Han sido muy pocos los actores de Hollywood que no se han visto obligados a cambiar su nombre de pila por otro más sonoro u oportuno, y Bette Davis fue una de ellos. Nacida Ruth Elizabeth Davis el 5 de abril de 1908, tan sólo tuvo que modificar el diminutivo cariñoso con el que la llamaban en casa, Betty, por el de la protagonista de su novela favorita durante la adolescencia: “La prima Bette” (Honoré de Balzac, 1846). Vino al mundo en Lowell, la misma pequeña ciudad satélite de Boston en la que catorce años más tarde nacería Jack Kerouac. Su padre era un abogado corporativo, licenciado en Harvard y especializado en propiedad industrial, lo que le reportaba el dinero suficiente como para proveer a su familia de un nivel de vida muy elevado. Sin embargo, esa existencia acomodada acabaría el mismo día en el que Bette cumplió 10 años, cuando su madre, Ruth Flavor, presentó por sorpresa una demanda de divorcio bastante dura que fue desestimada en casi todas sus pretensiones. De esta manera, y prácticamente de la noche a la mañana, la señora Flavor Davis se encontró con 200 dólares mensuales para criar a sus dos hijas: Bette y su hermana pequeña, Barbara, a la que llamaban Bobby.
Los biógrafos de la actriz, incluso con ella en vida, no han ahorrado calificativos desdeñosos a la hora de referirse a su padre. Al parecer, el señor Davis nunca mostró demasiado apego hacia sus hijas, y lo cierto es que tras su divorcio prácticamente no volvió a hacer nada por verlas. Consciente de lo que solía decirse de él, Bette Davis salió varias veces en su defensa, afirmando que si bien era una persona bastante poco dada a las muestras de cariño, no sólo jamás las trató mal, sino que incluso les hizo vivir momentos muy felices durante los pocos años que pasaron con él. A este respecto, conviene precisar que la propia Bette editó su autobiografía cuando todavía no era demasiado mayor ―“The Lonely Life” (1962)―; sin embargo, se ha constatado la existencia de demasiados hechos falsos en su contenido como para atribuirle vocación de veracidad. Aunque realmente hubiese sido escrita por ella ―algo que también está muy puesto en duda―, la narrativa presenta casi todas las características atribuibles a una parodia de un poema épico griego, incluyendo incluso improbables augurios natalicios de carácter meteorológico. Más que un relato sincero, el libro debería ser tomado como otra muestra del cáustico sentido del humor del que, desde una pose de seriedad intimidante, la diva solía hacer gala en sus apariciones públicas.
Si hemos de hacer caso al diario privado de su madre, que Bette guardó durante toda su vida, su vocación interpretativa se debió de manifestar antes incluso de aprender a andar, cuando con nueve meses fue sorprendida imitando a su padre. A primera vista, podría parecer la típica exageración materna; sin embargo, Flavor nunca dio muestras de ser una mujer demasiado dada a fantasías. Muy al contrario, procedente de una familia casi aristocrática de orgullosas raíces francesas, poseía un gran nivel cultural, y si algo tenía claro cuando se vio arruinada, es que sacrificaría lo que fuese necesario para procurar a sus hijas una educación de calidad. Para ello, trabajó de todo lo imaginable, e incluso se formó como fotógrafa desde la nada e inició una carrera profesional que, aunque nunca llegó a colocarla en primera línea, sí que le permitió mantener a flote a su familia. Desgraciadamente, como suele ocurrir en todos los oficios y profesiones liberales, los periodos buenos se alternaban con los malos, y tanto ella como sus hijas tuvieron que estar trasladándose constantemente de domicilio y de centros educativos.
Con unos 12 ó 13 años, Bette Davis ya había decidido que quería dedicarse al teatro. Lejos de ver ilusiones vacuas en ello, a su madre le pareció una gran idea, de modo que, en la medida de sus posibilidades, trató de matricularla en las mejores academias. La niña debió de destacar rápidamente como bailarina, aunque nadie se dio cuenta de ello hasta que Roshanara la vio por casualidad y se empeñó en darle clases no sólo de manera gratuita, sino incluso pagando la formación de Bobby como pianista, a quien también le auguraba un gran futuro. Parecía que aquélla podía llegar a ser una buena pista de despegue para ambas, porque la joven bailarina exótica gozaba de una gran popularidad por aquel entonces. Por desgracia, le dio por morirse de apendicitis ―repentinamente, claro― y todo volvió a su cauce tortuoso.
