Todo lo que se decía sobre Suzanne Valadon en la edición de 2003 de la guía del Museo de Orsay era lo siguiente: “Pour l’anecdote, c’est Suzanne Valadon (la mère d’Utrillo) qui a posé pour la ‹‹Danse à la ville››”. Bien es cierto que el grueso de su obra no está en Orsay, donde tan sólo se exhibe uno de sus óleos y se custodian cuatro o cinco estudios de atribución dudosa, sino en el Centre Pompidou; pero desde un punto de vista artístico no hay motivo alguno que impida invertir los términos y hablar de Utrillo como del hijo de Suzanne Valadon, o incluso citarla como artista sin necesidad de mencionar sus lazos familiares si no es pour l’anecdote. Es verdad que posó para grandes pintores y que parió, formó y mantuvo con vida a otro gran pintor empeñado en destruirse; pero si Picasso y Braque acudieron a su entierro y varias de sus obras pasaron tras su muerte a engrosar las colecciones nacionales francesas, no fue por esos motivos, sino porque ella misma llegó a ser una pintora lo bastante grande como para que, al menos en su país natal, no se deje escapar el hilo de su recuerdo de una manera tan indolente.
Su nombre de pila era Marie-Clémentine y fue dada a luz el 23 de septiembre de 1865 en Bessines-sur-Gartempe, un pueblo cercano a Limoges que tiene una iglesia románica muy interesante (Saint-Léger) y que, haciendo gala de un equilibrio demográfico prodigioso, lleva al menos doscientos años sin bajar de los dos mil habitantes ni superar los tres mil. Su madre, de nombre Madeleine, permaneció en soltería y jamás reveló la identidad del padre, seguramente porque nunca la tuvo del todo clara. Se ganaba la vida como podía y con bastantes apuros, aunque era conocida como costurera y lavandera, oficios en los que también tuvo que emplearse la futura artista desde los diez u once años, por lo que su educación general no llegó a ser nunca demasiado profunda.
Lo que sí que se desarrolló con una rapidez y una fortaleza sorprendentes para haberse criado con tantas privaciones fue su cuerpo. A los catorce años Suzanne Valadon ya medía más de un metro sesenta, que por aquel entonces seguía siendo una estatura más bien elevada para una mujer adulta. No está nada claro cómo transcurrió su niñez ni cómo llegó a establecerse en París, fundamentalmente porque ella misma se dedicó a difundir diversas versiones contradictorias acerca de aquellos hechos. Lo más plausible es que su madre las tomara a ella y a su hermanastra —de la que casi no se sabe nada— y se las llevara después de que en el pueblo le hubiesen dejado claro, con hechos y gruñidos, que allí no había sitio para madres solteras ni para los frutos de su deshonra. Una vez en la capital, Mme Madeleine se habría dedicado a limpiar casas, ganando lo suficiente como para vivir de una manera más que digna. Si se acabaron mudando a Montmartre, fue por seguridad, porque el aislamiento que le proporcionaba al barrio su situación elevada le permitió quedar relativamente a salvo del asedio prusiano y de la Semana Sangrienta que liquidó la Comuna. Ya a la sombra del Sacré Coeur, la futura artista se habría criado en la calle, haciendo cosas más propias de niño bruto que de niña normal, sin acudir demasiado al colegio de monjas en el que estaba matriculada y, eso sí, ayudando a su madre a sacar adelante el trabajo.
Existe otra posibilidad alternativa, quizá demasiado influida por la literatura de Victor Hugo, que afirma que la pequeña Marie-Clémentine creció lozana en su pueblo hasta los catorce años y un buen día determinó que, con esa edad, esa talla y con un rostro de una belleza extraordinaria, Bessines se le había quedado pequeño, por lo que se fugó a París casi con lo puesto —que tampoco debía de ser mucho—. Su madre, de la que se sospecha que también intentó algo parecido en sus tiempos y sabía por dónde se andaba, salió en su busca y no tardó en encontrarla en Montmartre, ya casi establecida como mendiga y subsistiendo a base de las frutas y la leche que guardias y tenderos fingían no verle sisar. Ya que estaban allí, y consciente de que a su hija no le esperaba un futuro demasiado prometedor en su pueblo, Mme Valadon decidió emplear sus escasos ahorros en instalarse en Montmartre, donde aún cabían un par de costureras más —en esta segunda historia, por lo que se ve, la hermanastra ha sido eliminada del guion—.
