no sea que no conviene encomendarle misiones excesivamente trascendentes a un animal, por mucha fama de fiel que tenga, resulta difícil deducir una moraleja de este mito: a diferencia de lo que ocurre en la mayor parte de las leyendas europeas, en el relato africano suele haber mucha más etiología que didáctica, al menos en apariencia. No obstante, Achebe sí que extraía un mensaje claro: el lenguaje es un regalo; no de los dioses en esta ocasión, sino de los antepasados que lo idearon, que fueron los mismos que imaginaron la historia del perro y el sapo para advertirnos de los peligros que conlleva ceder ese don dejando que otros hablen por ti. Al fin y al cabo, la mejor manera de agradecer un presente es usarlo con orgullo y alegría.
Achebe, a quién se le conoce como el padrino de la novela africana, instituyó ese principio de voz propia como el propósito que preside toda su obra: que el mensaje literario nigeriano sea narrado por nigerianos y no a través de la voz de los colonizadores, como había venido ocurriendo durante generaciones. Su compatriota, y en cierto modo discípulo, Ben Okri concuerda con él:
Si deseas envenenar a una nación, envenena sus historias. Una nación desmoralizada se cuenta historias desmoralizantes.
Ambos sabían bien de lo que hablaban: la desmoralización de la mayor parte de los pueblos africanos puede palparse tanto en su literatura canónica como en sus leyendas ancestrales, que tampoco suelen serlo tanto: el origen de la mayoría no se remonta más allá de mediados del siglo XIX ―al contrario de lo que suele creerse, la tradición oral en prosa tiene las patas muy cortas y rara vez persiste más de cuatro o cinco generaciones ―. “Todo se desmorona”, la primera y más exitosa novela de Achebe, es un buen ejemplo de ese desánimo endémico. Su éxito resulta indudable: ha sido traducida a unos cincuenta idiomas y de ella se han vendido más de once millones de ejemplares. Sin embargo, su historia y su espíritu rebosan pesimismo en todas sus páginas, comenzando por el título y terminando en su desgarrador último párrafo:
El Comisario se marchó y se llevó con él a tres o cuatro soldados. En tantos años como llevaba trabajando para llevar la civilización a diversas partes de África, había aprendido varias cosas. Una de ellas era que un Comisario de Distrito no debía asistir nunca a tareas tan poco edificantes como la de bajar a un ahorcado del árbol del que colgaba. Tal atención haría que los indígenas le tuvieran poco respeto. En el libro que estaba pensando en escribir iba a insistir en ese aspecto. Al volver al tribunal iba pensando en aquel libro. Cada día recogía más material. La historia de este hombre que había matado a un ujier y se había ahorcado resultaría interesante de leer. Casi se podría escribir todo un capítulo a su respecto. Bueno, quizá no todo un capítulo, pero en todo caso un párrafo bastante largo. Había muchas más cosas que incluir, y había que ser firme en cuanto a enredarse en detalles. Ya había escogido el título del libro, después de mucho pensárselo: La Pacificación de las Tribus Primitivas del Bajo Níger.
Afirmar que Chinua Achebe llegó a moverse en posiciones panafricanistas constituiría una exageración; pero sin duda se le puede definir como un defensor acérrimo de una identidad africana propia y emancipada de las visiones extranjeras, algo que él planteaba además como un derecho a reivindicar: el de los africanos a contar su propia historia desde su propio punto de vista y no como personajes secundarios, anecdóticos o instrumentales de una historia universal otorgada. Tal pretensión puede sonar muy digna y legítima, pero no es preciso ser un prodigio de la lógica para darse cuenta de que siempre que se reivindica un derecho se le reivindica a quien tiene potestad física o legal para negarlo, lo cual implica asumir una posición de inferioridad, tal y como los hombres asumían que Chuku tenía en su mano negarles el derecho a la vida eterna.
Otra contradicción aparente dentro de la obra literaria de Achebe es que la escribió por entero en inglés y no en su lengua materna, el igbo. En uno de sus ensayos, afirmaba que la historia, al haber ido modelando su país tal y como es, había obligado a los nigerianos a tragarse el inglés. Nigeria es el sexto país más poblado del mundo, con 223 millones de habitantes, y en él coexisten cuatro etnias mayoritarias ―hausa, fulani, yoruba e igbo― y unas doscientas cincuenta minoritarias ―que no vamos a nombrar aquí―, por lo que en un territorio que no llega a ocupar el doble que España se hablan cotidianamente alrededor de quinientas lenguas, casi todas ellas muy diferentes entre sí. Con semejante mosaico resulta muy útil, si no imprescindible, contar con una lengua franca independiente, cuyo uso no implique la preponderancia de una parte de la población sobre el resto. El problema para el planteamiento de Achebe es que ese revoltijo no fue creado por los propios nigerianos ni por ninguna diosa llamada Historia, como él sostenía, sino por la propia Inglaterra de la que tomaron el idioma. Si Nigeria existe como país y tiene la extensión que tiene, es porque así les vino bien a los colonizadores europeos; y lo mismo puede decirse de casi todos los Estados africanos actuales.

Por otra parte, es fácil dar por hecho que el pueblo igbo lleva ahí toda la vida, o incluso que se codeó con los antiguos egipcios ―como afirma su folklore y el de otras muchos tribus africanas o incluso de fuera del continente―; pero la terca realidad es que no asumió una identidad única y diferenciada hasta el siglo XIX, precisamente cuando varias venturas británicas alcanzaron sus costas en busca de esclavos. Hasta entonces, cada aldea vivía prácticamente aislada de las demás y, salvo por escaramuzas o comercio precario con sus vecinas más inmediatas, sus vínculos se reducían a ciertas constantes culturales y a hablar dialectos de un tronco común, aunque generalmente ya muy diferenciados. Fue esa agresión irresistible llegada del mar lo que amalgamó, tan forzosa como inútilmente, a todas aquellas tribus.