Las cosas no cambiarían hasta que, un par de años más tarde, Flavor consiguió que se le hiciera una prueba a su hija en la escuela de interpretación de Robert Milton y John Murray Anderson, un examen que Bette superó con tanta holgura que incluso Anderson tuvo que acabar convenciendo a la madre de la futura actriz de que ya encontrarían la manera de que pagase la matrícula. Lo más seguro es que Anderson no llegase a imaginar que aquella niña se convertiría, junto con Lucy Ball, en la mejor tarjeta de presentación de su escuela, ni tampoco en una amiga fiel que, décadas más tarde, estaría a su lado durante los difíciles últimos años de su vida.
En la escuela de Milton y Anderson, Bette Davis empezó a convertirse en un auténtico animal de las tablas. El nivel de exigencia era tan alto que todas las semanas debía memorizar e interpretar ante el público un papel completo. Además, pudo profundizar en la danza gracias a las clases que allí impartía la mismísima Martha Graham. Con semejantes maestros, Bette no necesitó de ayudas ni de casualidades para iniciar el despegue de su carrera, sino que lo logró a base de trabajo constante y de conseguir que los ojeadores de Broadway, que acudían a las representaciones semanales de la escuela en busca de nuevos actores, se fijasen en su talento. De este modo, hizo su debut profesional en 1928, en una obra precisamente titulada “Broadway”, cuyo director de escena no era otro que George Cukor. Desde nuestro punto de vista, parece todo un lujo comenzar así; pero debemos tener en cuenta que Cukor todavía era un completo desconocido de 27 años con apenas unos meses de experiencia en la meca del teatro norteamericano. De hecho, la obra se estrenó en temporada baja y fue un fracaso incluso para lo poco que se esperaba de ella, de modo que fue retirada del cartel a los pocos días.
Lo cierto es que a Cukor, seguramente debido a la inevitable ilusión del neófito, no se le había pasado por la cabeza que pudiera darse semejante desastre, así que había invertido en la obra todos sus ahorros a través de su propia compañía y había contratado a los actores por varios meses. Ante la perspectiva de estar pagándoles por rascarse alguna parte de su cuerpo hasta que el contrato llegase a su término, decidió endeudarse para doblar la apuesta con un apresurado montaje de “Mr. Pim Passes By” (A. A. Milne, 1921), para el que fichó como protagonista a Laura Hope Crews, entonces en la cresta de su popularidad. El libreto incluía el papel de una jovencita que debía cantar e interpretar al piano una vieja canción inglesa, y su flamante diva exigió que la chica que encarnase ese rol realmente lo hiciera en el escenario, sin recurrir a grabaciones ni a trucos por el estilo. Tras dar un somero repaso a su plantilla, Cukor constató con desesperación que la única capaz de afrontar semejante reto era Bette Davis; y digo “con desesperación” porque, en las escasas semanas que llevaba durando su relación profesional, el director ya se había convertido en el primero en sufrir los legendarios estallidos de furia de la joven actriz.
Dado que ha sido exagerado y mitificado, conviene hacer una breve reseña sobre este rasgo del carácter de Bette. Al parecer, era una persona muy seria en casi todas las facetas de su vida, que ponía su profesionalidad por encima de todo y que exigía a los que trabajaban con ella el mismo rigor en su comportamiento, incluso a sus superiores. Igualmente, tuvo la suerte de que su madre fuera una mujer valiente y muy temperamental ―porque, en otro caso, probablemente hoy no estaríamos hablando de su carrera cinematográfica―, y no cabe duda de que heredó y aprendió bastante de ella. No puede decirse que Bette disfrutase de una gran presencia física, sino más bien de todo lo contrario: apenas medía un metro sesenta y casi siempre tuvo problemas de bajo peso ―al nacer no llegó a alcanzar los dos kilos y medio―. Quizá esos condicionantes la llevaran a acostumbrarse a elevar su voz por encima de su talla; pero de ningún modo era esa especie de bruja grosera que en ocasiones se nos quiere hacer ver: como ya se ha mencionado, su educación era exquisita y sabía de sobra cómo y en qué contextos comportarse como una perfecta dama.
