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Lu Guang está vivo y muerto al mismo tiempo

Lu Guang

En la China de Mao Zedong estaba prohibido que el pueblo llano poseyera cámaras fotográficas. En teoría, se las consideraba vehículos de escapismo capitalista, de modo que su uso sólo se le toleraba a los miembros de la nomenklatura o a quienes, sin haber alcanzado tan altas cotas dentro del régimen, hubiesen demostrado una conciencia social lo bastante sólida como para sacar provecho del instrumento sin sucumbir a los cantos de sirena occidentales. Lo cierto es que para la práctica totalidad de los chinos la posibilidad de adquirir cualquier tipo de tecnología contemporánea se presentaba tan inconcebible como volar a Marte, votar o comer todos los días, por lo que el veto no tenía más sentido que suprimir algo que nadie se podía permitir para que nadie fuera consciente de que no se lo podía permitir.

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Por lo que se refiere al supuesto efecto corruptor de la fotografía o a su uso como propaganda contra el régimen, no parecían cuestiones dignas de quitarle el sueño a Mao. Cualquier mínima disensión, real o imaginaria, con respecto a la ortodoxia gubernamental ―que no se caracterizaba por su estabilidad ni por su coherencia interna― podía ser castigada con la infamación y la entrega a la turbamulta sanguinaria, que a veces incluso aprovechaba la ocasión para paliar un poco la falta de proteínas en su dieta. Por poner un solo ejemplo, en 1967 cuatrocientas veintiuna personas, hoy identificadas, fueron devoradas en la llamada “Masacre de Guangxi”. Se desconoce la cifra total de linchados en aquel episodio ―que no fue el único “incidente” de estas características, ni mucho menos, aunque sí el más estudiado―, pero se calcula que se encuentra entre los cien mil y los ciento cincuenta mil.

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Ése fue el ambiente en el que se crio Lu Guang, que nació en 1961 en Yongkang, una pequeña localidad de provincias relativamente cercana a la costa ―“pequeña” de acuerdo con los estándares chinos, porque cuenta con más de un millón y medio de habitantes—. Por los motivos expuestos en los párrafos anteriores, no logró tocar una cámara hasta que cumplió los diecinueve años, y alguna vez ha calificado aquel primer contacto como una verdadera epifanía. Por aquel entonces, mientras el osito Misha derrochaba ternura y Phil Spector, quizá con algo de precipitación, llevaba a los Ramones a proclamar el fin de siglo, Lu Guang trabajaba a la fuerza en una fábrica, al igual que venía obligada a hacer casi toda la población urbana de China. Sus primeros diecisiete años de vida habían transcurrido en el contexto de la Gran Revolución Cultural Proletaria, por lo que su relación con cualquier tipo de arte fue nula hasta 1978, año en el que, con el nombramiento de Deng Xiaoping como líder supremo de la República, las cosas comenzaron a racionalizarse un poco en una tiranía tan delirante que venía dejando a las leyendas de Calígula y Nerón en una colección de simpáticas anécdotas.

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Gracias a ese proceso de relajación política, en 1993, ya con treinta y dos años cumplidos, Lu Guang pudo incluso iniciar sus estudios en la Academia Central de Artesanía y Bellas Artes de Pekín, que hoy en día se encuentra encuadrada como facultad en el seno de la Universidad de Tsinghua ―a lo mejor conviene ir familiarizándose con esos nombres como si se tratara de Stanford o Princeton; o quizá todavía no―. Ansioso por recuperar el tiempo perdido, se lanzó a ejercer libremente el oficio de fotógrafo mientras proseguía sus estudios, una posibilidad que tan sólo unos años antes habría bastado por sí sola como argumento para un relato futurista.
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Curzio Malaparte definió a las dictaduras como aquellos regímenes en los que todo lo que no está prohibido es obligatorio. Sin embargo, y por lo que se ve, su definición tan sólo resulta aplicable a las autocracias de inspiración occidental, porque el hecho de que el Gobierno chino tolere algo no siempre implica que le guste, sino más bien que prefiere que se haga a la luz del día y con la cara y el documento de identidad bien visibles. Si de entre todos los géneros fotográficos existentes se elige el documental y, más concretamente, el de temática social, lo más probable es que quien haya optado por tomar ese camino acabe teniendo problemas con unas autoridades para las que casi todos los problemas son muy serios. Lo paradójico es que, como veremos a continuación, fue el propio Partido Comunista de China el que, quizá pecando de falta de previsión o de excesiva fe en la fidelidad inquebrantable de sus súbditos, elogió durante décadas ese tipo de fotografía.