Con tanta contradicción interna y falta de solidez argumental, las posiciones políticas de Achebe fueron acercándose a la absurdez a medida que envejecía y se iba atrincherando en ellas. No obstante, eso no le resta el más mínimo mérito al puñado de obras maestras que concluyó ni podrá desbancarle nunca de su lugar preeminente dentro de las letras africanas. Nacido el 16 de noviembre de 1930 y muerto el 21 de marzo de 2013, Chinua Achebe sigue siendo, junto con Fela Kuti, la mayor gloria nacional nigeriana, al menos por lo que se refiere al mundo de la cultura ―futbolistas buenos han tenido muchos―; y ello con una obra no especialmente extensa: apenas cinco novelas y varios libros compiladores de relatos, poemas, ensayos y artículos. Su nombre completo era Albert Chinualumogu Achebe. Según declaró él mismo, le pusieron Albert en honor al llorado consorte de la reina Victoria, algo que en seguida consideró una especie de tributo a la metrópoli conquistadora, de modo que dejó de usarlo ya en su época colegial ―en una escuela colonial inglesa, por supuesto―. En cualquier caso, la cuestión onomástica no fue más que una de las múltiples aristas del complejo poliedro cultural en cuyo seno se crió. Mientras que sus padres se habían convertido al cristianismo anglicano y hacían todo lo posible por britanizarse, otros miembros destacados de su familia y vecindario permanecían fieles al culto tradicional igbo: una mezcla de animismo y politeísmo no demasiado sencilla de comprender en la que cada ser humano tiene su propio espíritu guía, denominado chi ―Chuku, por ejemplo, es un apócope de dos palabras igbo que significan “chi supremo”―. Aunque nunca llegó a creer en su existencia, ese concepto de inquebrantable compañero y maestro sobrenatural le fascinó desde pequeño. Lejos de apartarle de su cultura, en más de una ocasión manifestó que el haber sido educado como cristiano le había concedido la capacidad de observar la fe igbo con la distancia necesaria como para ser objetivo:
La distancia no se vuelve separación, sino ligadura, como cuando necesitamos dar un paso atrás para contemplar un cuadro en toda su integridad y esplendor.

Al igual que les ocurrió a los galeses John Cale y Richard Burton, Achebe no comenzó a familiarizarse con el inglés hasta que con ocho años acudió a una escuela donde no sólo era la lengua vehicular, sino la única permitida, y ello por motivos más prácticos que políticos: no había otra manera de que los profesores se entendiesen con los alumnos e incluso entre ellos. Allí también entró en contacto con un subgénero de narraciones ambientadas en África cuyo primer exponente fue “Las minas del rey Salomón”, de Henry Rider Haggard (1885). El tremendo éxito de esta novela acuñó el denominador común de presentar al África negra como una tierra fantástica en la que cualquier maravilla u horror eran posibles y a sus habitantes poco menos que como extraterrestres, humanos para unas cosas y no del todo para otras. En cualquier caso, y a pesar de las apariencias, no había ninguna intención denigratoria en ello: realmente era como aquellas tierras desconocidas y sus nativos se percibían entonces desde el mundo blanco. Y, desde luego, tampoco puede negarse que se generaron obras de gran calidad literaria y muy distintas entre sí, como “Tarzán de los monos”, de Edgar Rice Burroughs (1912), varios cuentos de Emilio Salgari o “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad (1899), de la que tendremos que hablar un poco más adelante.

Quizá no pueda incluirse en esa selección “El Preste Juan”, de John Buchan (1910) ―gobernador de Canadá entre 1935 y 1940 y autor también de “Los 39 escalones” (1915)―, de la que a Chinua Achebe le llamó especialmente la atención la frase siguiente: “Ésa es la diferencia entre un blanco y un negro: el don de la responsabilidad”. Según relató él mismo, aquella dicotomía basada en el color le resultó incomprensible. La trama de la novela se desarrolla entre zulúes, en Sudáfrica: un pueblo y un país que al joven Chinua le sonaban tan extranjeros y distantes como los rusos o los mejicanos. Fue de ese modo como se percató de que para el común de los colonizadores los negros eran negros y no había diferencias significativas entre ellos, pero sí muchas con los blancos, y no precisamente favorecedoras. Hasta entonces, tal y como confiesa en su ensayo “African Literature as Restoration of Celebration” (1990) ―aún no traducido al castellano―, él nunca se había considerado “africano” ni “negro” como algo que le definiese, y estaba acostumbrado a percibir a los personajes literarios blancos como buenos, sensatos, civilizados, inteligentes y valientes: como él ―¿o es que alguien se ha visto de otra manera cuando era pequeño?―; mientras que los bárbaros que se rebelaban contra ellos eran siniestros y estúpidos o, como mucho, un puñado de listillos traicioneros y crueles. En sus propias y expresivas palabras: “I hated their guts” (“Les odiaba hasta las entrañas”).