Su actuación en “Mr. Pim Passes By” fue premiada por el público con tal aclamación que llegó a eclipsar a la de la actriz protagonista. Este éxito motivó que fuera contratada para la superproducción “Yellow”, en cuyo reparto también se encontraba Miriam Hopkins. Ya entonces surgió entre ellas esa tormentosa rivalidad profesional y personal que las mantendría muchos años enfrentadas y que daría lugar a episodios algo sórdidos. Como bien es sabido, este conflicto no sería el único que Bette mantendría con otras compañeras, aunque probablemente sí el más serio y violento. La obra tuvo una acogida más que discreta, y si hoy en día es recordada, tan sólo se debe a que se trató del primer choque entre esas dos colosas. De hecho, Bette Davis siempre señalaba como su verdadero bautismo de fuego teatral su papel de Hedvig en “El pato salvaje” (Henrik Ibsen, 1884), su obra predilecta de su dramaturgo preferido.
Hasta entonces, nunca había mostrado un interés especial por el cine. Era consciente de que se trataba del sector en el que más dinero y popularidad podía obtener un actor; pero no consideraba que estuviese a la altura del teatro como forma de expresión artística y, además, sus pequeñas experiencias con el mundo de la gran pantalla no había sido demasiado agradables: un furioso Samuel Goldwyn había llegado a echarla de un casting al grito de: “¡¿Qué demonios puede hacerse con una criatura tan horrible?!”. Seguramente esta experiencia humillante pesó bastante en su ánimo a la hora de mantenerse alejada del séptimo arte durante una buena temporada. Sin embargo, el advenimiento del sonoro hizo que los estudios se lanzaran a reclutar nuevos actores casi con desesperación, y a finales de 1930 la Universal llamó a su puerta con un papel concreto. Su madre y ella se trasladaron a Hollywood, adonde llegaron justo a tiempo de enterarse de que la producción había sido cancelada. No obstante, Bette fue entrevistada por Carl Laemmle Jr., el hijo del fundador, que por aquel entonces dirigía el estudio. Muy al contrario que Goldwyn, Laemmle quedó tan impresionado por el magnetismo de sus facciones que la incluyó en la plantilla, si bien le advirtió, casi disculpándose por ello, que sus primeros papeles probablemente serían “de rubita tonta”. La actriz participó en varias pruebas; pero fue rechazada en todas ellas, en una ocasión incluso por William Wyler ―ironías del destino―.
Su debut en las pantallas finalmente llegaría con “Mala hermana” (Hobart Henley, 1931), un melodrama de medio pelo por el que recibió pocas críticas y bastante tibias, y en cuyo reparto coincidiría con un todavía muy poco conocido Humphrey Bogart. Las supuestas malas relaciones entre ambas futuras estrellas también han dado mucho que hablar; y aunque parece que nunca fueron amigos íntimos, existen testimonios de sobra para descartar que llegase a producirse algún enfrentamiento entre ellos. Es más, el propio hijo de Bogart afirmó en su día que siempre se respetaron y admiraron mutuamente, y que incluso de vez en cuando quedaban a tomar algo, se felicitaban los cumpleaños y ese tipo de cosas.
