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El pictorialismo (aprox. 1880-1914).

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«El edificio Flatiron», de Edward Steichen (1905).

Hoy en día, incluso a las primeras fotografías que obtuvieron Niépce y Daguerre —más como un experimento científico que con voluntad diletante— se les reconoce unánimemente su condición de obras de arte; pero esto no siempre ha sido así. En realidad, la fotografía tardó casi un siglo en ocupar de manera inamovible el lugar que le correspondía entre las bellas artes. A la consecución de este objetivo contribuyó decisivamente la lucha reivindicativa llevada a cabo por una serie de fotógrafos estadounidenses y europeos de finales del siglo XIX que, hartos de ser considerados simples técnicos o artesanos, se organizaron alrededor de sociedades destinadas a exponer y defender el valor de su trabajo.

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«Invierno en la Quinta Avenida», de Alfred Stieglitz (1892).

La más célebre de ellas, aunque no la pionera, fue el Camera Club de Nueva York, que en 1899 cedió su sede a Alfred Stieglitz para que organizara su primera exposición individual. A juicio del propio fotógrafo, la muestra resultó un completo fracaso, puesto que se demostró incapaz de extirpar de la mentalidad colectiva la idea de que, mientras que la pintura constituía un arte digno de exhibirse en museos y galerías, la fotografía no pasaba de ser una curiosidad tecnológica propia de señoritos acomodados que, como mucho, había servido para liberar a los pintores de la función documental que hasta entonces había atenazado su creatividad. Por ello, siguiendo el ejemplo de los movimientos que había presenciado durante sus casi diez años como corresponsal de prensa en Europa, Stieglitz se decide a fundar y liderar un grupo de fotógrafos —entre los que se encontraban Edward Steichen y Frank Eugene— al que bautizó como Photo-Secession. Como su propio nombre indica, se trataba de un grupo “independentista”, en el sentido de que su principal pretensión consistía en desvincular por completo la fotografía de la pintura para hacerla reconocer como un arte plenamente válido por sí misma. Finalmente, en 1902, el grupo inaugura en el National Arts Club de Nueva York la primera exposición dirigida exclusivamente a amantes de la fotografía, sin ningún tipo de concesión o complejo ante el público general. Con gran sorpresa hasta para los propios organizadores, la muestra recibió grandes elogios por parte de la prensa especializada en arte: por fin, la fotografía era libre para desarrollar su propio potencial creativo sin gravámenes de ningún tipo.

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«Tercera clase», de Alfred Stieglitz (1907).

Casi paralelamente, en Europa ocurría algo parecido, si bien la fundación de sociedades comenzó unos años antes y lo hizo exhibiendo un elitismo clasista mucho más exacerbado que el de sus émulas norteamericanas. Aunque su principal objetivo también era el de consagrar la fotografía como un arte, veían a su peor enemigo en los “falsos fotógrafos” más que en la mentalidad pública, entendiendo por aquéllos a todos los que, a su juicio, no realizaran verdadero arte. De este modo, si las estadounidenses funcionaron de una manera parecida a la de un sindicato, las europeas tomaron la forma de un club privado de lo más exclusivo. (Es comprensible: en Europa somos muchas más personas distribuidas en mucho menos territorio, así que no deja de ser normal que nos posea cierta tendencia natural a huir del codo del vecino. Por otra parte, la fotografía suponía un vicio muy caro por aquel entonces, de manera que la inmensa mayoría de sus practicantes pertenecían a las clases socioeconómicas más altas.)

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En «Campo de cebollas», de George Davison (1890), la fotografía encuentra su particular «Impression, soleil levant».