Más tarde, ya en la Universidad de Ibadán, de una de cuyas primeras promociones formó parte ―considerada en la actualidad una de las universidades más importantes de África, fue fundada en 1948―, se topó con la novela “Mister Johnson”, de Joyce Cary (1939), que se refería específicamente a Nigeria y a los igbos, puesto que el autor había servido como funcionario en su Colonial Office. Según la revista Time, a cuya lectura Achebe era muy aficionado, se trataba de la mejor novela jamás escrita sobre África. Confiado en esa reseña y con su mejor intención de disfrutar de la lectura, se topó con que Cary no le había tenido en cuenta como posible lector, puesto que hablaba de su pueblo como de salvajes envidiosos que, incapaces técnica e intelectualmente de aprovechar la riqueza que los rodeaba, no se diferenciaban mucho de “un hatajo de ratas ocupando un palacio”. Sin embargo, más allá de aquellas inesperadas ofensas cargadas de odio y asco, era precisamente la presentación de los negros como un todo homogéneo y deshumanizado, idénticos entre sí y separados de los hombres civilizados por milenios de salvajismo y, peor aún: por su raza, lo que indignó y asustó a Achebe. Por supuesto, comprendía que toda ficción literaria es ficticia; pero eso no evitó que fuese surgiendo en él el pensamiento de que también puede ser veraz o falsa atendiendo a su imparcialidad, a su falta de intereses espurios, a sus intenciones políticas o, en definitiva, a su integridad o escasez de ella. Para él, ninguna rama de la literatura tiene más poder de influencia moral sobre el lector que la narrativa, y eso es algo que un escritor nunca debe perder de vista.

Precisamente ésa era la idea que tenía en la cabeza cuando se puso a escribir “Todo se desmorona”, su primera novela y, como les ha ocurrido a tantos autores, la que le dio casi toda su fama y marcó el resto de su carrera. Fue publicada en 1958, cuando Nigeria aún no era independiente, y aunque en un principio iba a tratarse de una historia mucho más larga, finalmente optó por recortarla y emplear el resto del material en las dos novelas con las que acabaría formando una trilogía: “Me alegraría de otra muerte” (1960) ―otro buen ejemplo de la sorprendente inventiva de los tituladores españoles; en realidad, su título original es “No longer at ease”, que podría traducirse más bien como: “ya no estoy a gusto”― y “Flecha de Dios” (1964).
Okonkwo era muy conocido en las nueve aldeas e incluso más allá. Su fama se basaba en unos éxitos personales considerables. Cuando era un muchacho de dieciocho años había dado honra a su pueblo al vencer a Amalinze El Gato. Amalinze era el gran luchador invicto desde hacía siete años, desde Umuofia hasta Mbaino. Lo llamaban El Gato porque nunca daba con las espaldas en tierra. Ese era el hombre al que derribó Okonkwo en una pelea que los ancianos convenían había sido la más dura desde que el fundador de su pueblo combatió siete días y siete noches con un genio de la espesura.
Así, de esa manera tan confusa para un europeo, y seguramente para cualquiera que no sea igbo, comienza “Todo se desmorona”. Podemos entender que Okonkwo y Amalinze son dos guerreros que practicaban algún tipo de lucha deportiva o ritual, e incluso intuir que las nueve aldeas conforman una especie de comarca; pero poco más. Achebe tardó unos tres años en escribirla. En ese tiempo se había mudado a Lagos para trabajar en la radio pública nigeriana, que por aquel entonces era una especie de versión ecuatorial de la BBC, que incluso trasladaba allí personal desde Londres. Aquella aparente cercanía con la metrópoli le animó a enviar su manuscrito, en el sentido literal de “escrito a mano”, a una oficina de mecanógrafos londinense que había visto anunciada en The Observer; pero no fue una buena idea.
Tras recibir una primera carta en la que estos señores le exigían una provisión de fondos de veintidós libras ―una cifra muy elevada para cualquiera en aquellos años, pero mucho más para el común de los nigerianos―, los meses comenzaron a pasar uno tras otro y no volvió a tener noticias suyas. Ante la falta de respuestas a sus cartas pidiendo explicaciones, Achebe comenzó a vislumbrar la posibilidad de haber perdido sus veintidós libras y el trabajo de tres años, y aquella perspectiva le resultó tan desmoralizante que decidió abandonar la literatura. Por suerte, al poco tiempo una compañera inglesa tenía que regresar a su país y prometió pasarse por las oficinas de los mecanógrafos. Así lo hizo, y lo que se encontró fue que el legajo había sido depositado en una esquina donde el polvo lo iba enterrando con su ritmo obstinado. Tras montarles el oportuno pollo, esa panda de estafadores se puso a hacer su trabajo, si bien de mala gana y enviándole a Achebe una única copia mecanografiada, cuando lo habitual era realizar al menos tres, y sin retornarle el original.
Volviendo a arriesgarse a perder su novela, el escritor se la remitió al agente literario londinense Gilbert Phelps, que demostró ser bastante más profesional. Tras considerar que el libro merecía ser publicado, se puso a moverlo entre sus contactos, cosechando un rechazo tras otro hasta que prácticamente sólo le quedó la opción de la editorial Heinemann, hoy desaparecida, pero que en aquellos tiempos, y hasta finales de los años noventa, era una de las más prestigiosas de las letras en inglés ―de hecho, los actuales propietarios de sus diferentes secciones siguen utilizando ocasionalmente su sello, tal y como en España se hace con Bruguera―. El único inconveniente que presentaban estos editores era que no solían publicar obras de ficción; pero, a pesar de ello, la novela causó tal extrañeza y desorientación entre el equipo de lectura que fue subiendo peldaños en la jerarquía de la empresa hasta llegar al mismísimo director, un señor llamado Alan Hill, al que le pareció muy buena. No obstante, tal y como el propio Hill declararía posteriormente, aquel manuscrito les colocó ante un buen dilema: “¿Era realmente posible que alguien comprase una novela escrita por un africano? No había precedentes”.
