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El Éxtasis de santa Teresa, de Gianlorenzo Bernini (entre 1644 y 1652)

Santa Teresa Bernini éxtasis

Bernini fue el escultor barroco por excelencia, y el Éxtasis de santa Teresa quizá sea el mejor ejemplo para comprobarlo. Al menos, es la obra de la que él se sintió más satisfecho: “Lo menos malo de todo lo que he creado”, afirmó en una carta, seguramente siendo consciente de que hasta entonces jamás había logrado alcanzar semejante exaltación de las pasiones. Más allá de a una simple cuestión de estética, la expresividad violenta típica de este periodo responde a la finalidad de popularizar el arte con fines propagandísticos, dentro del contexto histórico de la etapa final de la Contrarreforma.

El documento más antiguo en el que aparece la palabra “propaganda” es la promulgación en 1622 de la bula “Inscrutabili divinae providentiae”, mediante la que Gregorio XV fundó la Congregación de la Propaganda de la Fe, aún activa bajo el nombre de Congregación para la Evangelización de los Pueblos. No se trataba de vender nada, sino de emplear el arte para hacer comprensibles al común de los creyentes ciertas cuestiones evangélicas, doctrinales o teológicas algo complejas. Esta voluntad, no obstante, hizo caer al espíritu contrarreformista en una cierta contradicción, por cuanto a la vez que se predicaba la templanza y el dominio de las pasiones humanas, las representaciones artísticas solían elevar esas pasiones hasta el paroxismo. Este Éxtasis de santa Teresa es una de las mejores muestras de ello.

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Santa Teresa de Jesús ―o de Ávila, como suele ser más conocida en el extranjero― siempre ha sido un personaje algo incómodo tanto para los sectores más conservadores del catolicismo como para el anticlericalismo. Increíblemente progresista en algunos aspectos, reaccionaria hasta la caricatura en otros, su figura excéntrica continúa suscitando debates cuyas posturas más simplistas oscilan entre quienes la consideran un modelo femenino admirable en todas sus facetas y quienes optan por calificarla como una perturbada sin matices. Lo cierto es que ya ocurría así con ella en vida. A la vez que luchaba por devolver el Carmelo a la Regla medieval ―establecida en 1209 por san Alberto Magno y dulcificada en 1432 por una bula de Eugenio IV―, fue pionera en la denuncia de la discriminación de las mujeres y en la lucha por superarla, mostrando además una claridad de ideas al respecto que denota una profunda reflexión previa acerca del problema a resolver ―su frase “Basta ser mujer para caérseme las alas” no está conceptualmente muy lejos del “No se nace mujer, se llega a serlo” de Simone de Beauvoir―.

Tanto sus anómalas experiencias místicas como la reforma del Carmelo, emprendida precisamente tras tener una visión del infierno repleto de almas protestantes atormentadas ―determinó que la “comodidad” de la que se gozaba en los monasterios resultaba ofensiva cuando la salvación de una sola de esas almas merecía que ella “sufriera mil muertes”―, supusieron dos incordios difíciles de lidiar para las jerarquías eclesiásticas. Sobre la verdadera naturaleza de esas visiones, que finalmente resultaron determinantes en su proceso de canonización, se han lanzado diversas elucubraciones por completo estériles. Trastornos mentales, intoxicaciones químicas, privación del sueño, incluso sucesos paranormales o simples invenciones… Todas ellas carecen de datos fidedignos en qué basarse, y la realidad es que no hay motivo lógico para pensar que santa Teresa no percibiera o creyera estar percibiendo lo que describía. Desde luego, ninguna ventaja le reportó en vida divulgarlas ante una Iglesia castellana muy poco dada a admirarse ante las cosas raras: “Hartas afrentas y trabajos he pasado en decirlo, y hartos temores y hartas persecuciones. Tan cierto les parecía que tenía demonio que me querían conjurar algunas personas”.

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La más importante de todas esas visiones, la de su unión mística con Dios o transverberación ―según el Diccionario de la lengua española: Acción de traspasar a alguien de parte a parte con un arma u objeto puntiagudo; se aplica especialmente a los padecimientos místicos.”―, es la que representa Bernini en este grupo escultórico. La propia Teresa de Ávila describió la experiencia en su “Libro de la vida” (1562-1565):

Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. En esta visión quiso el Señor le viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen; mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.