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Dado que ponían de manifiesto y denunciaban el indudable fracaso del liberalismo y de la cultura occidental, era preciso y urgente que todos los estudiantes de arte conocieran la obra de los fotógrafos del realismo social estadounidense, como Dorothea Lange, Walker Evans o Lewis Hine; y, aunque su influencia parece más espiritual que estilística, resulta imposible no acordarse de ellos al contemplar el trabajo de Lu Guang. Lo que se olvidaron de explicarle en la academia, a él y a varios de sus compañeros, es que ese tipo de instantáneas tan sólo debían ser tomadas en el territorio de los teóricos enemigos de la patria, porque hacerlo intramuros equivalía a mentir. Ése es el principal motivo por el que, salvo en contadas excepciones ―como durante su participación en algún concurso internacional en el que las bases lo exigían―, Lu Guang siempre ha guardado la precaución de no añadir descripciones escritas a sus fotos; ni siquiera títulos, localizaciones o fechas. Su obra, por lo tanto, demanda del espectador un cierto esfuerzo interpretativo y tiene mucho más de llamada a la investigación que de explicación.

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En cualquier caso, todo lo que se ahorra en palabras lo derrocha en crudeza visual, sin que ello implique que renuncie a la estética. Lo cierto es que la mayor parte de su trabajo resulta muy agradable de ver; al menos hasta que se comprende lo que se está viendo. Nunca ha recurrido al blanco y negro, si bien se ha tenido que conformar con ocres, verdes apagados y tonos metálicos azulados o grisáceos, dado que eran los colores dominantes en la China que venía retratando. La luz suele ser la propia de un cielo crepuscular encapotado, no se sabe si de nubes naturales o de pura contaminación, y muy rara vez resaltan deliberados detalles rojos o rosas que pueden leerse indistintamente como flores de esperanza o como llagas. De no ser porque resulta difícil de aceptar la existencia de un arte para insensibles, podría recurrirse al tópico de que no toda su fotografía es apta para personas sensibles.

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Gracias a Lu Guang sabemos que en la República Popular China sigue habiendo niños mineros, a los que además se les encomiendan los trabajos más penosos y peligrosos porque pueden colarse por donde los adultos no caben; que los mineros, sean de la edad que sean, carecen de cualquier protección y desarrollan su faena con la ropa y el calzado de calle que hayan podido agenciarse por su cuenta y riesgo ―nunca mejor dicho―; que han llegado a nuestros días individuos que tratan de ganarse la vida buscando pepitas de oro, algo que podría considerarse hasta romántico de no ser porque se trata de una actividad clandestina susceptible de ser castigada con la pena de muerte; que en la China rural, que ocupa casi el doble que la Unión Europea, se siguen practicando enterramientos domésticos ―ilegales y punibles, por supuesto, pero también carentes de alternativa―; que no sólo continúan manteniéndose activas cientos de leproserías, sino que las autoridades han reproducido el modelo para los enfermos de sida, que aguardan su agonía recluidos en campos de apestados sin ningún tratamiento eficaz y con escasa o inexistente atención clínica; que la frontera con Myanmar (antigua Birmania) se ha convertido en algo parecido a un área de libre comercio de todo tipo de drogas y que la zona está poblada casi exclusivamente por politoxicómanos de dinámica zombi; que nadie se explica cómo no ocurrió con la epidemia de SARS de 2003 lo que ha ocurrido con la de 2019; que se urbaniza y se construye sin el más mínimo sentido de la lógica ni del impacto medioambiental, sin atender a la calidad de los materiales y sin ninguna previsión de futuro; que se desconoce el efecto real de los residuos y emisiones industriales sobre la población constantemente expuesta a ellos o que, por carecer de acceso al agua potable, existen comunidades enteras infestadas de esquistosomiasis ―en pocas palabras, gusanos moviéndose libremente por el torrente sanguíneo―.