Lo cierto es que sí que los había. Los también nigerianos Amos Tutuola y Cyprian Ekwensi habían publicado sendas novelas unos años antes: “El bebedor de vino de palma” (1952) y “People of the City” (1954), respectivamente. Ambas habían sido un éxito entre los intelectuales ―Dylan Thomas, por ejemplo, se deshizo en elogios hacia Tutuola― y un completo fracaso en las librerías. Se daba el caso, además, de que si bien esos dos libros ya podían ser considerados novelas africanas, aún seguían la ortodoxia narrativa europea y, de algún modo, estaban dirigidas a los lectores británicos, a los que se esforzaban por explicarles hasta las cosas más nimias de la vida cotidiana de los nigerianos. “Todo se desmorona”, en cambio, suponía una ruptura muy acusada con lo anterior. Achebe no tenía ni la más mínima intención pedagógica: si el lector deseaba entender plenamente los comportamientos de los personajes, habría de ser por intuición o porque le diese por informarse a través de otras fuentes, ¿o acaso Unamuno, Proust o Dickens habían tratado de presentarle al mundo la mentalidad y costumbres de españoles, franceses e ingleses? Por si fuera poco, “Todo se desmorona” exponía con toda su crudeza cómo el contacto con las casacas rojas y las sotanas de treinta y nueve botones obligó a los igbos a saltar en pocas semanas de la edad del hierro a la contemporánea. Todo ello, además, narrado por primera vez desde el punto de vista de alguien fuerte y admirado en su tribu que, de pronto, se ve desorientado y avasallado por las circunstancias; de ahí su título, que pretende ser un reflejo de la mayor zozobra que pueda sentir un ser humano: algo parecido a verse zarandeado por un terremoto o arrastrado por una masa de agua. Desde luego, aquel proyecto editorial no prometía hacer rico a nadie; sin embargo, Alan Hill tomó la decisión de publicarlo. En su obituario, aparecido el 22 de diciembre de 1993, The Independent se refería a él de la siguiente manera:
Alan Hill fue el editor de libros educativos más imaginativo de su época. Chinua Achebe, el novelista nigeriano, lo describió como: “un visionario que, junto con un pequeño grupo de colegas, levantó de la nada la mayor editorial de libros educativos de la Commonwealth”.
Evidentemente, “Todo se desmorona” no es un libro educativo. Se puede entrar en contacto con la cultura igbo mediante su lectura, por supuesto, pero sin perder de vista que se trata de una novela, donde el único rigor exigible es el que imponga la narración y donde la fantasía del autor debe fluir con tanta libertad como él desee; y en este caso el escritor deseó que fuera mucha. En realidad, Umuofia, como se denomina el conjunto de poblados igbos en los que transcurre la acción, no existe: es tan ficticio como el Yoknapatawpha de Faulkner o el Macondo de García Márquez. El elemento temporal tampoco queda del todo claro, aunque podemos deducir que nos hallamos a principios del siglo XX ―una referencia que para los igbos de aquellos días no significaba absolutamente nada―. Achebe emplea el comienzo de la novela para presentar a la familia y el poblado de Okonkwo, creando así el escenario sobre el que se irá desarrollando la acción, cuyo punto de partida es la llegada de Ikemefuna, un muchacho de fuera de Umuofia, a casa del protagonista, donde pronto se convertirá en un hermano para el verdadero hijo carnal de éste, Nwoye.

Hasta ahí, un lector no excesivamente familiarizado con las costumbres de estas tribus ya ha podido encontrar varios motivos de extrañeza; pero el primero de estupefacción le llegará cuando se entere de que si Ikemefuna ha sido entregado a Okonkwo, no es sino porque el padre biológico de aquél ha matado a una mujer del poblado y, a continuación, ha ofrecido a uno de sus hijos y a una joven virgen ―que nadie explica de dónde ha sacado― como compensación: un acuerdo que a los habitantes de Umuofia les ha parecido lo más normal y sensato del mundo. Como podemos comprobar, la individualidad, la libertad, la dignidad y algo parecido a los derechos humanos no eran precisamente los signos distintivos de esta cultura; pero tampoco parece que echasen demasiado en falta todas esas cosas.

A continuación, el relato se vuelve más bien plácido y entra en su fase más cercana al documental para narrar los tres años siguientes, marcados sobre todo por el ciclo de las cosechas, supeditado a la dictadura del calendario de liturgias ―y no a la inversa, algo que quizá no constituyese la opción más eficiente―; pero también por las disputas domésticas, que muchas veces encuentran su origen en un sistema poligámico no del todo bien organizado. Achebe aprovecha para mostrar la forma de expresarse de los habitantes de Umuofia, algo lírica y alambicada, así como repleta de metáforas y referencias a hechos notables de la historia del poblado que todos conocen muy bien y mediante cuya acumulación han ido formando una especie de cuerpo consuetudinario tendente a la mitología:
Tres años estuvo Ikemefuna viviendo en casa de Okonkwo y parecía que los ancianos de Umuofia se hubieran olvidado de él. Crecía aprisa, como un tallo de ñame en la estación de las lluvias, y estaba lleno de fuerza vital.
No obstante, y a pesar de la apariencia bucólica del estilo narrativo, Achebe no pinta un retrato especialmente idílico de la vida de los igbos. Para empezar, dependen tanto del ñame como los hombres primitivos dependían del fuego. Por si alguien no lo sabe, el ñame es una planta endémica del sur de Nigeria que desarrolla unos tubérculos enormes, de más de un metro de longitud y que pueden llegar a pesar 80 kilos. Tiene además la particularidad de que, incluso en un clima ecuatorial como aquél, puede aguantar varios meses almacenado en perfecto estado de consumo. Aunque en la novela se loa como una especie de delicia, lo cierto es que su gusto tampoco debe de ser nada espectacular, puesto que la costumbre es sazonarlo con aceite de palma. La sospecha que anida en el lector es que, más que el del propio fruto, es el sabor de la riqueza lo que les apasiona, porque la opulencia de una familia se mide por el número de estacas de ñame que puede plantar en cada temporada. En una economía de trueque no existe el dinero, lo que en la práctica significaba si la cosecha era mala ―algo que, como podemos suponer, dependía casi por completo del azar―, el hambre en el poblado resultaba inevitable, dado que no había nada que intercambiar con quien hubiese tenido mejor suerte. Lo más seguro era que ese año muriesen casi todos los bebés y una gran parte de los niños pequeños; y no se trataba de una desgracia que se diese cada mucho tiempo, sino que solía ocurrir al menos una vez al lustro.