Tras “Mala hermana”, Bette Davis rodaría “Semilla” (John M. Stahl, 1931), otro largometraje similar al anterior que tampoco sirvió para que el público comenzara a conocer su nombre ―si hoy en día esa película goza de un prestigio que, desde luego, no obtuvo cuando se estrenó, es precisa y únicamente por su participación en ella, que además fue muy breve―. En cualquier caso, no parecía que se fuese a cumplir la predicción de Leammle, porque no sólo los primeros papeles de Bette Davis no fueron propios de rubitas tontas, sino que parecían apuntar a su encasillamiento como “rubita tristona”. Después vendría la primera versión de “El puente de Waterloo” (James Whale, 1931) ―mucho menos conocida que el remake que en 1940 rodaría Mervyn LeRoy con Vivien Leigh y Robert Taylor―; “Volver a casa” (William A. Seiter, 1931), para la que fue cedida a la RKO, y “La estatua vengadora” (Roy William Neil, 1932), realizada para Columbia. Sobre ésta última, una película de serie B bastante entretenida que supuso su primer contacto con el cine negro, Bette declararía: “Se rodó en ocho días, y todo lo que tuve que hacer fue gritar aterrorizada cada vez que me ponían un cadáver delante”. A pesar de ello, siempre resaltó que su valor estético era muy superior al de las películas de la Universal en las que había intervenido hasta entonces.
Con este escaso bagaje concluía su contrato con la Universal. En la compañía se habían dado cuenta de que era un gran actriz y deseaban mantenerla cerca; pero nadie acababa de saber muy bien de qué manera se podía explotar su talento y, además, comenzaban a sufrir las penurias económicas que acabarían en su histórica suspensión de pagos, por lo que se analizaba con mucho tiento cualquier apuesta arriesgada. Mientras en la Universal se lo pensaban, Bette Davis aceptó intervenir ―su presencia en pantalla apenas superaba los cinco minutos― en una producción independiente titulada “Casa correccional” (Howard Higgin, 1932), que pretendía ser una especie de denuncia, bastante cándida, sobre el problema incipiente de la delincuencia juvenil. Acto seguido y por sorpresa ―sobre todo para sus antiguos empleadores―, firmó con la Warner, sin que se sepa muy bien qué circunstancias provocaron su rápida contratación.
La compañía de los hermanos Warner era lo más parecido al teatro que Bette podía encontrar en Hollywood. Conocida entre sus trabajadores con el apelativo nada cariñoso de “San Quintín”, la Warner funcionaba por aquel entonces como una verdadera fábrica de cine en la que la maquinaria debía estar constantemente en marcha. No había horarios, no había días de descanso; quien se atreviera a trabajar en su seno debía saber que iba a renunciar a la mayor parte de su vida privada. Algunos años, el estudio llegaba a producir más de cuarenta largometrajes, casi todos de costes bastante discretos, dentro de una estrategia comercial que, en lugar de centrar el ejercicio en tres o cuatro grandes proyectos, como solía hacerse en la competencia, prefería asumir pérdidas parciales y asegurarse un par de taquillazos anuales. Como método de hacer dinero, la política de los Warner se demostró muy acertada; sin embargo, implicaba someter a sus empleados a una presión que solamente las vocaciones más enraizadas podían soportar. Gracias a su capacidad de sacrificio y a su sentido de la profesionalidad, Bette Davis era una de las que mejor se desenvolvía en aquella prisión cinematográfica. Estas virtudes no le pasaron desapercibidas a Jack Warner, que muy pronto decidió premiar el denuedo de su nuevo fichaje dirigiendo él mismo su carrera. La primera consecuencia directa de esta predilección de doble filo fue que Bette tuvo que participar hasta en dieciocho largometrajes en menos de dos años. Buena prueba de lo agotador de aquel periodo es que, en entrevistas posteriores, la propia actriz creía recordar que tan sólo habían sido unos diez y mostraba su sorpresa cuando se contaban los títulos delante de ella. Casi todos fueron muy discretos, y quizá de entre ellos tan sólo se podrían salvar “Tres vidas de mujer” (Mervin LeRoy, 1932), “Veinte mil años en Sing Sing” (Michael Curtiz, 1932), con Spencer Tracy, o “So Big!” (William A. Wellman, 1932), en la que coincidió con Barbara Stanwyck. Su gran oportunidad no llegaría hasta 1934, con la cinta que en España se conoce como “Cautivo del deseo”.