Con el término “pictorialista” se suele aludir a un tipo de fotografía realizada con un fin exclusivamente artístico, empleando para ello determinadas técnicas de desenfoque y de revelado con efectos cromáticos que recuerdan en su resultado a una pintura, un dibujo o un grabado. Aunque a veces puede llegar a dar esa impresión, no se trata de fotografía en color  —que, ya descubierta por aquel entonces, todavía era algo más propio de los laboratorios físicos que del mundo cotidiano—, sino de imágenes en blanco y negro que adquieren tonalidades más diversas gracias a la química. Son especialmente característicos de esta época los tonos sepias y glaucos —que no responden a un envejecimiento natural de la foto, como suele creerse, sino a un efecto deliberado que se conoce como “virado”—.

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«El estanque-Salida de la luna», de Edward Steichen (1904), es la fotografía más cara de la historia. En 2006 un coleccionista privado pagó 2,9 millones de dolares por hacerse con una de las dos copias existentes.

A primera vista, podría resultar paradójico este acercamiento al arte rival; sin embargo, creo que se trata más de una confluencia de criterios estéticos que de una tentativa de imitación —del mismo modo que la pintura hiperrealista no persigue imitar a la fotografía, sino que coincide con ella—. Se ha dicho que en realidad lo que se pretendía era presentar la foto imprimida como un producto menos chocante para el consumidor mediano, algo que cualquiera pudiera adquirir para colgarlo en el salón de su casa al lado de sus cuadros convencionales. Quizá realmente fuese así, pero a mí me resulta contradictorio con el espíritu que guiaba al movimiento, y lo cierto es que la mayor parte de sus defensores denostaban cualquier fuente de financiación que no se correspondiera con el clásico mecenazgo —tampoco la necesitaban—. Y precisamente este dato constituye otro indicio a la hora de afirmar que, en resumidas cuentas, el pictorialismo no supone más que la adaptación a la fotografía de los fundamentos más ortodoxos de las bellas artes. Así, los pictorialistas buscarán la belleza artística por encima de cualquier cosa, y no pondrán reparos en aplicar trucos que modifiquen la realidad si ésta no les gusta. Establecen también el principio de exclusividad de la obra, de manera que sólo se podrá imprimir un número limitado de copias de cada negativo, tal y como realizan los grabadores con sus matrices.

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«Las Siete Palabras (Siete autorretratos)», de F. Holland Day (1898).

El origen del nombre del estilo no está del todo claro y no es nada raro encontrarse con explicaciones de lo más rocambolescas, si bien la mayor parte de los estudios serios se inclinan por relacionarlo con la publicación en 1869 del libro de Henry Peach Robinson Pictorial Effect in Photography. Con frecuencia se identifica la importancia del pictorialismo en la fotografía con la del impresionismo en la pintura —incluso cuenta con su particular “Impresión, sol naciente”, que sería “El campo de cebollas”, de George Davison—; sin embargo, en mi opinión, los paralelismos acaban ahí, aunque sí que podemos considerar a ambos movimientos como los dos primeros hijos del fin de la hegemonía de la pintura academicista y resaltar la influencia en ambos del ukiyo-e. (Curiosamente, aunque el estilo se desarrolla fundamentalmente en Europa y los Estados Unidos, también existió una importante y curiosa manifestación japonesa posterior, que merecerá unas líneas más adelante.)

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«Caperucita Roja», de Henry Peach Robinson (1858), padrino del pictorialismo.

La primera exposición puramente pictorialista de Europa fue organizada en 1891 por el Club of Amateurs Photographers de Viena ―el término “aficionado” se empleaba en el sentido de amante de algo, sin que connotara falta de dedicación o pericia―, entre cuyos miembros se encontraba Heinrich Kühn. De igual modo, en el Reino Unido se funda en 1892 la Linked Ring Brotherhood, liderada por el padrino del estilo, Henry Peach Robinson, y por Frank Meadow Sutcliffe, y que poco tiempo más tarde prácticamente se fusionaría con su equivalente francés: el Photo-Club de París, fundado en 1894. También son reseñables la Secesión de Munich (1892) y la de Berlín (1888).

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«Eugene, Stieglitz, Kuhn y Steichen admirando la obra de Eugene», de Frank Eugene (1907).