Ser bebé igbo no era fácil, y mucho menos si se tenía un gemelo, porque eso quería decir que uno de los dos hermanos era un espíritu maligno que trataba de hacerse pasar por una persona, y como a priori no se podía saber cuál de los dos era el malo, se los abandonaba a ambos en la selva ―y problema resuelto―. Y tampoco eran las únicas maneras absurdas de las que podía morir un niño igbo en aquellos tiempos. En un pasaje crucial de la novela, uno de los brujos o augures de la tribu decide que Ikemefuna debe ser ejecutado porque sí, porque es inevitable y porque es lo que hay que hacer, de modo que lo sacan del poblado para darle muerte, presumiblemente para que su espíritu no se quede rondando por ahí:
Uno de los hombres que iban detrás de él carraspeó. Ikemefuna miró hacia atrás y el hombrele gruñó que siguiera y no se quedara parado mirando hacia atrás. La forma en que lo dijo hizo que a Ikemefuna le recorriese la espalda un escalofrío de miedo. Le temblaron vagamente lasmanos en el pote negro que llevaba en la cabeza. ¿Por qué se había retirado Okonkwo hacia la retaguardia? Ikemefuna sintió que se le doblaban las piernas. Y le dio miedo mirar hacia atrás.
Cuando el hombre que había carraspeado sacó el machete y lo atravesó. Le daba miedo quelo considerasen débil. Ikemefuna gritaba: «¡Padre, me han matado!», mientras corría hacia él.Ciego de miedo, Okonkwo sacó el machete y lo atravesó. Le daba miedo que lo considerasen débil.
No obstante, a pesar de las apariencias, los igbos de “Todo se desmorona” sí que tienen sentimientos. De hecho, uno de los rasgos más celebrados de Achebe es que no se limita a describir la vida del poblado como si se tratase de un ensayo, sino que tal vida corre paralela a las emociones:
Okonkwo estaba sentado en su obi mascando contento con Ikemefuna y Nwoye, y bebiendo cantidades copiosas de vino de palma, cuando entró Ogbuefi Ezeudu. Ezeudu era el más anciano de aquella parte de Umuofia. En sus tiempos había sido un guerrero grande e intrépido, y ahora el clan le tenía mucho respeto. Rechazó participar en la comida y preguntó a Okonkwo si podía hablar una palabra con él fuera. De forma que salieron juntos, el viejo apoyándose en su bastón.Cuando ya no los podía oír nadie, le dijo a Okonkwo:
—Ese muchacho te llama padre. No tengas nada que ver con su muerte. —Okonkwo se quedó sorprendido y estaba a punto de decir algo cuando continuó el anciano:
—Sí, Umuofia ha decidido matarlo. El Oráculo de los Cerros y de las Cuevas así lo ha decidido. Se lo llevarán fuera de Umuofia, como es costumbre, y lo matarán allí. Pero no quiero que tengas nada que ver con eso. Te llama padre.
En muchos sentidos, “Todo se desmorona” actúa como una tabla de gimnasia muy dura para la intuición de un lector de cultura europea, que va a errar en sus suposiciones una y otra vez. Lo que de un modo automático se presuma bueno o malo, tanto en el sentido moral como en el práctico, seguramente no coincida con la visión de los personajes. Un buen ejemplo es el siguiente:
Así fueron pasando las lunas y las estaciones. Y después llegaron las langostas. Hacía muchos años que no pasaba aquello. Los ancianos decían que las langostas venían una vez por generación, reaparecían todos los años durante siete años y después volvían a desaparecer por el espacio de una vida. Se volvían a sus cuevas en un país remoto, donde estaban custodiadas por una raza de hombres raquíticos. Y después, al cabo de otra vida, aquellos hombres volvían a abrir las cuevas y las langostas volvían a caer sobre Umuofia.
No conozco a nadie que no identifique a las langostas con la plaga por excelencia. Comparten con Atila el título de azote de Dios y las referencias a ellas como el mayor de los males han sido constantes en nuestra cultura, desde la Iliada o la Biblia hasta películas como “The Day of the Locust” (“Como plaga de langosta”), de John Schlesinger (1975). Podemos encontrarlas de un modo similar en murales egipcios; en tablillas asirias; en los diarios astronómicos babilónicos, donde son equiparadas a un meteoro; en el Corán; en códices mesoamericanos ―han sido propuestas como uno de los desencadenantes del colapso de la civilización maya―; sabemos que Chindasvinto tuvo que ordenar el cierre temporal de los tribunales de justicia por culpa de ellas… Con buenos ojos nunca han sido vistas; pero parece que los igbos tenían una opinión algo distinta:
Y entonces, de repente, cayó sobre el mundo una sombra y pareció que el sol quedaba escondido bajo una nube densa. Okonkwo levantó la vista de su trabajo y se preguntó si iba a llover en un momento tan rato del año. Pero casi inmediatamente sonó un grito de alegría por todas partes y Umuofia, soñolienta en la neblina del mediodía, despertó a la vida y a la actividad.
—Están bajando las langostas —gritaban alegremente por todos lados, y hombres, mujeres y niños dejaron su trabajo o sus juegos y salieron a terreno abierto a ver aquel espectáculo tan raro.