No cabe duda de que Bernini tuvo muy presente el anterior pasaje a la hora de crear su obra. Tan fiel fue a las palabras de la santa que prescindió de la mayor parte de sus atributos iconográficos, sentados en gran medida por Gregorio Fernández ―quizá basándose en la vera effigies realizada en 1576 por fray Juan de la Miseria, retrato del que no parece que la santa quedase muy satisfecha: “Dios te lo perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa”; la obra se conserva en Sevilla, en el convento de Carmelitas Descalzos de Santa Teresa, donde fue pintada―. Incluían estos atributos el libro, la pluma y la paloma, así como el hábito carmelita, que en esta ocasión aparece genialmente desdibujado, convertido en un maremágnum de pliegues tan ligeros que parecen flotar en el aire.

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En cualquier caso, el “Libro de la vida” callaba acerca de muchísimos detalles que Bernini tuvo que intuir e imaginar por sí mismo. No expresó santa Teresa, por ejemplo, en qué condiciones se produjo el encuentro ni en qué posición quedó su cuerpo, y tampoco fue demasiado prolija a la hora de describir al ángel ―que el escultor, fruto de su admiración por el mundo clásico, acabó representando como al dios Cupido―. Sin embargo, su mayor problema consistió en tener que plasmar en el frío mármol lo que en realidad sólo eran sensaciones exaltadas, y, según sus dos principales biógrafos ―su hijo Domenico Bernini y Filippo Baldinucci―, fue una cuestión que le preocupó durante bastante tiempo. Finalmente, optó por guiarse por la misma solución que aplicaban los místicos en sus escritos: recurrir al naturalismo. Era razonable pensar que a un miembro del pueblo llano del siglo XVII le resultaría más fácil comprender el gesto exagerado de la santa que hacerse una idea mental de lo que supone una transverberación mística.

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La propia santa Teresa pareció tener esto en cuenta a la hora de describir el episodio casi un siglo antes. Los paralelismos entre su experiencia transcendental y una posesión sexual más o menos forzada no se le escapan a nadie en la actualidad, del mismo modo que el gesto con el que aparece representada en la escultura nos sugiere claramente un orgasmo. Sin embargo, es más que probable que no fuese así en su momento. Existe una fuerte controversia entre los historiadores del arte acerca del posible contenido erótico de la talla. Para un sector, tal dimensión resulta evidente y habría sido deliberada, con la finalidad de que los fieles relacionaran la fe con el placer más ilimitado. Otra corriente asevera que tal interpretación es inconcebible, porque cualquier relación de la concupiscencia con la santidad hubiese sido declarada herética al instante y Bernini habría tenido bastantes problemas con la Inquisición ―aparte de que la obra no habría llegado a nuestros días―. No llegan a descartar que el artista tomase un orgasmo como modelo, pero advierten de que desconocemos hasta qué punto cuenta el aprendizaje cultural en la expresión de la sensualidad: puede que los gestos faciales que hoy estimamos inequívocos no lo fueran en absoluto en su tiempo. Al fin y al cabo, actitudes que en la sociedad occidental actual se consideran seductivas devienen neutras en otras culturas y viceversa. El contraste entre el rostro desencajado de la santa y la relajación de su cuerpo, así como la delicadeza con la que el ángel retira su hábito para dejarle al dardo vía libre hasta su corazón, tienen para nosotros un significado voluptuoso indudable; pero es difícil concebir que en la cabeza de Bernini y de sus contemporáneos cupiera que una santa tan venerada pudiese haberse hallado en una tesitura semejante si no era por obra del diablo.

Por otra parte, la voluptuosidad de apariencia masoquista con la que santa Teresa describe un dolor insoportable que la llena de gozo no es, en realidad, nada extraño en la literatura mística, sino más bien una de sus notas definitorias. La máxima era que todo lo que se pierde el cuerpo lo gana el alma, o bien que la represión de la sensualidad carnal acababa estallando en sensualidad espiritual. Nunca ha dejado de resultar chocante cómo la literatura mística combina los ideales más elevados con las miserias físicas más repugnantes, y si bien el artista napolitano no cayó en la representación literal de la casquería descrita por Teresa de Ávila, se esforzó por concentrar en su rostro esa mezcla de placer y sufrimiento desde un plano exclusivamente físico, dejando el espiritual a la interpretación del espectador ―aunque facilitándole muchas pistas―.