Fuera como fuese, Suzanne Valadon estaba establecida en París a los quince años y, dado que si algo sobraba allí por aquel entonces eran pintores y escultores, todas las chicas guapas y pobres sin reputación que guardar sabían que se podían ganar la vida bastante bien posando para ellos —también los chicos, aunque estaba incluso peor visto y la mayoría sabían que la delincuencia era mucho más rentable—. Su primer dinero como modelo se lo pagó Puvis de Chavannes, un pintor simbolista que, aunque hacía décadas que había dado lo mejor de sí mismo y su estilo ya no le interesaba a nadie, seguía siendo respetado como se respeta un templo en ruinas. A pesar de que el viejo maestro ya contaba cerca de sesenta años, siempre se ha tendido a dar por hecho que Valadon y él se convirtieron en amantes, por más que resulte imposible hallar siquiera indicios de que así fuera. Durante siete años fue prácticamente su única modelo, y no sólo para las figuras femeninas, sino también para las de efebo, a los que el pintor era muy aficionado —iconográficamente hablando, se entiende—; o incluso para partes aisladas: muchos años más tarde, Valadon era aún capaz de reconocer alguna de sus extremidades y otras porciones de su cuerpo en los cuadros de Puvis de Chavannes.
Su fama como modelo no tardó en extenderse y muy pronto se convirtió en una de las más cotizadas de Montmartre. No sólo se la valoraba por su indiscutible belleza, sino también por su habilidad a la hora de encarnar los roles que se le pedían y, sobre todo, por su capacidad para aguantar congelada —la mayor parte de las veces, tanto en el sentido dinámico como en el térmico— en posturas inauditas durante largos periodos. Al parecer, la joven supo discernir lo que la hacía tan valiosa para aquellos señores, por lo que, a diferencia de la casi totalidad de sus compañeras y dentro de las posibilidades de la época —parece bastante improbable que saliese a correr por la orilla del Sena—, se preocupaba por mantenerse en buena forma física, una actitud que la convierte en precursora de los modelos profesionales de hoy en día y que, sin duda, contribuyó en alguna medida a dignificar un oficio que hasta bien entrado el siglo XX se percibió casi como sinónimo de prostitución.
Algunos de sus biógrafos aventuran que esas virtudes atléticas serían fruto de una supuesta y corta estancia como equilibrista en un circo, que habría terminado a raíz de una caída escalofriante durante una actuación; pero tampoco existe ninguna prueba determinante de ello, y resulta extraño que un suceso de esas características no apareciese ya en los periódicos de la época. Por otra parte, se habla de unas lesiones lo bastante serias como para forzar su retirada; pero ella nunca evidenció padecer las secuelas que sin duda habría sufrido de haber sido así. A esas dudas razonables debe añadírsele una vez más que, entre absenta y guasa, Valadon siempre fue muy aficionada a difundir historias fantasiosas acerca de su vida. No es descartable que cualquier noche de euforia le diese por subirse a algún aparato circense, por aquel entonces muy habituales en los cabarets —sin ir más lejos, Manet nos mostró que en el techo del Folies Bergère había instalado un trapecio—, y acabase aterrizando de una manera quizá inidónea para alguien a quien le preocupe su imagen; pero lo más seguro es que el episodio no revistiese mucha más épica.
En 1883, emulando a su propia madre, Valadon se quedó embarazada sin que sepamos quién aportó el gameto masculino. No obstante, eso no le impidió seguir posando, y no sólo no trató de ocultar su situación por vergüenza, sino que la exhibió con una naturalidad y una valentía que le merecieron bastante más respeto que oprobio. Maurice Valadon, cuyo nombre cambiaría a Maurice Utrillo ocho años más tarde, nació el 26 de diciembre de ese año y, a pesar de que la principal encargada de su cuidado acabó siendo Mme Madeleine, desde el comienzo se forjó entre madre e hijo una relación incluso más estrecha de lo que suele ser habitual.