Hacía muchísimos años que no llegaban las langostas, y los ancianos eran los únicos que las habían visto antes.
Al principio fue una nube relativamente pequeña. Eran las exploradoras, llegadas para estudiar el territorio. Y después apareció en el horizonte una masa que avanzaba lentamente, como una sábana interminable de nubes negras que iban a la deriva hacia Umuofia. En un momento taparon la mitad del cielo, y ahora la masa sólida estaba rota por ojos diminutos de luz como un brillante polvo de estrellas. Era un espectáculo enorme, lleno de fuerza y de belleza.
Todo el mundo había salido a la calle y hablaba nervioso y rezaba para que las langostas pasaran la noche en Umuofia. Pues, aunque hacía muchos años que no venían las langostas a Umuofia, todo el mundo sabía instintivamente que eran muy buenas de comer. Y por fin descendieron las langostas. Se posaron en todos los árboles y en todas las briznas de hierba; se posaron en los tejados y taparon el suelo desnudo. Bajo su peso se rompieron las ramas de árboles muy fuertes, y todo el país adquirió el color de tierra parda del enorme enjambre hambriento.
Mucha gente salió con cestos a tratar de cogerlas, pero los ancianos aconsejaron paciencia hasta la caída de la noche.
Y tenían razón. Las langostas se asentaron en los arbustos para pasar la noche y el rocío les mojó las alas. Entonces salió todo Umuofia, pese al frío harmattan, y todo el mundo llenó de langostas bolsas y cántaros. A la mañana siguiente las asaron en ollas de barro y después las pusieron al sol hasta que se secaron y se pusieron corruscantes. Y durante muchos días se comió aquel raro manjar sazonado con aceite de palma.
Durante toda la novela pesa el principio de que la tradición es importante porque mantiene a la gente unida en el seno de una identidad común. No obstante, poco a poco vamos descubriendo que no es la opinión del escritor, sino que se trata de una creencia propia de los personajes que se acaba demostrando falsa. Como muy acertadamente observó James George Frazer en “La rama dorada” (1890) ―si no lo ha leído, léalo: casi todo lo que en él se cuenta es falso, inexacto o está malinterpretado por el autor; pero en su conjunto es un libro apasionante (y, según nos cuenta Raymond Chandler en “El largo adiós” [1953], el favorito de Philip Marlowe, así que algo bueno tendrá…)―, la irracionalidad a la que tiende toda norma cuya causa se ha olvidado hace que deje de respetarse como ley y pase a temerse como superstición, lo que puede acabar provocando el efecto contrario al pretendido en su origen. Así, la absurda ejecución de Ikemefuna y la participación de Okonkwo en ella hacen que su hijo superviviente pierda la confianza en él y, por ende, en su propia cultura, de la que ya había comenzado a dudar tras un episodio con un gemelo repudiado:
En cuanto volvió su padre aquella noche, Nwoye comprendió que habían matado a Ikemefuna, y pareció que algo se hundía en su interior, como cuando cede un arco tenso. No lloró. Se quedó impasible. No hacía mucho tiempo que había tenido el mismo tipo de sensación, durante la última recolección. A todos los niños les encantaba la temporada de la recolección. Los que eran lo bastante mayores para llevar, aunque fuera sólo unos pocos ñames en un cestito, se iban a los campos con los mayores. Y si no podían ayudar a sacar los ñames, podían ir juntos a buscar leña para asar los que se iban a comer directamente en el campo. Aquel ñame asado y empapado en aceite rojo de palma y comido en campo abierto sabía mucho mejor que cualquier comida hecha en casa. Fue al cabo de uno de aquellos días en el campo, durante la última cosecha, cuando Nwoye había sentido por primera vez una sensación interna de ruptura como la que sentía ahora. Volvían a casa con cestos llenos de ñames desde un campo distante al otro lado del río cuando oyeron la voz de un niño pequeño que gritaba en la selva. Cayó un silencio repentino sobre las mujeres, que habían estado hablando, y aceleraron el paso. Nwoye había oído decir que cuando había gemelos se los metía en cántaros de cerámica y se los tiraba al bosque, pero nunca se había encontrado con ellos. Se apoderó de él un vago temblor y pareció que se le hinchaba la cabeza, como le ocurre a quien anda solo por la noche y se encuentra en el camino con un espíritu maligno. Después algo se hundió en su interior. Esa sensación volvió a invadirlo aquella noche, cuando volvió su padre después de matar a Ikemefuna.
No parece sorprendente, en consecuencia, que los más jóvenes y los que más habían sufrido las consecuencias de sus costumbres caprichosas fuesen los primeros en abrazar el cristianismo cuando los misioneros tomaron contacto con las tribus de la zona. Por supuesto, para disgusto de Okonkwo, Nwoye no tarda en unirse a ellos.

Los misioneros son británicos, ignoran por completo la cultura local y, en general, no parecen excesivamente interesados en comprenderla; sin embargo, se portan con los negros con cierta amabilidad. Uno de ellos incluso lo hace con respeto, y ese tipo de detalles, poco a poco, va convirtiéndose en la perdición para los igbos más conservadores:
—¿Qué ha pasado con el campo que estaba en disputa? —preguntó Okonkwo.
—El tribunal del hombre blanco ha decidido que pertenezca a la familia de Nnama, que dio mucho dinero a los ujieres del hombre blanco y al intérprete.
—¿Entiende el hombre blanco nuestras costumbres acerca de la tierra?