Dirigida por John Cromwell, su título original, “Of Human Bondage”, respeta el de la novela en la que está basada, que no es otra que la genial “Servidumbre humana”, de W. Somerset Maugham (1915). Bette Davis interpretó el papel de Mildred, un personaje muy difícil que tenía muy poco que ver con ella; o eso podría parecer en un principio, porque, si bien no podemos saber si se trataba de un don natural o de un método de trabajo que se esforzaba por cumplir, siempre se las apañaba para encontrar el punto de unión entre su propia vida y la de sus recreaciones. Tal y como un par de años más tarde haría con su rol en “El bosque petrificado” (Archie Mayo, 1936), le bastó leer la novela para darse cuenta de que aquella muchacha ignorante de los bajos fondos londinenses, caracterizada por su crueldad estúpida, no era más que una de las muchas chicas que trabajaban de camarera mientras soñaban con procurarse una vida mejor: exactamente lo mismo que ella había sido durante una buena temporada. Su víctima en la ficción, Philip, fue interpretado por Leslie Howard, cuya candidez natural sirvió como contraste para realzar todos los matices de la maldad de una Mildred de una fidelidad exacta a la del libro.
Con esta interpretación, Bette Davis consiguió su primera nominación al Oscar. Su nombre ya sonaba, ya no era ninguna desconocida; pero eso no significaba que ya pudiese considerarse una estrella, ni siquiera que su carrera se hubiese consolidado ―no en vano, han sido cientos los actores que han pasado de la alfombra roja al olvido eterno en menos de un año―. Eso sí, contaba con una clara ventaja sobre otras actrices: ya fuese debido a su intervención en ellas o no, lo cual resultaba muy difícil de determinar, lo cierto es que todas las películas en las que participaba obtenían beneficios. Por supuesto, ese dato no se le escapó a Jack Warner, que le renovó el contrato por 7 años más, duplicándole el salario hasta los 2.300 dólares semanales ―que en aquella época era una fortuna; pero que, no obstante, se encontraba a años luz de lo que puede llegar a cobrar hoy en día una actriz de primera fila―. Además, le concedió una libertad muy amplia para elegir los papeles que le interesaran, incluso cuando esto suponía cederla a otros estudios ―como fue el caso de “Cautivo del deseo”, producida por la RKO―. Sin embargo, esto no supuso ninguna descarga de trabajo para ella: en el año que siguió a su primera nominación, protagonizó “Una mujer de su casa” (Alfred E. Green, 1934), “Barreras infranqueables” (Archie Mayo, 1935), “La chica de la Décima Avenida” (Alfred E. Green, 1935), “La que apostó su amor” (Michael Curtiz, 1935), “Agente especial” (William Keighley, 1935) y una pequeña joya con un final muy decepcionante llamada “Peligrosa” (Alfred E. Green, 1935), por la que logró su segunda nominación al Oscar, alzándose con él sobre una competencia diamantina formada por Katharine Hepburn, su “querida” Miriam Hopkins, Merle Oberon, Elisabeth Bergner y Claudette Colbert.
Contrariamente a lo que afirma la versión más comúnmente aceptada ―aunque no demostrada―, Bette Davis siempre sostuvo haber sido ella la que bautizó como Oscars a los premios de la Academia. En 1932 y “virgen como una vestal” ―según su autobiografía―, se había casado con su novio del instituto, el músico de jazz Ham Nelson, cuyo verdadero nombre era Harmon Oscar Nelson. Al parecer, el culo de la estatuilla le recordó algo que veía todos los días en su casa, y no se privó de notificarlo urbi et orbi durante su discurso de agradecimiento. La ceremonia no fue grabada y ninguno de los asistentes ha sobrevivido hasta nuestros días, de modo que no se puede verificar que así hubiese sido; pero lo cierto es que nadie llamaba Oscar a su marido, sino Ham.