Seguramente porque no tardó en percatarse de que el niño, alumbrado con la maldición de un temperamento apático y a la vez irascible, no iba a valer para muchas más cosas en la vida —y también por consejo de un psiquiatra, que ya había—, Valadon se empeñó en enseñarle a pintar cuanto antes y, a juzgar por los resultados, parece que no lo hizo mal del todo. Las raíces de las legendarias desventuras nocturnas de Utrillo, lo suficientemente escandalosas como para llegar a impresionar a Henry Miller (!), ya se mostraban palpables en su primera niñez. Claras muestras de desequilibrio emocional, tendencia a la depresión, inseguridades paranoicas, estallidos de furia injustificada e incontrolable, maleabilidad extrema… Todo ello reunido lo condenaban a ser una presa muy fácil para cualquier tipo de adicción, en unos años en los que las adicciones volaban por París con más libertad que las moscas. Al no haber heredado tampoco la fortaleza física de su madre, aquel ritmo de vida lleno de excesos le condujo a sufrir varias hospitalizaciones, ingresos en manicomios e incluso alguna estancia en prisión por hechos que ni recordaba ―pero en los que jamás se derramó más sangre que la suya―.
Tres años después del alumbramiento, la familia se mudó a la rue Tourlaque, justo al lado del estudio de Toulouse-Lautrec, con quien Valadon hizo muy buenas migas desde el principio; tan buenas que no tardó en convertirse en su amante e incluso en convivir con él durante una temporada. Su relación apenas duró un par de años; pero le cambió la vida en varios sentidos. Además de proporcionarle una buena serie de amistades interesantes, le mostró cómo era una existencia sin estrecheces y la animó a colocarse al otro lado del caballete para empezar a pintar. Como contrapartida, también la acabó de incrustar en un ambiente nocturno que de sano tenía poco y que la hizo desembocar en un alcoholismo del que, con etapas mejores y etapas peores, ya nunca se libraría. En cualquier caso, la joven pintora supo escapar a tiempo de la dinámica autodestructiva de Lautrec, que, sin haber llegado a cumplir los treinta y siete años y acosado en vigilia por las pesadillas del delirium tremens, no tardaría mucho en alcanzar su objetivo indisimulado de matarse.
Fue también Toulouse-Lautrec quien decidió que nadie puede triunfar en el mundo del arte llamándose Marie Clémentine y, dado que se mostraba desnuda ante pintores que a Lautrec le parecían viejísimos en todos los sentidos, comenzó a llamarla Suzanne, como la Susana de los añadidos apócrifos al Libro de Daniel. La historia tiene lógica, y lo más seguro es que sea cierta hasta ahí; pero forma parte de una leyenda más amplia que engloba episodios inverosímiles, como un supuesto bautismo con absenta ante lo más selecto de la bohemia parisina o que van Gogh se ausentase de la posterior celebración sin apenas haber bebido nada.
También fue Lautrec el que la condujo ante Degas para que le mostrase sus dibujos. Al igual que muchos artistas de mísera cuna a lo largo de la historia, Valadon había comenzado a dibujar con ocho o nueve años porque todo lo que tenía a su alcance para entretener sus ratos de ocio casero era un pedazo de carbón. Posteriormente, como le ocurrió a su coetánea Marie Spartali, el pasar tantas horas contemplando cómo trabajaban los artistas para los que posaba hizo que acabase aprendiendo sus técnicas.
Degas, ya veterano y sin fama de ser demasiado dado a efusiones, se deshizo en elogios y, ante el sonrojo de la neófita ―que creyó que tan sólo lo hacía por halagarla―, le insistió hasta que logró que le vendiese uno de aquellos dibujos, convirtiéndose así en su primer coleccionista. Pronto pasó a ser también para ella una especie de figura mixta entre representante y mecenas y se implicó en su formación, revelándole los misterios del grabado y terminando de pulir algunos aspectos de su técnica al óleo, tarea en la que colaboraron Renoir y el propio Lautrec:
Por supuesto que tuve grandes maestros, y creo que aproveché lo mejor de ellos, de sus enseñanzas, de sus ejemplos… Después, me encontré a mí misma, me hice a mí misma y dije lo que tenía que decir.