—¿Cómo va a entenderlas, cuando ni siquiera habla nuestro idioma? Pero dice que nuestras costumbres son malas, y nuestros propios hermanos que han adoptado su religión también dicen que nuestras costumbres son malas. ¿Cómo crees que podemos luchar cuando nuestros propios hermanos se han vuelto contra nosotros? El hombre blanco es muy listo. Llegó aquí tranquilo y pacífico, con su religión. Nos reímos de sus tonterías. Y le dejamos quedarse. Ahora se ha llevado a nuestros propios hermanos y nuestro clan ya no puede actuar unido. Ha metido un cuchillo en las cosas que nos mantenían unidos y nos hemos derrumbado.
Hoy parece evidente que en su momento el libro de Achebe no fue entendido en Europa y América ―resulta difícil saber si lo fue en África―. En general, se alabó su retrato involuntario de la forma de vida de los igbos; pero las críticas y reseñas prácticamente no dijeron nada acerca de sus virtudes literarias. Por poner un ejemplo que aún hoy genera sonrojos, el New York Times no acertó con la grafía de ninguno de los nombres de los personajes, llegando a alcanzar la gesta de escribir el de Okonkwo de siete maneras distintas, ninguna de ellas correcta. Y si la forma ya dejó mucho qué desear, el fondo se olvidó por completo de sus funciones crítica e informativa y se convirtió en una elegía cursi a las últimas “sociedades primitivas”, a las que el nostálgico reseñador debía de tener un especial aprecio. The Listener, por su parte, trató de halagar a Achebe felicitándole por su estilo claro y crudo, “libre del dandismo afectado en el que suelen incurrir los negros”. El británico Honor Tracy acusó a Achebe de hipócrita y le dio a elegir entre el trabajo de su abuelo, fuese éste el que fuese ―que lo desconocemos―, y su acomodada posición en la radio de Lagos, dando la impresión de haber entendido que “Todo se desmorona” era un elogio romántico de un montón de salvajadas.
Achebe fue también tachado de emplear un lenguaje folk impostado, como si atribuyera a los igbos la forma en la que suelen hablar los salvajes de las películas. En realidad, se había esforzado en trasladar al inglés giros igbos intraducibles a cualquier lengua indoeuropea, lo que en algunos casos podía sonar pintoresco, pero de ningún modo caricaturesco. Achebe sostenía que para reflejar la herencia africana en la literatura resultaba preciso crear una suerte de “nuevo inglés”, del mismo modo que se había ido formando un lenguaje propio de los relatos del Oeste americano o, en un paralelismo quizá más aproximado, tal y como había hecho Rudyard Kipling en sus narraciones indias.
No obstante, quizá las críticas más feroces le llegaron desde su propio continente, en el que se le reprochaba que emplease la lengua de los conquistadores para crear literatura africana. Hemos de tener en cuenta que la mayor parte de esos ataques llegaban desde Kenia, de hablantes de suajili, un idioma que aspira a convertirse en la lengua franca del África negra y que en la actualidad tienen como materno noventa millones de personas, mientras que el igbo apenas llega a los dieciocho. En cualquier caso, el núcleo de la cuestión radica en que hasta el momento nadie ha conseguido determinar en qué consiste la “literatura africana”, ni mucho menos cuáles son sus reglas. En 1962, en plena efervescencia de las emancipaciones en el continente, se celebró en Uganda un congreso de escritores, críticos literarios y otros intelectuales que tenía como único objetivo aclarar todas esas cuestiones. El fracaso resultó tan memorable que ni siquiera consiguieron consensuar qué debía considerarse “africano” ―entiendo que con “literatura” ya no les dio tiempo a ponerse―.
En cualquier caso, Achebe tuvo una participación destacada en ese congreso y conoció a muchos jóvenes literatos, a algunos de los cuales consideró que merecía la pena ayudar. Cuando se lo planteó a Hill, éste le propuso que dirigiese él mismo una colección de autores africanos para darlos a conocer en el resto del mundo, y él aceptó; con una única condición: no recibir ninguna remuneración por su trabajo, algo que el editor nunca llegó a comprender del todo, pero que aceptó de muy buen grado. Flora Nwapa, John Munonye o Ayi Kwei Armah publicaron sus primeros libros en esa colección, evidentemente en inglés. Según dijo Achebe: “una gran novela pueda alterar la situación mundial”, pero probablemente no si está escrita en igbo, kikuyu, wólof o fante. En inglés sí.

El sello fue todo un éxito y Achebe se mantuvo una década en su dirección. Años más tarde, sin embargo, la editorial Heinemann revelaría que la serie habría resultado insostenible sin las ventas que proporcionaban los libros del propio Achebe: el resto resultaron deficitarios.

Nigeria obtuvo la independencia en 1960 y, prácticamente desde el primer día, entró en un periodo de agitación política y gran violencia. En 1967, tras dos golpes de Estado que desembocaron en sendas olas de odio genocida y pogromos contra los igbos, éstos proclamaron la famosa República de Biafra, lo que ya desencadenó una guerra civil al estilo balcánico. Como les ocurre a muchos intelectuales en este tipo de conflictos, Achebe no tardó en convertirse en alguien perfectamente fusilable por ambos bandos ―tal y como se definió a sí mismo Chaves Nogales en la del 36―. Por un lado, era igbo, lo cual ya suponía un motivo más que suficiente para que unas tres cuartas partes de la población nigeriana estuviesen deseando cortarle el cuello; por otro, en su sátira política “Un hombre del pueblo” (1966), que se publicó como su cuarta novela, profetizó un golpe de Estado de un modo tan ajustado a la posterior realidad que muchos igbos consideraron que les había traicionado conspirando contra ellos. A pesar de todo, se significó de un modo activo y decidido a favor de la independencia de Biafra. Abandonó la narrativa y se centró en la poesía, dado que consideraba que el momento histórico precisaba de él una literatura más directa y rápida de producir. Además, viajó a Londres expresamente para llamar la atención sobre la guerra y pedir apoyo. Igualmente participó en la redacción de los Principios de la Revolución de Biafra: una especie de boceto de constitución.