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En concreto, su trabajo documental sobre los llamados “pueblos del sida” ―aunque cueste creerlo, la denominación es un eufemismo― ganó el primer premio del World Press Photo de 2004 en la categoría de “Contemporary Issues” ―sí, existe esa categoría―. En los años siguientes, su trabajo fue exhibido en casi todas las salas especializadas en fotografía de Occidente y, aunque ninguna de sus obras figura todavía en las colecciones de los principales museos de arte contemporáneo, en 2005 se convirtió en el primer fotógrafo chino en ser expresamente invitado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos como profesor visitante. Eran otros tiempos y, aproximadamente hasta 2010, Lu Guang recibió todo tipo de honores y reconocimientos, tanto en Europa como en Norteamérica, sin que el régimen chino mostrase el más ligero malestar. De hecho, volvió a alzarse con primeros premios del World Press en 2011 y 2015.

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Las cosas se fueron torciendo a partir de entonces. Hu Jintao no se caracterizó precisamente por ser un adalid de las libertades públicas, pero no puede negarse que el nivel de vida de los chinos se incrementó mucho durante su mandato. Además, ayudado por sus gafitas y su sonrisa fácil y contagiosa, supo cultivar una imagen “simpática” de su país en el resto del mundo, promoviendo una actividad diplomática constructiva, abierta a la colaboración con otras potencias y menos intervencionista de lo que ya habría sido capaz. Sin embargo, la gradual pero acelerada subida al poder de Xi Jinping entre 2012 y 2013 ―a la totalidad del poder, algo que no ocurría desde los tiempos de Mao― ha supuesto la pérdida casi completa del pudor internacional de China, que ha pasado a comportarse con la arrogancia propia de un imperio en busca de la hegemonía.


Viendo cómo se ponían las cosas, y aprovechando la invitación del Departamento de Estado —algo que, como es lógico, tampoco le hizo ninguna gracia a las autoridades chinas—, Lu Guang y su esposa establecieron su residencia en Nueva York. No obstante, ya en calidad de fotoperiodista acreditado por National Geographic, The Guardian o Greenpeace, siguió visitando su país con la intención de realizar más reportajes. Su último viaje hasta la fecha, suponiendo que siga vivo, se inició el 23 de octubre de 2018 y tenía por destino Urumqi, la ciudad más alejada del mar que hay en el planeta. Cuenta con unos tres millones y medio de habitantes y es la capital de Sinkiang, la provincia más extensa de China y también la más conflictiva, debido a las ansias independentistas de buena parte de sus habitantes uigures, de origen turcomano, y a sus enfrentamientos cíclicos con los han. El Gobierno chino, que no duda en calificar a los han como “chinos normales”, ya no suele molestarse en disimular su represión hacia la etnia uigur, en lo que se ha convertido en una de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos que más escandalizan fuera de sus fronteras. No obstante, una cosa es que a Xi le tengan sin cuidado los que se escandalizan por esas cosas en el extranjero y otra muy distinta que le caigan bien los que las denuncian dentro.

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El 3 de noviembre de 2018, la esposa de Lu Guang, llamada Xu Xiaoli, perdió repentinamente el contacto con su marido y estuvo varios días sin saber absolutamente nada de él, hasta que otros reporteros la informaron de que creían que había sido detenido. Jamás ha recibido una confirmación oficial de tal hecho, más allá de una simple llamada telefónica, cinco semanas más tarde, en la que alguien que se identificó como agente de la policía china le confirmó que el fotógrafo estaba arrestado, aunque se olvidó de explicarle por qué.