Gracias a la mediación de Degas, para el que nunca llegó a posar ―“Nunca posé para él, a pesar de que hemos oído decir lo contrario cientos de veces”, declaró en una entrevista que, ya con cincuenta y cuatro años, concedió a Le Bulletin de la Vie Artistique para su número de febrero de 1920―, pudo ir dejando de trabajar como modelo y comenzar a mantenerse a base de vender dibujos y algún que otro óleo de una calidad aún muy lejana a la que llegaría a alcanzar. Sin embargo, las paredes de París se quedaban cortas para colgar los cuadros de tanto pintor, de modo que no conseguiría exponer su obra hasta 1894, cuando una serie de doce de sus dibujos fueron mostrados en el Salón de la Sociedad Nacional de las Bellas Artes —no se trataba del histórico Salón de París, que se celebró por última vez en 1890, sino, con algunos matices, del equivalente francés a las secesiones del ámbito germánico—.
Mientras tanto, en su vida personal ponía fin a un breve idilio con Erik Satie, a quien había conocido unos meses antes durante su etapa de pianista de Le Chat Noir. Parece que la ruptura de la única relación amorosa que se le conoce al compositor fue bastante dolorosa para él; tanto, que la influencia del disgusto en su obra ha sido objeto de estudio en varios ensayos musicológicos. En cualquier caso, es de suponer que más le dolería cuando se enteró de que su buen amigo Paul Mousis, un hombre de negocios de gran fortuna, se iba a casar con ella. Por supuesto, él mismo los había presentado.
Aunque el matrimonio se prolongó durante trece años, la propia Valadon acabaría considerando aquel enlace como un error en muchos sentidos. Para empezar, a Mousis no le acababan de hacer demasiada gracia ni Mme Madeleine —a la que debía de percibir como poco menos que un espécimen de museo antropológico— ni el niño loco —que ya había adoptado esa languidez tan poco crispante que muestra en los retratos—, de modo que se preocupó por agenciarles una residencia tan cómoda y lujosa como lejana al hogar conyugal. Por otra parte, la hija de la costurera nunca dejó de sentirse violenta por tener que gobernar una mansión con numerosos criados y doncellas y, con la excusa de que a veces posaban para ella, no paraba de subirles el salario. Todo ello motivó que los conflictos con su marido fuesen constantes poco menos que desde el mismo día de la boda, hasta que en 1909 Valadon inició una relación apasionada y muy poco discreta con un amigo de su hijo, también pintor en ciernes, que llevaba por nombre Andre Utter y por edad veintiún años menos que ella.
Mousis, algo conmocionado o quizá muy bien asesorado, en un principio reaccionó marchándose de la vivienda común y dejando expedito su uso a la nueva pareja. No obstante, a pesar de ese comienzo en apariencia prometedor, acabaría vendiendo muy caro su divorcio mediante la estrategia de dilatar el proceso durante años para, gozando de la posibilidad de denunciarla cuando desease, mantener a Valadon en situación de adulterio notorio. Bajo semejante espada de Damocles, la pintora se vio forzada a ir cediendo poco a poco en sus posturas, hasta que tuvo que desalojar la mansión sin llevarse consigo nada más que sus bienes de primera necesidad, sus cuadros y los útiles propios de su oficio.
Fue duro para mí tener que abandonar una casa enorme repleta de lujos, con mi porcelana china y todos aquellos vestidos carísimos; pero enseguida me asaltó la prisa por vivir y amar y experimentar la pasión y el éxito antes de que fuese demasiado tarde.
Aunque la batalla legal le impediría casarse con Utter hasta 1914, dos años antes ya le había incluido en un retrato de familia junto con su madre, su hijo y ella misma. Muchas discusiones ha despertado el gesto de llevarse la mano al pecho que presenta su autorretrato y que recuerda a poses propias del Renacimiento italiano. Resulta obvio que encierra algún mensaje para el espectador, porque es la única figura del cuadro que le mira; pero su significado nunca ha llegado a descifrarse sin dejar ninguna duda. Generalmente se interpreta como un gesto de autoafirmación: “Todo esto es obra mía”, refiriéndose tanto al cuadro como a la familia, en la que se ha reservado el lugar nuclear.