Pero, a pesar del galardón, Bette Davis no parecía guardar ningún buen recuerdo de “Peligrosa”. En entrevistas posteriores, la señaló como una de las peores producciones en las que había participado hasta el momento, incluso llegó a calificarla de “melodrama tonto con guión folletinesco”. Sea como fuere, aquel papel oscarizado contribuyó como ningún otro hasta entonces a ir forjando su leyenda como mujer de personalidad indomable. No obstante, su éxito profesional se iba a ver ensombrecido por graves problemas personales. Su matrimonio fue el primero en hacer aguas cuando Bette comenzó a fulgurar. Según parece, Ham era un tipo tranquilo y reservado al que tan sólo le interesaba la música y que no sentía ni la más mínima curiosidad por las fiestas de Hollywood, a las que los actores estaban obligados a acudir como parte promocional de su trabajo. Los intereses en común de los cónyuges eran cada vez más reducidos y los momentos que compartían juntos cada vez más breves, de modo que ella empezó a buscar la compañía de otros hombres. Al principio, estos escarceos fueron llevados de forma esporádica y con el conocimiento y anuencia de Ham; sin embargo, las cosas cambiaron cuando Bette inició un verdadero romance estable con el siniestro Howard Hughes. A Ham se le fue la situación de las manos cuando los rumores comenzaron a hacerse atronadores ―lo único que le había pedido a su esposa era discreción absoluta― y llegó a agredir físicamente al magnate, que, como es costumbre en este tipo de sujetos, automáticamente le amenazó con hundirle. Y seguramente lo hubiese podido hacer sin problemas, de no ser porque Ham comenzó a detallarle, punto por punto, toda la serie de patologías y fijaciones de carácter sexual que el multimillonario padecía. Hughes debió de quedarse de una pieza al comprobar que no se hallaba ante el típico cornudo ignorante, sino ante el que seguía siendo el mejor amigo y confidente de su amante, así que, ante la perspectiva de que aquello saliese a la luz pública, el amo de Hollywood optó por olvidar el asunto y también a Bette, por la que se sentía traicionado. Aquello fue demasiado para la actriz, que en 1938 presentaría una demanda de divorcio que derivaría en un proceso de gran violencia verbal. A pesar de ello, tras unos cuantos meses sin hablarse, los ex cónyuges acabaron recuperando una amistad muy estrecha, que mantendrían hasta la muerte del músico, en 1975.
Mientras todo esto ocurría, Ruth Flavor debió de considerar que, habiendo logrado colocar a una de sus hijas en el estrellato, ya había cumplido su misión en la vida y que iba siendo hora de cobrarse una pequeña compensación por sus sacrificios, de modo que comenzó a gastar dinero a un ritmo que ni los honorarios de Bette podían soportar. Esto provocó conflictos muy dolorosos entre ambas y, de algún modo, marcó la forma en la que, años más tarde, Bette se relacionaría con sus futuros hijos. Por si fuera poco, en lugar de profundizar en su dura carrera como pianista, Bobby había tratado de seguir los pasos de su hermana. Sin embargo, muy pronto se evidenció que no estaba dotada para ello, y ni siquiera sus lazos familiares pudieron evitar que sufriera un revés tras otro ―y ya sabemos hasta qué punto podían ser crueles esos rechazos―. Bobby tampoco poseía el carácter inquebrantable de Bette, de modo que sufrió varias crisis nerviosas que acabaron derivando en una esquizofrenia que la mantuvo recluida en diferentes manicomios gran parte de su vida. En su delirio, y como si de una premonición de “¿Qué fue de Baby Jane?” (Robert Aldrich, 1962) se tratara, forjó una historia de recuerdos paranoicos en la que su hermana había conspirado desde el principio para arrebatarle el éxito que realmente era ella quien merecía. Lo cierto es que Bette siempre había sido consciente de la vulnerabilidad de su hermana pequeña y había llegado a asumir el papel de segunda madre desde que eran niñas. Sentía auténtica adoración por Bobby, y el verla convertida en un ser que había hecho de su odio hacia ella el sentido de su vida acabó de destrozarla. Entre unas cosas y otras, poco a poco, fue sintiéndose más débil, e incluso vio quebrantada su capacidad de trabajo con constantes migrañas e infecciones de garganta que llegaban a demacrarla.