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La noticia apareció en la prensa del todo el mundo y causó mucha indignación durante uno o dos días. Después se olvidó por completo ―si usted es radioyente habitual de programas informativos, le puedo garantizar que la escuchó―. Ni siquiera las organizaciones que normalmente se dedican a denunciar este tipo de atropellos le han prestado demasiada atención, salvo a mediados de septiembre de 2019, cuando Xu Xiaoli hizo una publicación un tanto enigmática en una red social, afirmando literalmente que Lu Guang llevaba meses “en casa”. Bien sea porque está amenazada, bien por su decepción con la falta de apoyo por parte de los medios de comunicación y de las ONGs que tanto le ensalzaban antes de su desaparición, esta mujer se ha negado a dar más detalles. Lo cierto es que en su casa neoyorquina Lu Guang no está y no ha vuelto a salir a la luz ningún trabajo ni declaración suya, de modo que los expertos en comunicación «sinopopular» han traducido “en casa” por “en China”.

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Su desaparición fue achacada a sus reportajes acerca de la contaminación, pero precisamente este punto parece ser el que menos preocupa a las autoridades, porque en la población ha calado el argumento de que vivir sepultado en porquería y venenos es un signo inequívoco de que las cosas van bien ―hay que entender que decir adiós a la inanición a cambio de soportar una mayor probabilidad de desarrollar enfermedades degenerativas tampoco parece tan mal negocio―. De hecho, Lu Guang fue objeto de varias entrevistas en periódicos oficiales chinos ―no los hay de otro tipo, al menos dentro de China― en las que siempre se le ha tratado como a un “activista antipolución” y nunca como a un artista. Los supuestos periodistas solían mostrarse especialmente interesados en averiguar cómo obtenía el fotógrafo la información acerca de dónde acudir y en si se había molestado en cambiar impresiones con los lugareños, que seguro que estaban muy felices por contar con una fábrica en el pueblo, aunque tuviese que pasar por ella el agua que acababan bebiendo en sus casas. También se le preguntaba a menudo, con toda la amabilidad del mundo, si tenía planeado el efecto que iban a causar sus reportajes:

En absoluto. Yo no he generado ese impacto, han sido los medios. Cuando hago fotos sólo estoy pensando en aplicar lo que he ido aprendiendo para hacer un buen trabajo y conseguir que más gente conozca la realidad. Eso que usted llama impacto ha sido debido a que los internautas están preocupados, muy preocupados sobre el problema de la polución en China, lo cual quiere decir que el pueblo chino está preocupado. Todo esto, los asuntos medioambientales, afectan a la vida de todo el mundo. La tierra es de todos, y es normal que todos los seres humanos estén muy preocupados.

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Se supone que Lu Guang está vivo, confinado en alguno de esos supuestos edificios de apartamentos que la policía de Xi emplea como “prisiones cómodas”, como “arcas de Noé” para enfermos infecciosos o para cualquier otra operación represiva que se les ocurra. Quizá algún día le juzguen por algo, le condenen a cadena perpetua y su caso sea otra vez noticia durante dos o tres días. O puede que nunca se vuelva a oír hablar de él, como viene ocurriendo desde el 17 de septiembre de 2019. Según Reporteros Sin Fronteras, la República Popular China ocupa el puesto 175º (de 180) en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa, y su gobierno popular chino mantiene en la actualidad a más de 60 informadores en la misma situación que Lu Guang y el gato de Schrödinger. Otros artistas, como Ren Hang, han preferido el suicidio antes que permanecer vivos y muertos al mismo tiempo.
Lu Gunag



Recomendaciones: que yo sepa, no se ha editado ningún libro con la obra de Lu Guang, salvo un reciente catálogo en alemán, del que lo desconozco todo ―excepto que en el mismo no se hace ninguna referencia a su personal paradoja cuántica―.

No obstante, y como no quiero dejar mal sabor de boca con respecto a un país de cuatro mil años que sigue teniendo cosas extraordinariamente buenas, mi recomendación para reconciliarse con China es: «Ming: 50 years that changed China», catálogo de la exposición que, en 2014, dedicó el British Museum a una etapa de la cultura china que en muchos aspectos podría equipararse al Renacimiento.



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1 comentario en «Lu Guang está vivo y muerto al mismo tiempo»

  1. Gracias por sus artículos. Es recibir el aviso en el correo de un nuevo trabajo en su web, y ya me rinde el tiempo que tardo en venir a leerlo.
    Muy interesante, en todas las temáticas que trata.
    Buenas noches, un agradecido saludo.
    Carmen.

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