Tras la catástrofe judicial, y dado que ya no tenía edad para ganarse la vida como modelo, a Valadon no le quedó más remedio que ponerse a producir óleos a marchas forzadas si no deseaba volver a vérselas con la ropa sucia de otros. Se calcula que desde entonces llegó a pintar entre cuatrocientos cincuenta y quinientos lienzos, a muchos de los cuales se les ha perdido la pista. Utrillo, por su parte, colaboró echándose el caballete al hombro para empezar a cogerle el truco a esos paisajes urbanos de colores vivos y envolventes que tan famoso llegaron a hacerle y que tanto han llegado a ser imitados. En cuanto a Utter, abandonó su prometedora carrera artística para, tras un breve paso por la Primera Guerra Mundial —tuvo la suerte de ser herido enseguida en una parte cómoda de su cuerpo—, ponerse a trabajar como marchante tanto de su nueva esposa como de su nuevo hijastro.
Tras unos primeros meses de zozobra, y con la mediación de Utter o sin ella, Valadon acabó firmando buenos contratos con diversos galeristas, en especial con Berthe Weil, que no paró de invitarla a participar en exposiciones colectivas —quince en total— y le organizó tres individuales —en 1915, 1927 y 1928—. Mientras tanto, la fama de Utrillo se iba disparando, hasta el punto de que en 1929 se le concedió la Legión de Honor, lo cual suena un poco a broma si tenemos en cuenta que para que un paisano reciba esa distinción ―la más importante de las que otorga la República Francesa―, no sólo ha de haber demostrado algún mérito extraordinario en el ámbito civil, sino también mantener una conducta pública irreprochable.
Entre unas cosas y otras, la extraña familia terminó alcanzando un nivel de vida incluso superior al que ya había conocido. Primero adquirieron un automóvil y después el castillo medieval de Saint-Bernard, cercano a Suiza, con su puente levadizo y todo ―se decía que en esa casa hasta el gato cenaba caviar por lo menos una vez a la semana―. No obstante, esa bonanza económica no apaciguó sus comportamientos erráticos en público, sino que los exacerbó, hasta el punto de que en Montmartre se los empezó a conocer como “la trinidad maldita”. Aparte de los líos en los que Utrillo se metía solo —sin duda los más graves—, gran parte de esos escándalos vinieron provocados por las frecuentes peleas conyugales y demás desplantes con los que Utter y Valadon cogieron la costumbre de obsequiarse mutuamente sin importar quién pudiese estar delante. Escribió Virgilio que el amor todo lo vence; pero lo más seguro es que su amor de poeta latino jamás tuviese que vérselas con una coalición de celos y ajenjo.
Llegó un momento en el que todo dio igual, y en 1933 se separaron para siempre. Valadon se mudó con su hijo a otra residencia y Utter se quedó en la casa de Montmartre. Entre peleas y reconciliaciones, había transcurrido casi un cuarto de siglo desde que se conocieron. A Utter ya no le quedaba nada del joven apuesto que había sido, y la apasionada mujer madura se había convertido en una anciana que sólo temía por el futuro de un hijo al ya no podía controlar de ningún modo: “Sólo un milagro podrá salvarlo cuando yo muera”, se dice que repetía a cualquiera que se prestase a escucharla.