Su filmografía, no obstante, continuaba sumando un éxito tras otro. Su siguiente aparición en pantalla fue en “El bosque petrificado”, donde cambió por completo de registro para dar vida a una joven alegre y sencilla, sin asomo de esa especie de nube de sordidez con la que se la solía relacionar. Petrificados también debieron de quedarse los que en su día la habían rechazado por considerarla fea. Ya la promoción oficial presentaba su papel como el de “una chica guapa que sabe usar sus encantos”, y lo cierto es que “encantos” nunca le faltaron. Durante la primera mitad de su larga carrera, Bette Davis desarrolló muchos papeles cargados de sensualidad, pero quizá en ninguno de ellos se mostró con una belleza tan sencilla como en éste. Como compañeros de reparto, se reencontró nuevamente con Humphrey Bogart y con Leslie Howard, con quien los productores pretendían que formara una pareja interpretativa estable tras la buena química que habían demostrado en “Cautivo del deseo”. En cualquier caso, lo que más se recuerda hoy en día de “El bosque petrificado” es la actuación magistral de Bogart, encarnando uno de esos papeles de malo medio chiflado que, desgraciadamente, fue dejando de hacer a medida que iba ganándose el favor de público. No obstante, en su momento la crítica apenas hizo mención a su labor y se centró en alabar la actuación de la actriz protagonista, destacando que había demostrado ser capaz de “encarnar también a mujeres normales y corrientes sin necesidad de ponerse histérica”. La propia Bette Davis declararía que aquél fue el primer personaje verdaderamente serio que había tenido la oportunidad de desarrollar desde que había dejado el teatro: parece que, por primera vez, su criterio coincidía con los de la crítica y el público.
Ya no sólo era una estrella: ahora era la estrella favorita de los estadounidenses, o al menos así lo afirmaba una votación popular bastante amplia organizada por la revista Time. Pero para Jack Warner seguía siendo la misma, y su compañía también, de modo que Bette continuaba obligada a cumplir con la política de la empresa y a rodar todo tipo de largometrajes, aunque se le permitió reducir un poco el ritmo de trabajo debido a su precario estado de salud. A “El bosque petrificado” le siguieron títulos anodinos como “The Golden Arrow” (Alfred E. Green, 1936) o “Satan Met a Lady” (William Dieterle, 1936), compromiso éste último por el que perdió la oportunidad de encarnar a María Estuardo en el largometraje de John Ford ―honor que finalmente recaería en Katharine Hepburn―. Para alguien con vocación que, como ella, anteponía la satisfacción artística al dinero, ese tipo de sacrificios cada vez se hacían más difíciles de sobrellevar. Bette Davis sabía mejor que nadie la importancia que tenía la apariencia física en el mercado cinematográfico y, a sus 28 años, comenzaba a sentir que estaba desaprovechando en papeles nimios los últimos momentos de su juventud. En ocasiones, los guiones eran tan malos que la producción era abortada cuando ya se habían quemado varios metros de cinta, y los costes de oportunidad para la carrera de la actriz no hacían más que incrementarse. Cada vez veía con más desesperación cómo otros estudios le ofrecían papeles en largometrajes de calidad que ella debía rechazar para cumplir con su contrato en la Warner, y su paciencia acabó de agotarse cuando perdió el papel de Escarlata O’Hara en “Lo que el viento se llevó”. Nunca quedó muy claro si George Cukor ―que fue el primer director de la superproducción― la había vetado al recordar sus pesadillas de Broadway; si, por el contrario, se descartó su participación debido a su enemistad latente con Errol Flynn, que en un principio fue el actor elegido para dar vida a Rhett Butler ―a pesar de que había amenazado seriamente con suicidarse si le obligaban a hacerlo―; o si, como Bette sostuvo durante el resto de su vida, no fue más que una jugarreta de Jack Warner para torpedear a la competencia, haciéndoles creer hasta el último momento que cedería a su estrella, para después dejarles compuestos y sin actriz protagonista.