Por lo que respecta a España, el pictorialismo experimentó un gran desarrollo con la fundación, algo tardía —para no perder las costumbres—, de la Sociedad Fotográfica de Madrid el 15 de diciembre de 1899, coronada con el título de Real unos años más tarde por Alfonso XIII. Apadrinada por Santiago Ramón y Cajal, la sociedad avanzó rápidamente de la mano de nombres legendarios como los de Antonio Escobar, Gerardo Bustillo, el Conde de la Ventosa, Hernández Briz, Carlos Íñigo, Antonio Prats o el polémico Dalton Kaluak, pseudónimo de Antonio Cánovas del Castillo ―fotógrafo de la Corte y sobrino del político del mismo nombre ―. Posteriormente, y como no podía ser de otro modo en este país, el estilo toma su propio camino ibérico, desarrollándose hacia un movimiento costumbrista que no termina hasta bien entrada la década de los 60.

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«Esplendor y ocaso», de Dalton Kaluak (1901).
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«Plaza de la Paja, Madrid», del Conde de la Ventosa (1910).

A pesar de que prácticamente en todas las épocas se han creado fotografías de estética pictorialista, se considera que el pictorialismo propiamente dicho se interrumpe traumáticamente con el estallido de la Primera Guerra Mundial, que provoca la vuelta al espíritu documentalista. Terminada la guerra, su evolución es retomada donde se dejó, y fotógrafos jóvenes como Paul Strand, Edward Weston o Ansel Adams prosiguen con su exploración, internándose en ocasiones en el territorio cubista o incluso abstracto; hasta que, en 1932, fundan el grupo f/64 para defender un estilo realista y detallista que nada tiene que ver ya con sus orígenes.

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«Ciega», de Paul Strand (1916).

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«Hoja de col», de Edward Weston (1931).

Si nos fijamos en la fotografía de Steichen con la que he encabezado esta entrada, no nos resultará difícil apreciar que el fotógrafo se inspiró en los cielos de Turner o de las litografías de Whistler para crear el suyo, y así es generalmente admitido. Sin embargo, es muy minoritaria la corriente que defiende la existencia de un mecanismo de retroacción sobre óleos posteriores. Y, a mi juicio, uno de los efectos más curiosos y paradójicos del pictorialismo es su influencia en algunos pintores de diversas escuelas, que les lleva a introducir cierta sensación de desenfoque en sus lienzos que no se asemeja a la propia del impresionismo o del puntillismo, así como a encuadrar a sus figuras tal y como aparecerían en una foto.

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«Nocturno con luna llena», de William Turner (1797).
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«Gelmeroda IX», de Lyonel Feininger (1926).
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«La calle», de Balthus (1933).

Rizando el rizo de las realimentaciones, y como se anunció con anterioridad, la fotografía pictorialista se desarrolla en Japón durante y tras la Primera Guerra Mundial. El término en japonés para definir este estilo es shashin-ga o shashinka, que literalmente sólo puede traducirse al castellano como “fotografía”, pero que conceptualmente supone un tipo determinado de imagen pictórica. De este modo, y hasta fechas recientes, en su mentalidad la fotografía supone una técnica más de pintura, por lo que los fotógrafos japoneses tradicionales se consideraban pintores que empleaban una cámara de fotos en lugar de pinceles y pigmentos. En este contexto, resultan reseñables Iwata Nakayama, Shoji Ueda o Akira Nomura, entre otros, y especialmente a los fines de este apartado, Yasuzō Nojima, cuyos desnudos femeninos recuerdan inevitablemente a las escenas de baño firmadas por Renoir —de los que a veces incluso copiaba las poses— y a los dibujos eróticos de Toulouse-Lautrec, con lo cual se cierra un círculo de influencias que va desde el ukiyo-e al shashin-ga, después de haber viajado un siglo por todo el mundo.

pictorialismo Sin título, de Yasuzō Nojima (1931).
Sin título, de Yasuzō Nojima (1931).

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