Una de las que se prestaron fue Lucie Valore, una vieja amiga de la familia que acababa de quedarse viuda y que, tras confesar que siempre había vivido fascinada por Utrillo, se ofreció a encarnar ese milagro. Valadon se lanzó a convencer a su hijo para que la aceptase por esposa, lo que acabó logrando tras vencer sus reticencias iniciales. Cuenta la leyenda que la pintora se arrepintió de sus manejos cuando, inmediatamente después de celebrada la ceremonia, se habría evidenciado que todo había sido una trama para quedarse con el dinero de la familia. Utrillo, ya embaucado por aquella lagarta, no habría querido escuchar los argumentos de su madre y la habría rechazado, condenándola a pasar sola el resto de su vida y sin tener más noticias de él. No obstante, existe un pequeño inconveniente para creerse semejante melodrama, y es que en 1937 Valadon retrató a su nuera sin mayor problema. Lo que sí que es cierto es que vivió sola hasta el 7 de abril de 1938, cuando acabó de morirse en la ambulancia que la conducía al hospital tras haber sufrito un derrame cerebral mientras pintaba un ramo de flores. Puede decirse que expiró como había vivido: entre el lienzo y la calle. Utter le sobreviviría diez años y Utrillo diecisiete.
Del legado artístico de Valadon pueden destacarse muchas cosas, pero generalmente es sobre sus desnudos femeninos sobre los que se pone el acento. No está nada claro que fuese el motivo que más le gustase pintar; pero, sin duda, sí que se reveló como el más rentable durante su periodo de ruina tras el divorcio, de modo que lo explotó todo lo que pudo. Se ha discutido mucho acerca del secreto de su éxito, y si bien existe una marcada tendencia a querer hallar en ellos la primera plasmación clara del deseo sexual femenino —suponiendo que no haya tantos tipos de deseo sexual femenino como mujeres haya en el mundo—, lo más probable es que su encanto se halle en que logró desmitificar el cuerpo femenil sin renunciar por ello a la sensualidad. En los desnudos de Valadon no encontramos idealizaciones físicas ni tópicos fantasiosos o morbosos. A diferencia de sus maestros, conocía el cuerpo femenino igual de bien por fuera que por dentro, de modo que una mujer desnuda no tenía nada de mágico para ella.
Hasta ese momento, cuando una pintora se atrevía a autorretratarse con menos ropa de que la que llevaría un 3 de agosto, lo normal era que tomase la precaución de ceñirse a un modelo iconográfico sacro o profano, como podían ser la Magdalena, Lucrecia o la propia Susana —tres personajes que, por cierto, sirven para condenar el deseo: la primera el femenino y las otras dos el masculino—. Como es lógico, ese disfraz pictórico, al que tampoco los varones podían renunciar con facilidad, ya coartaba en mayor o menor medida la libertad creativa de los artistas, por mucho que siempre pudiesen recurrir a los muy socorridos y versátiles Apolo y Venus-Afrodita.
En el caso de Valadon, tan sólo podríamos hallar algo parecido a ese pliegue preventivo en su “Adán y Eva” (1909); pero se trata de un pliegue aparente. Aunque las figuras estén caracterizadas como la pareja del Génesis, los rostros no dejan duda de que se trata de Utter siendo seducido por la propia pintora, que muestra una expresión de felicidad muy envidiable. Como podemos comprobar, la serpiente no aparece por ninguna parte, y no es debido a ningún olvido iconográfico, sino a la intención de despojar de pecado una relación en la que ella tan sólo encontraba placer. Según explicó la propia Valadon: “La pareja está atrapada en un paraíso intemporal, y si hay algún pecado, ambos son igualmente responsables de él”. Así, mientras ella toma la fruta, él toma su mano.
No cabe duda de que el cuadro era arriesgado en muchos sentidos, y su factura sólo se explica teniendo en cuenta las ansias de liberación de su autora. Cuando lo pintó, el vello público no era algo que se pudiese colgar sin más en el salón de una casa —y quizá nunca ha llegado a serlo—; pero ella supo presentarlo con tal naturalidad que parecía inevitable que aquella sombra permaneciese sin ningún tapujo donde estaba. No obstante, ni siquiera a Suzanne Valadon se le permitía llevar las cosas mucho más lejos. Como resulta fácil de imaginar —porque ya la conocemos un poco—, esas hojas que tapan el sexo de la figura masculina no estaban ahí cuando ella terminó de pintarlo, sino que, tras mucha resistencia por su parte, se acabó viendo obligada a añadirlas porque nadie quería exhibir en su galería un cuadro con pene y testículos. En realidad, no se trataba de una cuestión moral, sino comercial: disfrutaba de plena libertad para pintar todos los genitales que considerase oportunos; siempre y cuando se encargase ella misma de su venta.