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En su persecución del Bel composto [ver “El rapto de Proserpina”, de Gianlorenzo Bernini, (1622)], Bernini pretendía fusionar todas las artes en una sola obra. Tanto es así que cuando hablamos del Éxtasis de santa Teresa tan sólo nos estamos refiriendo a la escultura que ocupa la parte central de la obra magna que conforma la capilla Cornaro de Santa María de la Victoria, en Roma. En ella se mezclan pintura y arquitectura, e incluso juegos de luces y una adaptación del arte dramático. De haber sido realizada en nuestros días, probablemente hubiese sido catalogada como una instalación más que como una escultura y, de hecho, esa habilidad para combinar medios diversos ha contribuido a que el legado de Bernini sea mucho más valorado en la actualidad que en los siglos precedentes.

La integración ideal del volumen esculpido en el espacio ha constituido uno de los principales retos a los que se han enfrentado los escultores a lo largo de toda la historia, y en la búsqueda de su solución se han ideado todo tipo de recursos que han contribuido en gran medida a la evolución de este arte. En el caso de Bernini, que concebía sus esculturas para ser contempladas desde un único punto de vista principal, todo se basaba en el estudio previo del entorno en el que iban a quedar enclavadas. La exactitud con la que conseguía colocar sus obras podría ser calificada de matemática, de no ser porque la formación científica del napolitano apenas igualaba a la de cualquier niño de la actualidad. La evidencia demuestra que esta ignorancia era suplida con una especie de intuición o talento natural para la apreciación de las formas, los volúmenes, la incidencia de la luz y el juego de perspectivas, así como de una contemplación muy detenida del lugar donde iban a quedar expuestas, interviniendo sobre él todo lo que considerase necesario.

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Por lo que se refiere al Éxtasis, la perspectiva elegida fue la frontal, de suerte que el punto ideal para admirarla se encuentra en la nave principal de la iglesia, un par de pasos antes de entrar en la capilla en la que está expuesta. Esto no significa que no pueda mirarse desde otros ángulos, por supuesto, sino que todo está pensado para potenciar ése en concreto. Esta aversión de Bernini a la pluralidad de puntos de vista, tan sólo quebrantada excepcionalmente, no era una simple manía, sino una consecuencia lógica de su persecución del clímax en cada una de sus obras. Así, todas las que se le conocen tienen en común que representan el momento exacto en el que se consuma un determinado drama, en el sentido más teatral que se le pueda dar a la palabra. Ese momento se vería corrompido si pudiera percibirse desde distintas perspectivas, porque entonces tendríamos varios puntos culminantes, algo conceptualmente imposible.

Igualmente, Bernini jugaba con la luz dirigida y, a partir de la mitad de su carrera, generalmente ocultando su fuente. La iluminación de una escultura era para él tan importante como su talla y, de hecho, la una dependía de la otra. Su primera experimentación seria con la ocultación de la fuente de luz la llevó a cabo entre 1642 y 1646 en la capilla Raimondi de San Pietro in Montorio, donde una ventana escondida al espectador arroja un haz de luz sobre el altar. Se trata de la primera gran integración de arquitectura y escultura llevada a cabo por Bernini, trascendiendo la mera colocación de las formas sobre un fondo. Todo lo que aprendió durante el proceso creativo de esa obra lo empleó y perfeccionó en este Éxtasis de santa Teresa. Para él, escondió tras el frontón una ventana con un filtro dorado cuya luz cae directamente sobre las figuras, creando así una atmósfera entre sobrenatural y onírica que contribuye a realzar su carácter de visión mística y a generar la ilusión de que el conjunto entero está flotando en el aire.

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La obra fue realizada por encargo del cardenal Federico Cornaro para que le sirviera de tumba en su capilla familiar, que había emplazado a la izquierda del altar mayor de Santa María de la Victoria, fundada en 1605 por los carmelitas descalzos. En un principio fue un templo bastante pequeño consagrado a san Pablo, y la capilla en la que hoy se ubica el Éxtasis de santa Teresa estuvo ocupada por una representación anónima del Apóstol en éxtasis, cuyo destino ulterior no está del todo claro. Sin embargo, la canonización en 1622 de la fundadora de la orden despertó hacia ella una devoción inusitada, en algunos casos cercana a la idolatría, que atrajo multitud de donaciones destinadas a la ampliación de la iglesia, entre las que destacaron las de la familia Cornaro.