No obstante, a pesar de sus esfuerzos, el Reino Unido no sólo no apoyó en medida alguna a Biafra, sino que, con la insólita ayuda simultanea de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, respaldó al ejército nigeriano a la hora de aplastar a la naciente república, que finalmente se vio obligada a rendirse en 1970. La cifra de igbos muertos se calcula entre uno y tres millones, una horquilla casi más escandalosa por su indiferente laxitud que por su volumen. El Gobierno nigeriano aisló a la provincia rebelde y utilizó la hambruna como un arma de asedio. Según Conor Cruise O´Brien, diplomático irlandés que viajó a conocer la situación por su cuenta, en lo peor de la escasez entre cinco mil y seis mil personas, la mayoría de ellas niños, morían cada día de pura inanición. Por muy duro que suene, con ayuda externa o sin ella, el recién estrenado Gobierno de Nigeria mató en menos de tres años a más víctimas de las que había causado un siglo y pico de colonialismo británico, esclavismo incluido.
El trauma de Biafra alteró las bases del Estado nigeriano, ya de por sí precarias desde un principio, y llevó a décadas de inestabilidad política, por utilizar un término amable. Achebe se desesperó y decidió que allí ya no tenía mucho más que hacer, así que en los años setenta se trasladó a los Estados Unidos, donde se colocó como profesor universitario y comenzó a radicalizar sus posiciones. Tras constatar la explosión de brutalidad que estaba asolando la África postcolonial, optó por culpar de todo a las antiguas metrópolis y dedicó sus ensayos a analizar diversos aspectos del colonialismo que hasta entonces no se habían puesto de manifiesto. En concreto, por lo que se refiere a la política cultural, Achebe acuñó el término de “crítica colonialista”, que, a su modo de ver, encuentra sus principales características en la deshumanización consciente o inconsciente de los personajes africanos, así como en la percepción del escritor africano como una especie de escritor europeo incompleto que, con mucha paciencia y la ayuda adecuada, quizá un día alcance las cotas a las que aspira y, finalmente, en la presunción de que el subdesarrollo económico está ligado a una ausencia de desarrollo intelectual, “como si se pudiese conocer la capacidad artística de un pueblo evaluando el estado de sus cañerías”.

Su sorpresa fue que ese tipo de actitudes y prejuicios no eran patrimonio exclusivo de las potencias coloniales europeas, sino que en los propios Estados Unidos de América, nación cuya lucha por la independencia y la libertad nos sabemos todos de memoria gracias a las películas y las series, se veían exacerbadas, hasta el punto de que cuando un alumno se enteró de que Achebe iba a impartir Literatura africana comentó sin la más mínima mala intención que él no tenía ni idea de que en África hubiese ese tipo de cosas. Así, al menos, lo cuenta el propio Achebe en su ensayo: “Una imagen de África: racismo en ‘El corazón de las tinieblas’ de Conrad” (1977), que en su momento recibió muchas críticas, y aún hoy sigue generando cierto debate, por considerar que las denuncias acerca del racismo de Conrad ―los negros aparecen despersonalizados, sin caras ni nombres, no sueltan más que gruñidos y se da por hecho que todos son caníbales―, no sólo son exageradas sino infundadas, dado que precisamente Conrad está describiendo cómo su protagonista, y no él, ve a los nativos. “El corazón de las tinieblas” (1899) está narrado en primera persona, lo que podría generarle a un lector mediano cierta confusión acerca de si está hablando un personaje o el propio autor, pero a otro novelista. A esas críticas yo añadiría que el único deber moral que tenía Josef Conrad a la hora de escribir su novela era el de hacerlo bien, algo que sin lugar a dudas cumplió.
Con la pérdida del debate sobre Conrad, Achebe se volvió más intransigente y llegó a considerarse el propietario de lo que él llamaba “la novela africana”, un género que debía ser una creación exclusivamente indígena ―algo imposible en sí mismo, dado que el género novelístico es por completo ajeno a la mayor parte de las culturas africanas―, y, en lugar de apoyarlos, se dedicó a criticar con ferocidad a otros escritores del continente porque le parecían “poco implicados políticamente”. Lo cierto es que fue comportándose cada vez más como un activista y menos como un literato, y su prosa se resintió. Su máxima era que todo arte precisaba de compromiso social y de motivación política ―motivación política que, por lo que se ve, además debía ser estrictamente coincidente con la suya para merecer su respeto ―. Si algo acabó repugnándole, fue la máxima de ars grati artis (“el arte por el arte”), aversión en la que coincidía plenamente tanto con los nazis como con los soviéticos. Según él: “La literatura no puede ser un lujo para nosotros. Es un asunto de vida o muerte, porque sirve para diseñar nuevos hombres”. Dejando a un lado las curiosas similitudes entre el concepto de literatura que acabó abrazando Achebe y la propaganda, la cuestión es que ni la calidad de sus libros ni su aceptación por el publico volvieron a ser nunca las que habían sido con “Todo se desmorona”. Su última novela, “Hormigueros de la sabana” (1987), recibió elogios unánimes por parte de quienes compartían su visión del mundo; pero pasó sin pena ni gloria por los medios generales y las librerías. En 1990 sufrió un accidente de circulación que le dejó paralizado de cintura para abajo y, a pesar de que varias instituciones y universidades se volcaron en apoyarle, nunca se recuperó moralmente del golpe y, salvo por algún artículo o pequeños ensayos, pasó los últimos veintitrés años de su vida ejerciendo de escritor difunto. Sé que se acerca a lo ridículo decir que todo se acabó desmoronando para él, pero de algún modo así fue.
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