Otra peculiaridad de las mujeres de Valadon es que solían presentar un vigor muscular que quizá hoy no llame la atención o incuso no parezca tal, pero que en su momento chocaba de frente con lo que se esperaba de un cuerpo femenino. Este rasgo provocó que varios críticos de la época tachasen sus desnudos de ridículamente masculinos y viriles, sin reparar en el pequeño detalle de que, al ser en su mayoría autorretratos, reflejaban la complexión física de la propia artista, que de masculina y viril siempre tuvo bastante poco.
En contraste con esa firmeza, y también con la voluptuosidad de sus desnudos alimenticios, en 1923 pintó “La habitación azul”, lienzo en el que presenta a una mujer con la pose reclinada de la Venus de Urbino y que recuerda vagamente a una odalisca de Ingres, sólo que desprovista de toda sensualidad. Ataviada con una camiseta y una especie de pantalón de pijama a rayas mientras sostiene un cigarrillo entre sus labios, varios historiadores del arte han dudado acerca de si se trata de un autorretrato o no ―aunque mal autorretrato sería si cabe esa duda: una cosa es que se tomase a sí misma como modelo y otra muy distinta que lo hiciese con la intención de retratarse, para lo que ya había demostrado habilidad de sobra en numerosas ocasiones―.
Por otra parte, “La habitación azul” tampoco constituye la primera “desensualización” que salió de los pinceles de Suzanne Valadon. Ya en 1915, en su retrato de Mauricia Coquiot, la modelo había posado de pie exhibiendo gordura y con un destacado bigote que se diría perfilado y engomado por el mejor barbero de Marais. Mme Coquiot, que por aquel entonces tenía treinta y cinco años y de soltera había ostentado el apellido De Thiers, había sido una artista de circo y varietés muy célebre y respetada por haber clavado un determinado salto mortal que hasta entonces se consideraba irrealizable —por haberlo logrado y haber sobrevivido con la espina dorsal intacta, se entiende—. Después de su hazaña, aunque seguramente no sólo por eso, se casó con Gustave Coquiot, un crítico de arte que había sido secretario personal de Rodin y que, años más tarde, se acabó convirtiendo en el principal coleccionista de la obra de Utrillo. En las fotos que se conservan de ella, o en retratos realizados por otros artistas —quizá el más conocido sea el que en 1925 le pintó Moïse Kisling, más interesado en el fular multicolor que portaba la retratada que en ella misma—, no destaca ni por su vello facial ni por una especial corpulencia, por lo que es probable que el óleo encierre algún tipo de broma privada entre modelo y pintora. No en vano, fueron muy amigas durante muchos años, hasta el punto de que Coquiot actuó como testigo en la segunda boda de la artista y en 1932 se encargaría de comisariar su primera retrospectiva.
Como ya hemos podido comprobar, la pintura de Valadon siempre tuvo una vocación mucho más investigadora que estética: “Si pinto, es para aprender a conocer a las personas”, aclararía ella misma en una de sus últimas entrevistas. Al igual que en sus cuadros nunca nos topamos con idealizaciones anatómicas, sus desnudos tampoco se ciñen a una determinada y supuesta edad de esplendor. Por un lado, en 1921 retrató a su sobrina adolescente junto con la madre de ésta en “La muñeca abandonada”, lienzo al que ni siquiera la evidencia facilona de los símbolos le resta un ápice de fuerza, y en el que demuestra una vez más un sentido de la armonía cromática que no tiene nada de ordinario.
En el otro extremo, ella misma se retrató con el torso desnudo a la edad de sesenta y seis años. A lo largo de su carrera dejó sobradas muestras de que el paso del tiempo y el envejecimiento constituían fenómenos que la fascinaban; pero, del mismo modo que nunca se mostró avergonzada por no haber estudiado —“Acabé teniendo la mejor de las escuelas: la soledad”—, tampoco dejó entrever el más mínimo rubor ante el deterioro inevitable de su ser. Se limitó a constatarlo sin asomo de drama; más bien con curiosidad, impotencia admirada o incluso ingenuidad, y, sobre todo, con la misma naturalidad con la que se había desnudado ante ancianos, había paseado su embarazo por las calles de Montmartre, había criado y protegido a un vástago chiflado o se había enamorado de un hombre al que duplicaba la edad.