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Como es bien sabido, los principales comitentes de Bernini fueron siempre los diversos papas que gobernaron los Estados Pontificios durante su carrera y, a pesar de que el napolitano contaba con el que probablemente fuera el mayor taller de Europa, sus numerosas e importantes encomiendas solían dejarle muy poca capacidad de atención a otros posibles clientes. Es frecuente leer que si pudo atender a Cornaro fue debido a la pérdida del favor papal con la llegada de Inocencio X, que además de tener otro tipo de gustos artísticos y una especial predilección por la pintura, habría quedado horrorizado por los errores de cálculo cometidos por Bernini en el diseño de un campanario en la fachada de San Pedro ―su peso resultaba excesivo y hubo que derruirlo antes de que provocara una desgracia―; pero todo indica que esto no fue exactamente así. Para empezar, si realmente Bernini hubiese caído en desgracia para el papa, lo lógico es pensar que no hubiese podido volver a trabajar en Roma, y mucho menos en una iglesia. El verdadero motivo por el que le dejaron de llegar encargos papales fue la crisis económica provocada por la Guerra de los Treinta Años ―que Inocencio X acabaría resolviendo, en parte, proclamando el XIV Jubileo y recibiendo a casi un millón de peregrinos a la Santa Sede―. Además, se sabe que Bernini cobró 12.000 escudos por el encargo, una cifra entonces desorbitada y sin precedentes que no parece casar demasiado bien con esa supuesta pérdida de prestigio ―se calcula que hoy equivaldría a unos 100.000 euros; una cantidad ridícula comparada con los cachés de los principales artistas de la actualidad, pero varias veces superior a lo que era normal en aquella época―.

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Tanto el propio donante como algunos de sus antepasados ―incluido su padre, el dux de Venecia Juan I Cornaro― fueron representados en los laterales de la capilla, dentro de unos palcos con un impresionante fondo de arquitectura simulada. Semejante estructura ha hecho suponer que Bernini concibió la obra como una representación teatral, en la que santa Teresa y el ángel serían los actores y los Cornaro el público que contempla y comenta la transverberación. El decorado incluiría los frescos de la bóveda, diseñados por el propio Bernini pero ejecutados materialmente por Guiobaldo Abbatini, por aquel entonces su ayudante. Contienen un rompimiento de gloria presidido por el Espíritu Santo, un motivo iconográfico que viene a representar una suerte de conexión física excepcional entre el plano espiritual y el físico. Unos querubines portan una cartela en la que puede leerse “Nisi coelum creassem ob te solam crearem”, algo así como: “Si no hubiese creado ya el cielo, lo crearía para ti sola”. Un rasgo curioso de esta obra pictórica es que no se ajusta a los límites establecidos por su propia base arquitectónica, sino que los invade e incluso los corrige mediante elementos simulados.

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Bernini reservó el mármol blanco para las figuras, mientras que empleó mármol de colores para los elementos secundarios y bronce pulido para los rayos de luz divina que caen sobre la santa, y que realmente guían mediante reflejos y destellos a la luz natural que penetra por el vano oculto. Recordemos que la principal diferencia técnica entre Bernini y los escultores del Renacimiento, con Miguel Ángel como su paradigma, reside en que el primero no encontraba el más mínimo inconveniente en emplear tantos bloques como resultase necesario en cada obra, algo inconcebible antes del manierismo.

Teresa Bernini pintura de Abbatini 1652
Además de encargarse de los frescos, Abbatini reflejó en esta pintura de 1652 el aspecto de la capilla inmediatamente después de su inauguración. El pintor se había emancipado del taller de Bernini unos meses antes, de modo que pudo tratarse de un regalo de despedida para su maestro

Aunque, como casi todos los grandes artistas de la historia, en ocasiones se veía incapaz de cumplir con algunos encargos, Bernini tenía fama de ser un profesional modélico que se esforzaba por entregar en plazo a sus comitentes lo que se esperaba de él. Sin embargo, de las biografías que escribieron su hijo y el siempre bien documentado Baldinucci se extraen elementos suficientes como para pensar que también fue una persona de espíritu lúdico y algo infantil, a la que a veces le perdía un sentido del humor quizá excesivamente osado. No parece propio de un artista de su talla y de su época que bromeara con asuntos sacros, y mucho menos si eran los que le daban de comer. Sin embargo, si incluso el mismísimo Miguel Ángel, no precisamente famoso por su buen humor, se permitió ciertas licencias jocosas en la Capilla Sixtina, quién puede asegurarnos lo que de verdad pensaba Bernini mientras esculpía su Éxtasis de santa Teresa.

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