Sea como fuere, Bette Davis debió de sentirse utilizada y convocó a la prensa para atacar duramente a la Warner. Con la frialdad que siempre la caracterizó, y posiblemente asesorada por abogados, dio a entender que todo su éxito se había basado en su capacidad de lucha y sacrificio, y que si se la obligaba a seguir participando en malas películas, no tendría nada por lo que luchar y se vería obligada a retirarse. Contestando hábilmente a las preguntas ulteriores de los periodistas, y sin ser explícita en ningún momento, se las apañó para dar a entender que consideraba roto su compromiso con los estudios y que era libre para firmar con cualquier otro que se lo propusiera. Ella sabía perfectamente que eso no era posible: a pesar de la tremenda rivalidad que existía entre las grandes productoras, en el fondo actuaban como un oligopolio en colusión. Gran parte del éxito de su negocio estaba basado en la moderación salarial de sus estrellas, de modo que cuando una se rebelaba, automáticamente quedaban cerradas para ella las puertas de la competencia: era un pacto tácito, pero que siempre se había respetado escrupulosamente. Por ello, no cabe duda de que la intención de los abogados de Bette Davis no era otra que la de forzar su despido, lo cual sí que le habría concedido cierta libertad de actuación, si bien con una marca de indisciplina que le iba a resultar muy difícil superar.
Sin embargo, Jack Warner intuyó por dónde iban los tiros e hizo un movimiento magistral, aunque algo rastrero: en vez de despedirla, la sancionó con tres meses de suspensión de empleo y sueldo. Una medida semejante quizá no hubiese surtido efectos con cualquier otro de sus actores; pero, gracias a las confidencias personales de las que la propia Bette le había hecho depositario, era consciente de los apuros económicos que sufría su actriz bandera. No obstante, a pesar de su astucia, parece que no calculó del todo bien las consecuencias que podría traer presionar a alguien como ella: con el tiempo justo para hacer una maleta y sin dar la más mínima explicación, Bette Davis puso rumbo a Londres con la intención de hacer películas en Europa. Aquello sí que era romper la baraja, de modo que a Warner no le quedó más remedio que demandarla por incumplimiento de contrato. El proceso judicial puso de manifiesto la enorme brecha subterránea que existía entre estudios y actores, cuyas posiciones públicas se polarizaron entre ambos litigantes. Todo el mundo sabía que en ese juzgado se estaba dilucidando algo mucho más importante que la interpretación de los términos del contrato de una determinada trabajadora, y quizá eso motivo una cierta contaminación de los argumentos defensivos de la demandada, que pretendió introducir en el debate cuestiones extracontractuales, como la libertad creativa de una actriz y su consideración como artista.
Dura lex sed lex, Bette Davis fue condenada en costas. La cuantía resultaba inasumible para su precaria economía; pero, aún así, la derrotada anunció su voluntad suicida de apelar el fallo. Las espadas no podían estar más en alto cuando George Arliss, cuya flema británica le convertía en una persona muy respetada por todo el mundillo de Hollywood, decidió tomar cartas en el asunto y mediar entre las partes. Pocos días más tarde, Bette Davis regresaba a Los Ángeles con un nuevo contrato de 4.000 dólares semanales, la condonación de mitad de las costas y el compromiso escrito del estudio de hacer todo lo posible por facilitar su participación en “Lo que el viento se llevó”. La última entrevista que la actriz concedió en su vida fue a Televisión Española, y en ella afirmaba algo así como que su éxito no hubiese sido posible sin el apoyo incondicional y la estabilidad que le había proporcionado su larga relación con la Warner. Cuestión de perspectiva, supongo.
Este artículo continúa en: “Bette Davis: Historia de una mirada (II)”.
Recomendaciones: Hasta donde yo sé, no existe ninguna biografía de Bette Davis plenamente satisfactoria. Quizá la más recomendable de todas las que he revisado sea “Más que una mujer: Una biografía íntima de Bette Davis”, de James Spada (1994). No puede decirse que se trate de un gran ensayo; pero al menos es exhaustivo, está bien estructurado y, en general, aporta las fuentes necesarias para su contraste.
Con respecto a sus películas, tampoco es demasiado sencillo encontrar en DVD o Blu-ray la mayoría de las que rodó en esta primera etapa de su carrera. A través de los siguientes enlaces de Amazon pueden adquirirse a precios razonables “Tres vidas de mujer”, “20.000 años en Sing Sing”, “Cautivo del deseo”, “El bosque petrificado”, “Barreras infranqueables”, “Peligrosa”, “La chica de la Décima Avenida” y “Una mujer de su casa”, “Golden Arrow” o “Satan Met a Lady”, estas dos últimas sin doblaje al castellano.
Descubre más desde líneas sobre arte
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.