CINE

“El salario del miedo”, de Henri-Georges Clouzot (1953).

salario del miedo cartel

Cuando comencé a apuntar ideas para este artículo, me di cuenta de que no debía hablar del argumento de la película, porque el conocimiento previo de cualquier dato al respecto repercutiría muy negativamente en la experiencia del que se animara a verla por primera vez. “Le salaire de la peur” es un largometraje al que, como en el matrimonio canónico, conviene llegar virgen. Yo tuve la inmensa suerte de encontrarme frente a él casi por casualidad, en el transcurso de una de esas ocasiones en las que sientes la necesidad de ver cine y tiras de esas reservas que has ido pirateando laboriosamente durante lustros, para descubrir horrorizado que todos esos cuentos de que los DVD eran indestructibles no contenían ni un maldito gramo de verdad. Después de hacer resonar tres discos en el cubo de basura y de preguntarme qué tendría yo en la cabeza hace unos años para haberme descargado tanta morralla al peso, le tocó el turno al que guardaba parte de la filmografía de Clouzot; y funcionó.

Clouzot es uno de esos pocos directores en los que siempre puedes confiar. Su firma permanece patente durante todo el metraje, bien en su magistral tratamiento del suspense, bien mediante ese peculiar humor que se comporta como un muelle que nunca acaba de saltar. No, por desgracia no ha habido muchos cineastas capaces de agarrar al espectador por la pechera y mantenerle con los ojos fijos en la pantalla el tiempo que haga falta. Supongo que el secreto de su genialidad consiste en la combinación de un profundo conocimiento del alma humana con una habilidad narrativa sorprendente. No basta con saber comprender plenamente la psicología de los personajes para proceder a su desarrollo, además hay que contar con el dominio de la técnica necesaria para traspasar esa comprensión al espectador sin exigirle más esfuerzo que parpadear normalmente. Si además sabes elegir bien los guiones y enrolas a un buen director de fotografía para que haga las cosas un poco más bonitas y a un compositor que no se crea Mahler, la obra maestra está servida. No es posible saber hasta qué punto esta facilidad era innata en Clouzot o fue desarrollada durante una vida marcada por la enfermedad y la incomprensión; pero algo debes de estar haciendo bien cuando molestas por igual a los nazis, a la Resistencia y a la Iglesia católica sin que nadie sepa precisar muy bien por qué.

salario del miedo

En la memoria colectiva, “El salario del miedo” suele situarse en el tercer lugar de su filmografía, tras “Las diabólicas” (1955) y “El cuervo” (1943); sin embargo, se trata de la película que realmente le concedió fama mundial, y con la que conquistó el Oso de Oro en el Festival de Berlín, el BAFTA a la mejor película y la Palma de Oro en el Festival de Cannes, además de una mención especial para Charles Vanel por su papel de Jo. Con esta cinta, Clouzot consiguió algo tan difícil como triunfar en las pantallas estadounidenses con una obra en lengua no inglesa, logro que ha estado al alcance de muy pocos a lo largo de la historia del cine.

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Basada en una novela de Georges Arnaud, cuya propia vida fue en sí una novela, “El salario del miedo” nos va a presentar un escenario cubierto de polvo y suciedad, donde el sudor sirve para amalgamar esos ladrillos orgánicos y las moscas son las verdaderas dueñas de la situación. Y precisamente como moscas caídas en una trampa deambulan los personajes, sin que en ningún momento sepamos a las claras cómo han recalado en un lugar del que tan sólo desean salir. (Todo esto puede contarse porque no he revelado nada que no vaya a quedar claro en el primer diálogo de la película.)

Le salaire de la peur (1953) salario del miedo

Narración de espíritu eminentemente masculino, al contrario de lo que suele ocurrir en el resto de la obra de Clouzot, los escasos personajes femeninos sirven como una mera muestra de contraste que destacará por su limpieza y frescura ―en ambos sentidos―. La única mujer con cierto peso en la narración es Linda ―interpretada por la propia esposa del director, Véra Clouzot―, cuya intervención es tangencial, reducida prácticamente a delimitar algunos rasgos de la personalidad de uno de los protagonistas, Mario ―Yves Montand―.

Esta ausencia tan antinatural podría hallar su justificación en el efecto empático hacia los protagonistas que el director desea ―y consigue― estimular en el espectador. Las notas que ponen de relieve que los personajes masculinos han perdido hasta la última gota de lujuria se encuentran por doquier, a veces incluso en segundo plano. Aunque en ocasiones pueden entreverse guiños a relaciones cercanas a la homosexualidad entre ellos, más bien creo que lo que se pretende expresar es la preferencia por contar con la amistad de alguien duro y físicamente fuerte en quien apoyar la espalda. En un microcosmos en el que la individualidad es la ley de supervivencia, la asociación con otro individuo supone casi duplicar las posibilidades de éxito. Realmente se trata de “socios”, con todo lo que suele implicar esta expresión en los westerns o en las películas de cine negro, y no de “amigos” en sentido estricto, si bien queda claro que la única manera de que la mentalidad latina acepte una relación de ese estilo es teñirla de cariño. Esto lo veremos en Mario y Jo, los dos personajes franceses, y en el italiano Luiggi ―encarnado por Folco Lulli―; pero, aunque lo compensará con un extraordinario y admirable sentido de la lealtad, no encontraremos ninguna muestra sentimental hacia sus socios en Bimba ―Peter van Eyck―, un judío de origen centroeuropeo.

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Por último, he comprobado que se ha establecido un lugar común con respecto a este largometraje con el que no estoy de acuerdo: el de tomárselo como una denuncia de los efectos explotadores del capitalismo sobre los más débiles y de la avidez incontrolable por el dinero. La verdad es que si yo me viera en la misma situación que los protagonistas, yo también sentiría una avidez incontrolable por el dinero, y supongo que le pasaría lo mismo a cualquier persona con dos dedos de frente; pero no por la riqueza en sí, sino por lo que su posesión representa en cuanto a liberación personal. Los héroes o antihéroes que pueblan estos metros de celuloide no son comparables a los locos avariciosos de “El tesoro de Sierra Madre” (John Huston, 1948), sino al del delator que trata de escapar a su destino y que nos presentó John Ford en 1935. De existir alguna denuncia genérica, ésta no iría dirigida al capitalismo como sistema económico, sino al imperialismo despersonalizado, que no entiende de modelos de producción. Y tampoco creo que esa denuncia constituyera el fin último de la película, porque si se nos presenta ese escenario, se hace con la misma neutralidad con la que se presentaría una selva poblada de peligros: se trata, simplemente, del trasfondo necesario para poner a prueba la psicología humana ante los retos más abrasivos. En “El salario del miedo”, como en la vida real, no hay ni buenos ni malos: hay animales racionales con motivos y actitudes más o menos difíciles de respetar. El título no es baladí, la película entera gira alrededor del poder del miedo, y de cómo su tiranía no constituye más que una pequeña relatividad dentro de la mayor relatividad imaginable: la vida mortal.

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