Con el paso de los años, su obra fue quedando poco a poco eclipsada por la de su hijo, que llegó a convertirse en el artista más popular de París ―en parte porque, durante sus años más “gloriosos”, Utrillo se dedicaba a regalar sus cuadros a cambio de media botella de vino peleón o del derecho a dormir la mona en un catre rodeado de ratas, convirtiendo así en prósperos marchantes a muchos taberneros de Montmartre—. Valadon siempre celebró con orgullo maternal los éxitos inesperados de su cachorro, a los que había contribuido de una manera determinante. Además, aprovechó las circunstancias para olvidarse de la necesidad de vender cuadros y comenzó a explorar otras formas de figuración.
En sus últimos años pintó múltiples naturalezas muertas, pero ni siquiera estos objetos inanimados aparecían desprovistos de erotismo. De algún modo, sus flores, jarrones o instrumentos musicales siguieron evocando la figura humana y reforzando un estilo personal que no puede ser encuadrado en ninguna de las tendencias de la época. Basta un simple vistazo para darse cuenta de que, por mucho que aquel círculo fuese su medio natural, su forma de pintar jamás tuvo nada de impresionista; como tampoco se la puede calificar de fauvista, realista, surrealista o expresionista —en ocasiones se la señala como la primera postimpresionista, pero ese término se refiere más a una época que a un estilo—. Curiosamente, de ponerse a buscarle alguna similitud a su forma de pintar, sobre todo por lo que se refiere al tratamiento de los colores y las texturas, sin duda la encontraríamos en la obra de otro artista sui generis al que seguramente conoció, pero con el que, que se sepa, nunca mantuvo un contacto más personal: Cezanne.
En sus últimos cinco de años de vida, ya muy calmada, trató de seguir representando su papel cada vez que recibía a algún periodista. Para ella no parecía constituir ningún desdoro que su obra suscitara mucho menos interés que sus amoríos de juventud: comprendía que muchos de sus antiguos amantes o amigos habían entrado ya en el panteón del arte universal y que, particularmente en Francia, evocaban la nostalgia de un supuesto paraíso que se había perdido con el estallido de la Gran Guerra. Sobre todo, se le preguntaba por sus relaciones con Renoir, quizá porque fueron bastante breves y en su momento las llevaron con mucha discreción. A punto de cumplir los setenta años, Valadon aún guardaba en su estudio, y exhibía ante sus visitantes, láminas con varias de las poses con las que se había ganado la vida durante casi diez años, y parece que las de Renoir las custodiaba con un especial cariño. Tampoco perdía ocasión de explicar, entre risas y orgullo, que para él llegó a posar varias veces desnuda au plein air, y no siempre protegida por los setos del jardín de la casa del pintor en la rue de La Barre. Le gustaba confesar que Renoir la llamaba María, como en español, aunque cuando el periodista se interesaba por los motivos, ella sólo contestaba riendo. Aquellas entrevistas casi siempre terminaban con una especie de suspiro y una frase del estilo: “En el fondo, eran todos una panda de idiotas; pero hay días que no puedo dejar de pensar en ellos…”.
Su muerte acentuó una tendencia a olvidarla que ya había comenzado años antes y que se fue agravando hasta llegar a los extremos de ninguneo ignorante que mostró el Museo de Orsay en su guía de 2003. Por desgracia, ni siquiera esta época de reivindicaciones, mejor o peor fundamentadas, está sirviendo para reverdecer la fama de la que disfrutó en vida. Adolphe Basler, que en 1929 le dedicó un número monográfico dentro de su colección “Les artistes nouveaux”, concluyó que Suzanne Valadon: “ocupará una posición envidiable en la historia del arte de una época repleta de grandes artistas”. Suponiendo que lo más envidiable no consista en pasar desapercibida, quizá aún no sea del todo tarde para que se cumpla su predicción.